Por: Erasmo Magoulas – febrero 7 de 2015
Estando de vacaciones en Cuba me topé con una de las obras del escritor Sergio Pitol. Mi limitado conocimiento del maestro no abarcaba más que el haberme deleitado con algunos de sus artículos sobre su pasión por la literatura, el Renacimiento del Cinquecento, sus viajes y estadías lejano de su México natal, algunos amores eternos como los jurados a Chéjov y Mann, y no mucho más. Verdaderamente muy poco para el universo pitoliano.
El encuentro se dio, como no podía ser de otra manera si hablamos de Pitol, por medio de ese puente, aun indispensable, entre el deseo de saber y la belleza del descubrir que es el libro.
El Palacio del Segundo Cabo, donde funciona el Instituto Cubano del Libro en La Habana, está en plena restauración, así que a la librería Fayad Jamís –otro mexicano, vaya coincidencia– la trasladaron a la Calle Obispo, frente a la mítica droguería Johnson, casi esquina con la calle Aguiar.
La editorial cubana Arte y Literatura estuvo muy acertada en el diseño de la tapa de “El arte de la fuga”, obra de Pitol del año 1996. “El arte de la fuga” es difícil de encasillar en un solo género, pues recorre magistralmente varios, como el ensayo literario, el testimonio, el relato de viajes, la autobiografía; donde lo real, la ficción y lo poético viven en perpetuo pacto amoroso.
Les decía de lo acertado de la tapa, pues aparece la foto de un Pitol reflexivo, mirando directamente a los ojos del potencial comprador o lector, mirada que convence hasta al más lego de que ese hombre está en la madurez más creativa de su arte literario.
El libro de casi cuatrocientas páginas tiene, para los que en Cuba manejan ‘moneda dura’ (CUC), un precio más que tentador: 20 CUP, lo que equivale a 83 centavos de dólar americano o canadiense.
El libro viajó conmigo a varios destinos de la geografía cubana.
Estando en cabo San Antonio, en la península de Guanahacabibes, el extremo occidental del archipiélago, los residentes y trabajadores del complejo Faro Roncalli y del resort Cabañas San Antonio me aseguraron que en noches de luna nueva se divisan la luces de Cancún.
Al día siguiente, frente a una playa desierta, releí en voz alta el primer ensayo literario y relato de viaje del libro, “Todo está en toda las cosas”, con el infantil empeño de los náufragos de llegar a la otra orilla, de llegar a Xalapa (Veracruz), lugar de residencia permanente de Sergio Pitol desde hace algunos años.
Era un acto de agradecimiento más que un pedido de rescate, aunque, pensándolo bien, ahora no estoy muy seguro. Pitol seguramente ha salvado a muchos mediocres marinos de sucumbir en las aguas de la escritura sin belleza, sin poesía, sin misterio y sin ese descubrimiento que nos enfrenta a un nuevo misterio.
No somos lectores modelos de un determinado escritor sola y puramente por su manejo del lenguaje, por sus recursos narrativos, en definitiva, por sólo una afinidad estéticamente literaria. Más allá de todo eso está la vida, la experiencia vital, ese nexo de múltiples canales comunicantes que nos hacen ver –al escritor y al lector– el mundo con una mirada semejante.
Eso es lo que me sucedió con Pitol o con lo que es lo mismo decir, o casi, con “El arte de la fuga”.
Su primera experiencia con Venecia me hizo recordar la mía. En las primeras cuatro páginas del primer capítulo, “Todo está en todas partes”, sentí vibrar nuevamente mi personal emoción al cruzar esa catedral modernista de mediados del siglo XIX, que es la Estación de Trenes Venecia Santa Lucía, y, parado sobre su anchísima escalinata, contemplar por primera vez el Gran Canal.
Pitol habla de “estar a un paso de la meta”, de “haber viajado durante años para transponer el umbral”, mientras desde el vaporetto vislumbra la aparición de las fachadas de los palazzos y de los templos a lo largo de esa anchísima avenida navegable.
Él había llegado a la Serenísima desde Trieste, donde, por una anomalía en el visado de su pasaporte, su estadía en Italia se hacía ilegal. De viaje a Roma decide hacer una parada en Venecia. Era muy temprano en la mañana y las primeras luces del día comenzaban a caer sobre la piazzeta. El café Florian abría sus puertas, “el legendario lugar reseñado por todos los escritores y artistas que alguna vez visitaron Venecia”. Después sería caminar frenéticamente, tratando de visitar el mayor número posible de lugares. En la Gallerie dell’ Accademia, el deslumbramiento frente a las obras de Tiziano, Tintoretto, Veronese y Carpaccio.
Desde sus recuerdos sobre la obra de Bernard Berenson “Los pintores venecianos del Renacimiento” le asomó la sentencia lapidaria del historiador: “El mayor regalo que nos han dado los venecianos es el color”; o la otra, igualmente sugestiva: “La maestría de los pintores venecianos sobre el color, es lo primero que nos atrae. La coloración de sus obras no sólo nos brinda un inmediato placer a los ojos sino que funciona como la música sobre las emociones, estimulando el pensamiento y la memoria, como la composición musical de un gran maestro”.
Dice Pitol que creyó localizar el palacio Mocenigo, “donde Byron vivió dos años de estruendosas orgías y fecunda creación”. Y el otro, donde Wagner se alojó por una temporada, el palazzo Vendramin.
En definitiva, ese lugar mágico, donde Thomas Mann, reflexionando sobre el amor y la muerte, escribió esa obra maestra que es “Muerte en Venecia” y que Luchino Visconti llevó a la pantalla grande. Mann dice en su obra: “Ésta era Venecia, la de favorecida y sospechosa belleza, esta ciudad mitad cuento de hadas y mitad trampa para turistas, en cuyo aire insalubre las artes florecieron estrepitosa y voluptuosamente, donde los compositores han sido inspirados por los tonos eróticamente adormecedores de las canciones de cuna”.
Arbit Blatas, otro de los frecuentes visitantes de Venecia y a tiempo completo enamorado de la ciudad, escribió: “Durante el invierno, Venecia es como un teatro abandonado. La función terminó, pero sus ecos aún persisten”.
“Venecia es como comerse una caja de bombones de licor, uno detrás del otro”, dijo Truman Capote.
Mann, Byron, Hemingway, Visconti, Blatas, Herzen, Capote, como tantos otros artistas, incluido Pitol, luego de ver Venecia tuvieron su “también yo he tenido mi visión”, como dice uno de los personajes de Virginia Woolf en “Al faro”.
Si encuentras un error, selecciónalo y presiona Shift + Enter o Haz clic aquí. para informarnos.