Por: Erasmo Magoulas – diciembre 16 de 2014
Llegaba al aeropuerto de Amsterdam, en tránsito para Madrid. Busqué el panel de Próximas Salidas. Cuando llegué a la sala de espera, ya habían otras dos personas.
Era muy temprano en Holanda y necesitaba un café. Volaba desde Toronto y la diferencia horaria me había robado una noche. Todo estaba cerrado, a excepción de la oferta de algunas máquinas expendedoras, a las que les tengo cierto reparo: o no cae ni el vaso ni el café, o cae el café y luego el vaso, lo que hace a la infusión lo suficientemente poco manipulable como para tentarse a pegarle una patada a la máquina e inmediatamente ser blanco de un par de pistolas Taser de 50.000 voltios. Los aeropuertos son el último lugar, si uno está lo suficientemente cuerdo, para ejercer la protesta contra cualquier tipo de maltrato. Renuncié al café, a pesar de tener la boca pastosa y la lengua casi pegada al paladar. Un café con leche y churros madrileños bien valen un acto de transitoria abstinencia, pensé.
Una campanilla melodiosa nos avisó que nos iban a informar algo por el sistema de altavoces: “Passagiers wordt geadviseerd LG driehonderdtwintig vlucht van KLM luchtvaartmaatschappij op weg naar de stad Jakarta, naar de gate is de M vijfentwintig”. De lo cual sólo pesqué malamente Yakarta, que en neerlandés suena algo así como ‘iakartáaa’. Después vino el mismo mensaje en inglés y, a continuación, conectaron una musiquita que nos persiguió con sus notas dormilonas hasta el embarque.
Eran dos religiosas de completo hábito negro, excepto un barbero blanco. Estaban sentadas dos hileras delante mío. No se percataron de mi llegada ni yo intenté nada extraordinario, ni siquiera inusual, para despertar su atención. Los religiosos son seres abstraídos.
Comencé a fantasear sobre la vida religiosa, sobre su cotidianidad, sobre esas cosas tontas con las que tenemos que lidiar religiosos y laicos casi constantemente: el color de esto o aquello, el tamaño de lo otro, esa mancha en la camisa que no sale con nada. A ver, por ejemplo: la ropa interior de estas hermanitas, ¿de qué color sería? ¿algún motivo en particular? ¿lunares, rayitas, floreaditos? Ojo, no se interpreten mis divagaciones como fantasías morbosas de una mente entregada incondicionalmente al sexo weird. Nadie más alejado de eso. De hecho, en más de una oportunidad pensé en la vida del claustro monacal como opción personal. En un momento me encontré pensando casi simultáneamente en la experiencia de Merton, plasmada en su libro “La montaña de los siete círculos”, y en las actuales condiciones de mi ropa interior. Pero, volviendo a las hermanitas, no sé si ustedes han notado que los hombres y mujeres de vida religiosa, digamos profesional, cargan una especie de desconexión con el mundo, con los seres y con las cosas que los rodean.
La musiquita instrumental de los aeropuertos, la llaman de relajación, versionaba horriblemente a Debussy, creo que era Claro de luna.
No podía ver sus caras, tenían sus cabezas inclinadas hacia abajo, como en un acto de contrición, y el hábito cubría también parte de sus rostros. Era difícil determinar sus edades, pero hubiera apostado que estaban entre los sesenta y setenta.
El altavoz llamó a alguien a presentarse inmediatamente en el despacho de aduanas.
Saqué de mi mochila una novela de Isaac Bashevis Singer y mi libretita de apuntes. ¿Cuántas veces me había dicho que tenía que aggiornar mis herramientas de trabajo? Lo que necesitaba era un notebook o una tablet y renunciar a esa intencionalidad apócrifa de comentar los márgenes de los libros, o a escribir notas que, cuando las preciso, nunca aparecen.
Hablaban entre las dos en un tono un poco más alto que el del susurro y, a su vez, las dos sostenían pegados a sus orejas dos sendos blackberries, con los cuales hablaban con otros dos interlocutores.
Trataba de oírles algunas palabras para descubrir cuál era el tema o los temas de conversación, pero no había caso: la distancia, los tonos de sus voces, la velocidad con que articulaban las frases entre ellas y con los blackberries frustraban mi propósito.
Me había desconcentrado de Singer, creo que iba por una reunión entre el narrador y un personaje fantástico del imaginario judío que el primero había conocido en Varsovia antes de la última guerra y que ahora se habían encontrado en un bar de Manhattan. El leitmotiv del personaje era un gran negocio que venía a concretar a Nueva York, mientras que el narrador sobrevivía como articulista de un periódico de la comunidad.
El altavoz esta vez requería la presencia de un tal Mogens Van Middlekrapp en la puerta E25. Lo requería con urgencia y, con tono amenazante, le advertía la inmediata salida de su avión.
Cada cinco minutos me volvía a perder. El murmullo incesante de las hermanitas tenía una fuerza magnética, era un elemento disruptivo. Para ponerlo en términos literarios, una digresión inaceptable. Estuve tentado de gritarles: “silencio cotorras, shssshhh cacatúas”. Y si lo hago, pensé, ¿total, qué me puede pasar? ¿me llevarían preso por disturbios al orden público? ¿habría en Holanda un fuero especial de protección a los religiosos? ¿me procesarían por asalto verbal a ciudadanos mayores de edad, con el agravante de ser figuras religiosas? Y si fueran superioras de un importante convento en Burgos, en Toledo o en Badajoz mi situación empeoraría seguramente, reflexionaba.
El salón de espera se empezó a llenar de pasajeros. Ya éramos más de veinte. Mi ilusión de cometer un acto socialmente reprochable se alejaba vertiginosamente por cada nueva cara que se sumaba al sínodo de anónimos.
Llegó un matrimonio de jubilados, vestidos casi para la playa. Seguramente transbordarían en Madrid para la Costa Brava o la del Sol. Habían llegado anteriormente tres matrimonios jóvenes, tres o cuatro parejas del mismo sexo y algunos pasajeros cuyos fines eran evidentemente los profesionales: saco, corbata y portafolios. Había dos familias numerosas, esposas atractivas, esposos indiferentes, niños sumidos en sus iPods. Un grupo de jóvenes españoles bromeaban sobre sus vacaciones en Amsterdan, mientras texteaban en sus celulares, regresando a casa.
Max había resultado un estafador –me refiero al personaje de la novela de Singer– y lo más moralmente reprobable era que había embaucado, en varios miles de dólares, a un grupo de judíos polacos sobrevivientes de Auschwitz y Treblinka. Aaron –el alter ego de Singer, articulista en un periódico judío de Nueva York, comentarista en un programa radial y prometedor escritor, a pesar de sus cuarenta y tantos años– quedó atrapado en una amistad un tanto viscosa, pero al mismo tiempo entrañable, no sólo con Max sino también con su jovencísima esposa Miriam. En realidad, la amistad de Aaron y Miriam era más de índole viscosa que entrañable.
El arte poética de Singer aumentaba la apuesta literaria de su prosa en cada página, la tensión crecía, el clímax de la novela parecía danzar elegantemente en una meseta alta sin visos de acantilados y el tono narrativo mantenía su impecable belleza. Yo quiero escribir como este tipo, pensé, y largué una carcajada. La gente a mi alrededor me miró con sospecha.
La campanita melodiosa nos alertó de la inminencia de un aviso, mientras la música relajante seguía con Debussy. La puerta de embarque D71 comenzaría a chequear a los pasajeros con asientos hasta el número veintitrés. Casi todos nos acercamos. Algunos comenzaron a formar fila. Las monjitas estaban paradas frente al mostrador e inmediatamente fueron embarcadas, junto a un par de ancianos en silla de ruedas y tres familias con niños pequeños.
Max estaba en Israel, recuperando su salud luego de una operación. Aaron le comunicó la noticia a Miriam. Miriam explotó de alegría, decidió viajar a Tel Aviv y se lo comunicó a Aaron, suplicándole que viajara con ella. Aaron estaba terminando una novela que entregaba por capítulos a su editor. Era la página 159. La marqué. Faltaban 72 para terminar Meshugah. Me regocijaba sólo en pensar que disfrutaría las cuatro tediosas horas de vuelo junto a Aaron, Miriam, y Max.
Mi asiento era el 32F, comencé a recorrer el pasillo sabiendo casi de memoria que en un Boing 737 esa ubicación corresponde al comienzo de la última cuarta parte del fuselaje. Las hermanas estaban sentadas en el 32E y D. Abrí Meshugah en la página 159 y recordé una frase de Singer: ‘el proceso creativo –y la lectura lo es– no es más que una serie de crisis’.
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