José Emilio Pacheco - Foto: Octavio Nava

José Emilio Pacheco - Foto: Octavio Nava

Por: Harold Alvarado Tenorio – enero 28 de 2014

Uno de los más versátiles escritores de los últimos tiempos, José Emilio Pacheco (México, 1939-2014), trabajó con varia y singular fortuna diversos géneros literarios donde combina la protesta social y un lejano cosmopolitismo, suma, quizás, de su fascinación por las culturas de la antigüedad clásica, los símbolos y rituales que han sobrevivido a la historia y la paradójica continuidad del pasado en el presente, que aprendió, sin duda, en Octavio Paz.

Nacido en la capital azteca, hizo estudios de leyes y filosofía en la Universidad Nacional Autónoma de México. Mientras estudiaba escribió teatro y editó varios periódicos, actividad que continuaría con Diálogos, la revista del Colegio de México y los suplementos culturales de Novedades y Excelsior, o La cultura en México del semanario Siempre. Colaboró en la redacción de varias antologías, entre ellas, “La poesía mexicana del siglo XIX” (1965) y “Antología del modernismo, 1824-1921” (1970). Escribió guiones para cine, colaborando con Arturo Ripstein en “El castillo de la pureza” (1972), “El santo oficio y Fox Trot” (1975). Tradujo numerosos poetas, desde los griegos de la Antología hasta Rexroth, Auden, Seferis y Kavafis, reunidos en el volumen antológico “Tarde o temprano” (2009). Algunos de sus últimos libros de poemas son “La edad de las tinieblas” (2009) y “Como la lluvia” (2009).

Pacheco consideró la poesía “no como creación eterna sino como trabajo humano, producto histórico y perecedero, susceptible de mejorarse”. Cree, además, que “nadie trabaja aislado”. El autor está en débito, como se sabe, con quienes le precedieron y con aquellos con quienes comerció y ofreció préstamos. “Reescribir –dijo– es negarse a capitular ante la avasalladora imperfección” […]

Entre otros galardones que mereció figuran el Premio Cervantes (2009), el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana (2009), el José Donoso (2001), el Octavio Paz (2003), el Pablo Neruda (2004), el Ramón López Velarde (2003), el Premio Internacional Alfonso Reyes (2004), el José Asunción Silva (1996), el Xavier Villaurrutia (1973), el García Lorca (2005) y el Premio Alfonso Reyes otorgado por El Colegio de México (2011).

Lo primero que publicó fueron narraciones, confeccionadas luego de lecturas arquetípicas y personalísimas de Quiroga o Borges. En las de “El viento distante” (1963), la engañosa simplicidad de su lenguaje permite una percepción más concreta del mundo imaginario que Pacheco opone a la absurda realidad.

Uno de esos cuentos, “Parque de diversiones”, habla de dos estudiantes cuyo comportamiento desagrada a la maestra de biología, que termina alimentando las plantas carnívoras del jardín botánico con ellos, y el beneplácito de sus compañeros de estudio. La historia comienza con una cita donde se compara la vida y la muerte con un laberinto y concluye con el proyecto de un arquitecto que construyera un parque dentro de un parque y así hasta el infinito. Las últimas frases del cuento son idénticas a las del comienzo, recordando que hemos estado en un laberinto de palabras.

Otro de ellos, “Tarde de agosto”, es un típico relato de iniciación. Un muchacho de catorce años, coleccionista de novelas de guerra, está enamorado de una prima. Su vida cotidiana es monótona: va a la escuela, almuerza en casa de un tío, regresa al hogar para cenar y se encierra a leer las aventuras bélicas. Su prima es el único ser que le hace ser: le deja escuchar sus discos, le lleva al cine. Pero una tarde de agosto del vigésimo cumpleaños de ella conoce los límites del odio y el amor. El novio la invita a pasear y él debe presenciar, luego de la fiesta de aniversario, desde el asiento trasero del coche los besos y caricias de los novios. Luego de detenerse para dar un paseo por un bosque, Julia ve una ardilla y quiere llevarla a casa. Pedro, el novio, dice que será imposible atraparla y que los guardabosques castigarán a quien lo haga. Entonces, el muchacho decide capturar el animalito, sube a un árbol y en el instante mismo que ve llegar su triunfo aparece el guardián, “prolongando así su humillación”. Al regresar quema la colección de novelas. El pasado ha sido abolido.

En su novela “Morirás lejos” (1967) una sorprendente visión de pasado y futuro se hace compleja gracias a las especulaciones sobre los sentidos de la realidad y las “cajas chinas” que utiliza como motivos. El engañoso argumento lineal –un hombre mira desde la ventana de su casa y ve a otro sentado en un parque, mientras el narrador ofrece varios desarrollos y soluciones posibles– es transformado en una serie de episodios históricos que tratan de la persecución del pueblo judío en un contrapunteo con escenas de nuestro tiempo que tienen un misterioso paralelo con la Alemania de Hitler. Obra abierta donde el lector debe sacar sus propias conclusiones, que pueden ir desde la identificación, con el sentido común, de ciertos criminales de guerra en un mundo real, hasta interpretaciones que declaran ilusorios y fantásticos los sucesos del afuera. La novela marcó una nueva etapa del creciente afán de cosmopolitismo de los narradores latinoamericanos. Nunca antes un tema de la Roma Imperial y el moderno holocausto habían sido tratados como asuntos de novela. La acción, que sucede en la mente de personajes que viven en Ciudad de México, intriga porque convierte la capital del antiguo imperio azteca en escenario de acontecimientos del Viejo Mundo. Pacheco, al final del libro, revela su intención: es “un modesto intento para colaborar en la confianza de que un gran crimen nunca volverá a repetirse”.

“Las batallas en el desierto” (1981), situada en los años cuarenta, es una memoria de sus años juveniles sobre los valores culturales vigentes entonces, tipificados en los héroes y bienes de la sociedad de consumo, y retoma los asuntos de los seis cuentos que componen “El principio del placer” (1972), cuya virtud más notoria es el juego de variaciones de la voz del narrador.

“Los elementos de la noche” (1963), su primer libro de poemas, mostró otra faceta de su talento: su maestría en el uso de formas y versificaciones. Cierta calmosa placidez dramática que cubre las turbulencias de su angustia acerca de la cíclica destrucción del mundo, de saberse caído en el sin sentido del concepto de tiempo y el espacio, imposibilitado, por la naturaleza misma del arte, para nombrar lo indecible, son las máscaras y heterónomos que rigen estos poemas íntimos y líricos donde se anuncia, además, el juego, la ironía y el humor que deciden su obra posterior.

En “Árbol entre dos muros” la vida no tiene salvación alguna, es savia acorralada, ave que pasa de la noche a la noche a través de una habitación oscura. Pero si la existencia termina siempre en la obscuridad, su fugacidad es paralela a la vida efímera de la luz.

“El reposo del fuego” (1966) es un extenso modelo de búsqueda de un equidistante fiel de la balanza, el poema, entre el fuego y el hielo que ofrece la Historia. La estructura formal, tres secciones con quince textos cada una, es opuesta al tema recurrente de un pasado, mítico o exótico, que el presente conserva en México. En un mundo eliotiano, baldío, yerto de espacios, anulado por el fluir de Heraclito, Pacheco busca –¿sin esperanza? como un estoico, ¿con convencimiento?–, un principio de permanencia donde el fuego sea carnaza del cambio pero esencia del arte.

Su libro más conocido sigue siendo “No me preguntes cómo pasa el tiempo” (1969). Aunque influenciado por el “Comment c’est” de Samuel Beckett –que tradujo en 1966–, en él Pacheco da cuerpo entero a su idea de que el tiempo, la fugacidad misma por su definitoria trasmutación, es lo que entendemos como Historia. Hecho de paráfrasis y profusión de formas, collages, variaciones que son eco de voces y miradas reconocibles, aproximaciones y traiciones a otros textos, con poemas largos y cortos, fábulas, un bestiario y haikús que desconciertan al lector viciado de vanguardismo, pero satisfacen el gusto más estrictamente postmoderno. “No me preguntes cómo pasa el tiempo” es uno de los libros definitivos de los años que cambiaron la historia del siglo e inauguraron el tercer milenio: la Plaza de las Tres Culturas, París mayo de 1968, la Primavera de Praga. Como un vates medieval, Pacheco, bricoleur mexicano, anunció en 1968 el hoy:

Un mundo se deshace / nace un mundo / las tinieblas nos cercan / pero la luz llamea / todo se quiebra y hunde / y todo brilla / cómo era lo que fue / cómo está siendo / ya todo se perdió / todo se gana / no hay esperanza hay vida y / todo es nuestro (1968, I).

Acumulación de sonoridades, momento de las grandes palabras en voz alta ante las cámaras, micrófonos, multitudes, partidos. Hora de tomar parte en la batalla. Época heroica, edad homérica en que la vileza no borra la grandeza. Página blanca, al fin, en que todo es posible: el futuro sin rostro en que el doloroso paraíso redesciende a este mundo, o bien crece el infierno, es absoluto y sube entre fragores de su inmóvil voracidad subterránea (1968, II).

Piensa en la tempestad que lluviosamente lo desordena todo en jirones: tributo para la tierra insaciable, elemental voracidad de un orbe que existe porque cambia y se transmuta. La tempestad es imagen de la guerra entre los elementos que le dan forma al mundo. La fluidez lucha contra la permanencia; lo más sólido se deshace en el aire. Piensa en la tempestad para decirte que un lapso de la historia ha terminado (1968, III).

El poeta como arqueólogo está presente en “Irás y no volverás” (1973), un estudio de fósiles en el Gran Templo azteca o de la efímera realidad de la existencia, sentida en lugares y ciudades norteamericanas. También en “Islas a la deriva” (1976) y “Desde entonces” (1980), que retoman muchos de los temas caros a Pacheco como el río de Heráclito y la civilización azteca, agregando reflexiones sobre insectos y animales que nos sumergen de nuevo en presentes caducos. El tono es ‘inteligente’, pero saltos, roturas y solecismos hacen difícil su disfrute más allá del humor que invade varios de esos textos. Uno de los epigramas habla de un poeta orgulloso de que nadie le entienda. En “Shopping Center” somos comparados, en nuestro frenesí consumista, con hormigas que mueren de saciedad, presas en la miel pantanosa del supermercado. Otro de los poemas de “Islas a la deriva”, titulado “La flecha”, reafirma la eterna convicción de que vida y obra, como quiere Kavafis en su poema “Itaca”, serán perdurables si demoramos en llegar:

No importa que la flecha no alcance el blanco / Mejor así / No capturar ninguna presa / No hacerle daño a nadie / pues lo importante / es el vuelo la trayectoria el impulso / el tramo de aire recorrido en su ascenso / la oscuridad que desaloja al clavarse / vibrante / en la extensión de la nada.

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