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Por: René Vázquez Díaz – febrero 22 de 2008

Hay quien dice que la cualidad más destacada de la literatura es que no sirve para nada. Como para mí la literatura no es un pasatiempo sino un asunto que pertenece a lo más importante de mi vida, quiero expresar mi gratitud por este Premio Juan Rulfo, en París, explicando brevemente para qué creo que sirve la literatura –la narrativa, la poesía– y qué han significado para mí la obra y el ejemplo de Juan Rulfo.

En este mundo plagado de violencia y de injusticias, las obras de ficción nos obligan a compararnos con el otro, con la otra y con lo otro, y a respetar o cuestionar sus actitudes. Ya sea por rechazo o identificación, la literatura desarrolla la empatía, una cualidad en vías de extinción. No todo el mundo es blanco y tiene una cuenta bancaria en este planeta. No todos sufrimos ni soñamos de igual manera ni por las mismas causas. La buena literatura desafía a quienes se niegan a pensar otros destinos humanos, y otros mundos posibles. Las imágenes visuales que nos abruman a través de la televisión, la publicidad, el cine manipulativo, etc., comunican una noción de realidad que es más directa que la de la palabra. Pero también más limitada. En su condición de signo abstracto, la palabra escrita establece vínculos profundos, fuertemente individualizados, entre los fenómenos más disímiles generando procesos mentales de una complejidad que no se limita a lo meramente visual. Sólo la palabra leída es capaz de crear una visión interior en el hombre. Las palabras-imágenes confluyen, chocan, colaboran y se transforman mutuamente en lo profundo de cada individuo, creando representaciones mentales únicas: reflejos de realidades que se transfiguran en combinaciones infinitas, y que sirven de orientación en la vida. Hay libros que, casi en contra de nuestra voluntad, llegan a erigirse en verdaderos guías ante situaciones existenciales concretas y complejas. Leyéndolos, ampliamos la noción intuitiva que tenemos de la Historia y nos capacitamos para adoptar una actitud crítica e independiente ante la realidad. Las palabras concatenadas que forman una historia bien contada, nos ayudan a entender los secretos de las relaciones humanas y entre los pueblos, las ideas y las creencias de una época y las tentaciones acomodaticias a las que estamos sometidos. Así aprendemos a juzgar, con ojo crítico, las acciones propias y las ajenas. Para José Martí, un grano de poesía sazona todo un siglo.

Yo creo en el papel de la literatura como contrapeso al flujo tremendo de lo que por comodidad llamamos información, pero que en gran parte se compone de mensajes anodinos o adoctrinadores, violencia gratuita, erotismo deshumanizado, vulgaridad embrutecedora y, en el fondo, desinformación. Para que los mensajes sean eficaces y se destaquen en el torrente de ‘información’, es preciso simplicarlos, aplanarlos y hacerlos llamativos a cualquier precio. La sobreabundancia de mensajes imaginarios –de imagen, como diría Lezama Lima– con que nos ametrallan, comunica una visión fragmentaria del ser humano y del mundo, invita al adocenamiento y genera falta de atención, embotamiento y estupidez colectiva. Es en ese caldo de cultivo donde los grandes medios globalizadores siembran la sumisión. Por el contrario, la literatura contextualiza, pone en duda, profundiza, revela y matiza. Problematizando lo que muchos consideran obvio, la buena literatura nos enseña a dudar de lo que nos ‘venden’ –por usar un verbo prostituido– como evidente.

Todas esas facultades se manifiestan de modo admirable en la obra de Juan Rulfo. Ya en mis lecturas tempranas, de niño buscapalabras en la Cuba profunda, me deslumbró tanto Pedro Páramo que durante años creí que los hombres indignos, los que llevan dentro un rencor vivo, terminan desmoronándose como si fueran un montón de piedras.

En Pedro Páramo y El llano en llamas comencé a entender la Historia de México –Patria Grande de los cubanos– como cicatriz siempre a punto de rajarse. La dificultad de comunicación entre los seres humanos, los excesos de la explotación y la barbarie, el misterioso influjo del paisaje que siempre era de otros, la soledad extrema del ser… Todo eso estaba en las palabras de Juan Rulfo, que entraban en mí como murmullos que ya nunca se apagarían. Él me hablaba de México, pero en sus páginas yo veía al mundo entero. Juan Rulfo habló de hombres indignos y de hombres indignados. Para mí, él representa la mayor dignidad que un escritor puede ostentar, y en su altiva soledad vivió y murió indignado ante las injusticias del tiempo que le tocó vivir. En su última entrevista, realizada por Victoria Azurduy y reproducida en el periódico Granma el 23 de febrero de 1986, Rulfo señaló la falta de unidad política, económica y también cultural de América Latina, y dijo: “el sueño bolivariano todavía no llegó a florecer”. Hoy, los latinoamericanos vivimos momentos que hubieran llenado de esperanza al autor de Diles que no me maten.

Al llevar el nombre de Juan Rulfo, este premio es para mí un honor y una exhortación a meditar sobre el mensaje que nos dejó otro grande de nuestra lengua española, mi compatriota Alejo Carpentier: “las palabras no caen en el vacío”. Muchas gracias.

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* Discurso de agradecimiento del ganador del Premio Juan Rulfo de Radio Francia Internacional.

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