Por: Heidi Tamayo Ortiz – septiembre 15 de 2014
A sus 17 años de edad Marcela ha conocido de cerca los colmillos de la pobreza, del hambre, del abandono, del trabajo y de la maternidad. Creció a los trancazos en Manizales y después en Medellín, donde, desde niña, las necesidades familiares la llevaron a cambiar los cuadernos por el rebusque laboral. Vende dulces en los buses de la ciudad y muy rápido, también, cambió las muñecas de juego por niños de verdad: ya tiene uno y en camino viene otro.
Los rasgos delicados de su rostro muestran su faceta infantil, pero su enorme barriga de más de ocho meses de embarazo revela su faceta de mujer. En sus manos sostiene una caja de chicles, medio vacía, porque pese a su embarazo de ocho meses no puede parar de trabajar. Ella es la que lleva el sustento a casa.
Se llama Marcela, es madre de un hijo y espera otro que viene en camino, y apenas tiene 17 años de edad. Casi toda su infancia la pasó en Manizales, con una madre que tuvo que salir del mercado laboral por las enfermedades y un padre maltratador e irresponsable que abandonó a su familia cuando ella era apenas una niña. De ahí que desde una edad temprana ella y sus tres hermanos empezaron a pedir dinero en el vecindario para comprar alimentos y pagar las cuentas de la casa.
Ante el riesgo de perecer por un derrumbe sobre el rancho de madera en que vivían, su madre decidió irse con sus hijos para Antioquia y se instaló en una casa en alquiler en el municipio de Bello. Para entonces Marcela ya contaba con 11 años de edad y tuvo la fortuna de entrar a estudiar. Sus hermanas mayores se encargaban de conseguir el dinero para los gastos del hogar.
“Buenos días, damas y caballeros…”
Siempre fue buena estudiante y eso se lo reconocían los profesores de su colegio, al que todos los días llegaba a pie después de recorrer un largo trayecto. Mostraba predilección por las matemáticas y las ciencias naturales. Pero todo eso lo truncó la pobreza: “muchas veces aguantábamos hambre y nos acostábamos solo con un agua de panela en el estómago. Entonces, decidí trabajar para ayudar”, dice.
Su primer empleo, que alternaba con la escuela, fue la venta de comidas rápidas. Pero, como casi no ganaba nada en ese oficio, le pidió a Carlos, el mayor de sus hermanos, de 15 años de edad, que la llevara a la calle a trabajar con él. Éste, en efecto, la llevó al centro de Medellín con la intención de que hiciera lo mismo que él: vender dulces en los buses de las rutas Guayabal y Belén. En un principio, los demás venteros no quisieron aceptar su presencia, pero accedieron cuando se dieron cuenta lo necesitada que ella estaba de ese trabajo.
—Buenos días, damas y caballeros— oyó que dijo su hermano a los pasajeros del bus al que se montaron el primer día. —Como pueden observar, he pasado por cada uno de sus puestos haciéndoles entrega de unas ricas gomitas, a 200 pesos la unidad. Lleve las tres por 500. La dama o el caballero de buen corazón que pueda y me desee colaborar, mi Dios le ha de pagar. Que tengan un feliz viaje y que la Virgen los bendiga.
Este discurso lo escuchó atenta y lo recitó una y otra vez para aprenderlo de memoria, porque en el siguiente bus le tocaría hacerlo sola. Se armó de valor y lo recitó ante los pasajeros con las manos temblorosas y el corazón agitado. Sintió la presión de las miradas, e incluso tuvo la impresión de que algunos hablaban de ella. “Ese día no me fue muy bien, me hice 20.000 pesos”, recuerda Marcela, quien en ese momento ya tenía 14 años de edad.
Arrancó entonces su nueva vida laboral, animada por el hecho de poder aportar a los gastos de la casa y de su madre enferma. Se levantaba a las 5:00 am para ir al colegio y al medio día iniciaba su trabajo en los buses hasta las 8:00 pm, hora en que regresaba a Bello. Hacía sus tareas hasta las doce de la noche o, incluso, más allá de esa hora. Todo esto, hasta que ocurrió lo que ella califica como “un accidente de borrachera” que le cambió la vida totalmente. “Cuando cumplí 15 años estuve en una farra, me descuidé y quedé en embarazo. Eso fue en una loquera porque yo ni siquiera quería al muchacho con el que estuve”, dice.
Pese a su embarazo, continuó estudiando y trabajando. En el colegio tuvo el apoyo de algunos maestros y compañeros, y en casa contó con el respaldo de su madre. Pero, no fue fácil trabajar en los buses en tal estado: las náuseas eran pan de cada día y muchas veces debió vomitar en medio de la calle. A eso se agregaba el miedo de perder el bebé por alguna caída. También tuvo problemas con los controles médicos, toda vez que en el registro del Sisbén aparecía inscrita tanto en Manizales como en Medellín, problema que no ha podido solucionar. Le toca pagar atención particular.
A medida que su embarazo avanzaba, la dificultad para pasar por encima de la registradora de los buses fue cada vez mayor, hasta que ya no pudo más y debió retirarse del trabajo a esperar la llegada de su bebé, que nació varón y por cesárea. El padre de éste sólo la visitó dos veces, para nunca más volver.
Así, Marcela no demoró mucho en regresar a las calles a trabajar. La mayor parte de su tiempo de dieta la pasó vendiendo dulces en los buses y soportando fuertes malestares, pero al menos tenía con qué comprar la leche y los pañales de su bebé. Lo que no tuvo fue con qué pagar el costo de la clínica: quedó con una deuda de dos millones de pesos.
Otro hijo en camino
Las cosas en su casa se complicaron más cuando su hermano mayor se vio involucrado en un hurto y fue enviado al centro de reclusión de menores La Pola, en donde Marcela lo visitaba con cierta regularidad. En una de esas visitas conoció un joven interno sindicado de hurto, con quien después tuvo varios encuentros, y en uno de esos quedó de nuevo embarazada. “Pero él lo negó. Me respondió que ese niño no era suyo, que a lo mejor era de otro porque yo me mantenía en la calle”.
Una vez recobró la libertad, su hermano se fue a vivir a Manizales con su padre, por lo que ella quedó sola en Medellín a cargo de su madre enferma y su pequeño hijo. ¡Y con otro creciéndole en la barriga! Pero aún así continuó con su rutina: estudiaba, trabajaba, atendía las labores de mamá y soportaba los estragos del nuevo embarazo. Tantos esfuerzos le provocaron anemia y le deterioraron su salud. Tuvo entonces que elegir entre el trabajo y el estudio. Obviamente eligió el primero y, en junio de este año, abandonó el colegio, habiendo alcanzado apenas el séptimo grado.
Ya sin sus obligaciones académicas pudo ampliar su jornada laboral: de lunes a sábado de 9:30 am a 8:00 pm, es decir, más de diez horas en las rutas de siempre: Guayabal y Belén, pues no puede utilizar otras. En estas dos rutas trabajan 15 vendedores, cada uno con turno determinado. Respetar esos turnos es la clave de las buenas relaciones entre el grupo. “Cada ruta tiene sus dueños y meterse en un bus que no corresponde puede causarle a uno problemas y hasta agresiones”, explica.
Marcela toma los buses en el parque San Antonio y se baja en el Centro Comercial San Diego, para desde allí devolverse. Ésa es su rutina diaria. Cuenta sí con la suerte de que los conductores la tratan bien y le permiten subirse por encima de la registradora.
Se puede decir que ya es una ‘veterana’ en los gajes del oficio y diario gana entre 30.000 y 40.000 pesos que, sumados a lo que gana su hermana, mal que bien alcanza para mantener a su madre y a los hijos de ambas, para pagar el alquiler y los servicios de la casa y los pasajes. Pero hay ocasiones en que no les alcanza y deben pasar los días sin agua ni electricidad, o sin nada que comer.
Lo otro que ha comprobado es que el hecho de estar embarazada no le concede ventaja. Su estado no conmueva a los pasajeros. Muchas veces se baja del bus sin hacer una sola venta. Otras veces siente el peso de las miradas que la juzgan y la critican.
Marcela es consciente de que su trabajo no es el mejor, sobre todo en su estado de embarazo, porque los peligros son muchos y debe aguantar las inclemencias del clima y la agreste dinámica de la vida callejera. Y a eso se suma la incertidumbre porque ha oído decir que muchas rutas de buses se acabarán con la entrada en operación del sistema integrado de transporte.
“Si no vendo en las calles no sé que más podré hacer, porque sé que hasta para barrer calles piden el bachillerato y en este momento no me es posible terminarlo”, dice.
Tampoco ha tenido la atención que su embarazo requiere. Hasta ahora sólo le han hecho una revisión, una vez por urgencias. Como ya sabe que nacerá niña le ha conseguido algo de ropa y algunos implementos necesarios, pero le faltan muchas cosas todavía. Pero, pese a todo, es optimista en que va sacar adelante a sus dos pequeños, mientras sueña con una vida diferente.
“Quisiera terminar mis estudios y conseguir otro trabajo, con sueldo fijo. Pero lo que más espero es que mis hijos tengan un futuro mejor, que no pasen por lo que yo he pasado, que estudien”, dice, mientras espera la llegada de otro bus.
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Publicado originalmente por la Agencia de Información Laboral de la Escuela Nacional Sindical.
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