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Por: Ina Azafrán – julio 2 de 2009

La región del Valle del río Cimitarra, resguardada por la serranía de San Lucas, es una de las zonas más ricas de Colombia: en sus montañas hay explotación aurífera y, en la zona baja está enriquecida por yacimientos de petróleo. Por esto, ha sido atacada desde los años 70 por el narcotráfico, las multinacionales y los paramilitares. Pero la comunidad campesina ha construido una firme resistencia para defender la vida y la dignidad, en medio de una lucha por sus tierras y por evitar ser masacrados en beneficio de los intereses de las élites.

La guerra, como si de un actor desfigurado al que nadie se atreve a nombrar se tratase, ha dejado campos desolados; fosas comunes, de donde salen historias de dolor y odio, de soberbia y ansia de poder; poblaciones perdidas en el desplazamiento; una estructura social derrumbada; ríos contaminados; tierras infértiles; listas casi interminables de militares asesinos, delitos de lesa humanidad y crímenes de Estado.

Historias de impunidad y de resistencia

En la época de la Unión Patriótica (UP) se crearon comités locales en los que participaron dirigentes de esa colectividad junto con campesinos y campesinas del Nordeste Antioqueño. De estos comités surgió la idea de crear una organización que luchara por aumentar la inversión social y defendiera el derecho al territorio, los derechos humanos y el medio ambiente.

Así surgió la Coordinadora Campesina, integrada tanto por campesinos del Valle del río Cimitarra como de parte del departamento de Santander. Sin embargo, en 1987, se adelantó una ofensiva paramilitar en la región que masacró, junto con los miembros de la UP y del PCC que apoyaban este proceso, a los líderes de esa coordinadora, hecho que impidió el desarrollo de la organización.

A pesar de la desaparición de la Coordinadora, los campesinos mantuvieron el trabajo organizativo a través de las Juntas de Acción Comunal, alrededor de proyectos productivos de ganadería, agricultura y extracción de madera. Esta propuesta cobró fuerza hacia 1991 y la comunidad logró sobrevivir a la arremetida paramilitar que se sostuvo entre 1990 y 1992, y que amenazó con romper nuevamente el proceso y el tejido social que se había fortalecido.

La ofensiva paramilitar se recrudeció en 1995 y la dinámica de guerra generó desplazamientos masivos, apoderamiento del escenario político por parte de los paramilitares y el rompimiento del tejido social y de la organización. De esta manera, Asocomunal, la organización campesina construida en 1991, fue cooptada por la politiquería y el paramilitarismo.

El 28 de diciembre de 1996, los bloques paramilitares de la región incursionaron en Puerto Nuevo Ité –lugar también llamado ‘Cooperativa’ por el proceso previo que permitió el desarrollo de la economía solidaria campesina de la región– y, por primera vez, quemaron en su totalidad el caserío. Esta incursión paramilitar desplazó y separó a los campesinos, haciendo de 1997 un año de reconstrucción total, tanto del tejido social como de los procesos organizativos y del poblado.

Nuevamente, en 1998, la vereda fue objetivo de los paramilitares. Esta vez, la excusa era un operativo contraguerrilla que les permitió ‘limpiar’ el escenario para abrirse espacios propios, donde pudieran actuar con mayor comodidad. A raíz de esta nueva incursión, los campesinos se desplazaron de nuevo a Barrancabermeja, donde permanecieron 90 días. De este desplazamiento surgió, de la mano de las negociaciones de paz con las guerrillas que adelantaba el entonces presidente, Andrés Pastrana, la presentación de la propuesta de la Asociación Campesina del Valle del Río Cimitarra (ACVC) de buscarle una salida negociada al conflicto armado del país. Los puntos que se habían negociado ya con el gobierno de Samper, volvieron a ser puestos sobre la mesa y fueron ratificados.

Para 1999, la junta directiva de la ACVC estaba legalizada y el trabajo de papelería, a diez años, iniciaba con el propósito de mejorar la calidad de vida de la región y de hacer sustitución de cultivos ilícitos, labor que los campesinos desarrollaban por no quedarles otra alternativa para subsistir en medio de la guerra.

Con apoyo internacional lograron desarrollar proyectos productivos de ganado –búfalos y reses–, trabajaron para obetener condiciones de vivienda digna, consiguieron una trilladora para poder comercializar el arroz que sembraban y un trapiche para aprovechar los sembrados de caña de azúcar. Igualmente, desarrollaron proyectos de salud con brigadas de médicos internacionales que capacitaron promotores regionales y con la construcción de centros de atención básica. Durante este periodo también impulsaron múltiples talleres de derechos humanos.

Al lado del desarrollo de los proyectos productivos y de la defensa de los derechos humanos, la organización iba desarrollando el proyecto de constituir la zona de reserva campesina, a través del análisis de las leyes, el diálogo y la concientización del campesinado. La propuesta fue presentada al Incoder y aprobada, conjuntamente con el Ministerio de Agricultura, en 2002.

Sangre derramada, justicia ausente

Cuentan los campesinos de Puerto Nuevo Ité que ha sido imposible sentarse a hablar con los grupos paramilitares. Ha sido en cambio más fácil con los militares con quienes han llegado, de cierta forma, a algunos acuerdos con ciertos mandos. Sin embargo, dada la permanente violación a los derechos humanos, la confianza hacia ellos por parte de la comunidad no ha podido establecerse. A principios de mayo de este año, la Brigada Móvil XIV, del Batallón Calibío, ubicada a 100 metros del caserío, salió del territorio. Sin embargo, una semana después, otra unidad militar se estableció cruzando el río a escasos 200 metros del caserío. A este batallón se le adjudican, por lo menos, 18 ejecuciones extrajudiciales y varias violaciones sexuales a niñas campesinas.

Igualmente, durante los eventos realizados por la ACVC, los militares evitan que los campesinos de las veredas vecinas participen, señalando que son eventos patrocinados y coordinados por la insurgencia. Cinco días antes de la realización de la Acción Humanitaria por el Nordeste Antioqueño, los militares regaron rumores entre los pobladores para dar a entender que apenas se retiraran los acompañantes del territorio, las Águilas Negras –banda paramilitar que opera a nivel nacional y cuya existencia insiste en negar el gobierno– iban a ‘aterrizar’ en esta región.

Pero no sólo las amenazas, los asesinatos, el desplazamiento y las acciones armadas han sido los métodos con los que han intentado destruir a la ACVC. En 2007, seis integrantes de la junta directiva de esa asociación fueron judicializados, bajo cargos de rebelión. Hace pocos días, Miguel González Huepa fue liberado por vencimiento de términos y falta de pruebas en su contra, mientras que los campesinos siguen luchando por la libertad de Andrés Gil, el último de sus líderes presos.

En 2008 fueron asesinados Manuel Sánchez y Gilberto Arismendi. Las investigaciones frente a estos casos, así como las de los otros 16 asesinados cometidos por el Ejército en los últimos cuatro años, no se han realizado de manera satisfactoria, a pesar de que la comunidad se ofrece dispuesta a colaborar para enjuiciar a los responsables directos y realizar un proceso de verdad, justicia y reparación.

En muchas ocasiones, la Fiscalía ha sostenido que no puede iniciar una investigación por falta de garantías para sus funcionarios. Sí la Fiscalía no puede desarrollar su trabajo, ¿qué garantías se supone ofrece el Estado a las comunidades campesinas del nordeste antioqueño, del sur de Bolívar y del Magdalena Medio?

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