Por: Juan Diego García – mayo 4 de 2015
Aunque América Latina y el Caribe no son el objetivo prioritario de la estrategia global de Estados Unidos, sí figuran en un lugar destacado de la misma. Los acontecimientos en curso lo recuerdan y son, por cierto, muy preocupantes. No es por azar que los ataques sistemáticos se dirijan contra los gobiernos de la zona que, de una u otra forma, incomodan a Washington. En ocasiones, las agresiones son abiertas y descaradas, en otras, más sutiles pero no por ello menos letales. ¿El motivo? El de siempre: asegurar materias primas y mercados, y recuperar una hegemonía en declive.
Brasil es, sin duda, una gran preocupación para los Estados Unidos por sus dimensiones y posibilidades. Se entiende, entonces, que además de amenazar al país con bases militares y el despliegue de la cuarta flota –hasta hace poco desactivada y de pronto puesta de nuevo en funcionamiento–, Washington estuvo muy activo en las reciente elecciones para evitar un nuevo triunfo del Partido de los Trabajadores, dando abierto apoyo a los partidos de la derecha más dura. Ahora intentan desacreditar al nuevo gobierno con escándalos de corrupción para debilitarlo interna y externamente, y así tratar de recuperar influencias sobre Brasilia. Cualquier pretexto es válido y mientras se ventilan los problemas de Brasil nada se dice o se minimizan los escándalos que suceden en países aliados de Washintong, como México, Honduras o Colombia.
En Argentina el gobierno ha sido sistemáticamente atacado mediante maniobras jurídicas y el uso de los ‘fondos buitres’ que intentan estrangular financieramente al país. Ahora, un extraño suceso –la muerte aún no aclarada del fiscal Nisman– sirve al mismo propósito, pero el papel clave de la embajada gringa y los israelíes en el asunto es tan evidente que sólo cree la versión de la oposición conservadora quien necesita creerla para afianzar su estrategia e intentar ganar las próximas elecciones presidenciales.
No son menores los actos de hostilidad contra Bolivia, aunque aquí la extrema debilidad de la derecha y el amplísimo respaldo popular al gobierno de Morales les han frustrado una y otra vez sus propósitos desestabilizadores. Otro tanto sucede en Ecuador.
Pero, sin duda, la situación más dramática corresponde a Venezuela, cuyo gobierno desde que Chávez llegó al poder ha sido objeto de las formas más agresivas de intervención: sabotajes sistemáticos, golpe de Estado, campañas de desprestigio a nivel internacional, amenazas militares desde Colombia, acciones violentas de grupos de pandilleros que sistemáticamente perturban el orden público, la acción criminal de sicarios y el fomento de la inseguridad ciudadana con la ayuda de paramilitares colombianos y otros mercenarios internacionales.
En esta ocasión, Washington no teme anunciar públicamente su intención de propiciar el cambio en Venezuela, al igual que persiste en su empeño de ‘cambiar el sistema’ en Cuba, a pesar de la normalización de relaciones diplomáticas. Eso tiene un nombre en la lengua castellana: imperialismo. Así al menos lo define el autorizado diccionario de la lengua española de doña María Moliner: “extender el dominio suyo o de su país sobre otros”, una aclaración necesaria para quienes tienen reservas mentales con términos tan precisos como éste.
Todos los intentos han fracasado rotundamente y, una vez tras otra, los chavistas ganan las elecciones en forma contundente y sobre todo limpia. Sólo las necesidades de la propaganda opositora y de sus aliados externos lo desconoce y señalan a Venezuela como una especie de gran campo de concentración en donde todos los derechos ciudadanos han sido conculcados. La patria de Bolívar sería, entonces, una dictadura ‘castro chavista’ que debe ser suprimida al precio que sea –incluido el baño de sangre que, según Pinochet, era necesario de vez en cuando para ‘salvar la democracia’–. Ahora, con intensidad redoblada –¿antesala, acaso, de la intervención directa de los marines o de la OTAN y sus huestes ‘civilizadoras y promotoras de la democracia’?– y sin renunciar a los métodos anteriores se extiende al máximo la llamada ‘guerra económica’, la misma que ya ensayaron con éxito en Chile contra el gobierno de Allende y que culminó con el golpe de Estado y la dictadura.
El efecto más visible de esta guerra es la ausencia de productos básicos, especialmente apropiados para exacerbar los ánimos de la población, culpar al gobierno de todos los males y preparar así el ‘asalto final’, tal como lo propone el sr. Leopoldo López, dirigente máximo de la extrema derecha y preso en Caracas en espera de juicio. En esta guerra participa buena parte de la clase dominante, pero sobresalen los comerciantes y los especuladores de divisas: los primeros practican la conocida técnica del acaparamiento selectivo, mientras los segundos desvían las divisas concedidas para importar, en condiciones muy ventajosas, al mercado negro de los dólares e intensifican la evasión de capitales –en eso son expertos–. No menos grave es el contrabando masivo a países vecinos.
Maduro ha tomado medidas para impedir el mal uso de las divisas e intenta controlar la especulación y la escasez artificial de productos de primera necesidad. Desde Chávez hasta hoy el Producto Interno Bruto no ha disminuido, todo lo contrario, pero en las tiendas de repente falta papel higiénico –en Argentina la táctica de la derecha es hacer desaparecer de los estantes las toallas higiénicas– y no hay leche ni azúcar. Pero, ¡vaya paradoja! las industrias lácteas tienen leche suficiente para su producción y las fábricas de bebidas refrescantes no carecen de suministros adecuados de azúcar. Es una vieja táctica que juega con la ignorancia de ciertos sectores, víctimas de la manipulación que permite el monopolio mediático de la burguesía. En Chile, por ejemplo, los comerciantes acapararon el tabaco y se dijo que Allende lo estaba mandando a Cuba, país que por cierto es gran productor del mismo. Ahora, en Argentina, un productor y exportador de petróleo, se afirma que el gobierno pactó la impunidad de Irán en un atentado en Buenos Aires, ‘a cambio de petróleo’.
Venezuela tiene ya la solidaridad regional frente a la agresión estadounidense. Se han tomado medidas legales para combatir a los saboteadores y se han activado mecanismos de seguridad para controlar a los golpistas. El gobierno se atiene escrupulosamente a las normas vigentes, que no son las de un Estado socialista y que, por ende, dan muchas ventajas a la burguesía criolla. Las autoridades controlan la ira popular contra la derecha y realizan grandes esfuerzos para no caer en las provocaciones. Pero, lo más importante que el gobierno ha hecho, y a la larga lo más seguro para garantizar el proceso bolivariano, es movilizar a la población, apelar al patriotismo y a la paz, y llamar a la gente a participar activamente en el combate cívico contra quienes llevan a cabo la ‘guerra económica’ y buscan la desestabilización del país.
Se piensa que en Venezuela se puede repetir la historia de la Unidad Popular de Chile. Allí, cuando Allende llamó a los obreros a ocupar las fábricas y resistir a los golpistas, las gentes sencillas respondieron a su llamado y fueron masacradas por los militares –las famosas ‘armas cubanas en manos de los comunistas’ que denunciaba la derecha resultaron tan ciertas como las ‘armas de destrucción masiva’ de Sadam Hussein–, los mismos que una semana antes del golpe había declarado solemnemente su ‘acatamiento pleno a la legalidad institucional’, que además asesinaron a Allende y llenaron el país de muerte, instaurando la noche tenebrosa de la dictadura.
Sin embargo, en Venezuela no tiene que suceder lo mismo. Los pueblos aprenden. La derecha y sus aliados externos podrían estar jugando con fuego y en lugar de un 11 de septiembre a la chilena podrían tener en la patria de Bolívar una nueva versión de la Bahía de Cochinos y encontrar una derrota definitiva, no ya en las urnas sino en el campo de batalla.
En este contexto, escribir columnas de opinión no es suficiente, por válido y necesario que resulte. Hay que denunciar esta guerra económica contra el gobierno y el pueblo venezolanos como lo que es: una acción criminal del gobierno de los Estados Unidos y de la burguesía local. Es indispensable pronunciarse contra la injerencia externa y el imperialismo, apoyando el derecho de cada pueblo a decidir con autonomía su destino. Es un imperativo ético para quienes abogamos por la paz, el progreso y, sobre todo, por la independencia y soberanía de los pueblos.
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