"Soporte". Foto: Andrés Monroy Gómez.

Los movimientos sociales han venido exigiendo un proceso de paz en el que no sólo participen Estado y guerrillas sino que incluya a todos los actores, incluídas las organizaciones sociales, para atacar las verdaderas causas de la guerra: la pobreza y la exclusión - Foto: Andrés Monroy GómezPor: Juan Diego García – abril 8 de 2015

El gobierno colombiano asume que el orden social del país no sólo funciona en armonía con los postulados de un Estado de derecho sino que, además, está asistido de suficiente legitimidad para sustentar sus exigencias frente a los insurgentes de las FARC-EP. Estas exigencias van desde pedir la rendición de armas y el acogerse a la legalidad vigente a cambio de la generosidad de las autoridades hasta asumir en los hechos que a los guerrilleros les asisten motivos de naturaleza política y deben ser por tanto tratados como rebeldes, y no como simples delincuentes. En consecuencia, el gobierno accede a impulsar reformas que eliminarían los motivos del alzamiento armado y llevarían a éstos al abandono de las armas.

Las autoridades se mueven entre estas dos visiones del problema ciertamente antagónicas, dando énfasis a una u otra según convenga, una incoherencia que causa no pocos problemas al proceso de los diálogos de paz en La Habana y hasta podría llevarlos al fracaso –no sería la primera vez que esto ocurre–.

Por su parte, la insurgencia se justifica precisamente en la escasa o nula legitimidad del orden social vigente y, por tanto, se niega a ser sometida a una legalidad que rechaza. Aceptaría el sistema tan sólo si se llevan a cabo importantes transformaciones –una reforma agraria y otra del régimen político, como las principales– y se pone fin al terrorismo de Estado, pues así y sólo así estaría plenamente justificado el abandono de la lucha armada. Sin ver satisfechas sus reivindicaciones la insurgencia estaría traicionando sus propios postulados y, sobre todo, defraudando las esperanzas de quienes les apoyan.

En realidad, la legitimidad del orden social colombiano tiene, sin duda, enormes limitaciones y hasta podría afirmarse que carece de fundamentos sólidos para ser entendido como tal. La gran desigualdad económica, agudizada por el modelo neoliberal aplicado en las décadas recientes, sólo disminuye en las estadísticas oficiales, un drama nacional que golpea a las mayorías y que, en el caso de las gentes del campo, adquiere tintes dramáticos; la crisis del sistema político llega a niveles nunca registrados, fruto de un sistema electoral plagado de vicios y con un respaldo raquítico –la abstención ronda el 60% de forma permanente, al menos en los últimos 50 años–; las principales instituciones del aparato estatal ofrecen un espectáculo de ineficiencia y debilidad extremas como instrumentos del servicio público y una corrupción generalizada infecta al parlamento, la administración y las altas cortes de la justicia; la violencia, oficial y paramilitar, se ha convertido en la respuesta más o menos sistemática para el tratamiento de los conflictos sociales; y las Fuerzas Armadas tienen un protagonismo político igual al de los cuarteles en cualquier dictadura. En tales condiciones, ¿se puede considerar legítimo tal estado de cosas?

Instar a la insurgencia para que acate sin más la justicia vigente resulta todo un sarcasmo cuando la impunidad supera el 90% de los delitos registrados, los delincuentes de cuello blanco y las gentes ‘de bien’ –es decir, las que tienen bienes– reciben un tratamiento benévolo –cuando resultan condenados– y los militares gozan de total inmunidad por sus crímenes mientras las cárceles son descritas como un sistema de exterminio para los opositores al gobierno –los presos políticos, de conciencia y de guerra superan los diez mil casos– y como un drama humano de inconmensurables dimensiones para todos los detenidos, políticos y comunes, que padecen un hacinamiento escandaloso y carecen de los servicios más elementales, tal como lo denuncian prestantes organismos internacionales y hasta comisiones parlamentarias del mismo país.

Algunos analistas sugieren que en La Habana se debía acordar, igualmente, una reforma profunda del sistema judicial colombiano, sobre todo luego de los recientes escándalos que involucran a la Corte Suprema de Justicia en delitos de soborno y corrupción que llevan a esta institución a su mayor crisis de la historia reciente.

Si los diálogos en La Habana culminan exitosamente se habrá dado un paso decisivo para empezar a construir un orden con legitimidad. Todo indica que ya es mayoritario el apoyo ciudadano a esta iniciativa de paz del presidente Santos, mientras decrece el grupo de quienes se oponen. Por supuesto, el acuerdo no tendrá un respaldo unánime pero sí suficiente como para poder afirmar que las mayorías apoyan el proceso que se inicia tras la firma de la paz, otorgando así la indispensable legitimidad al mismo.

Luego habrá que dar a las nuevas realidades su expresión jurídica mediante un orden legal nuevo y, por supuesto, asegurar que se cumpla, pues en hacer leyes y no atenerse a ellas la clase dominante del país parece estar particularmente dotada. Éste es un riesgo considerable, otro reto más que deben asumir quienes apuestan por los caminos de la paz y la construcción de un orden con legitimidad.

La insurgencia pide que este proceso se refrende acudiendo al constituyente primario, dando al país una nueva Carta Magna. El gobierno prefiere un simple referendo. A la propuesta de la insurgencia se unen ya algunas voces del mismo sistema, mientras otros prefieren el referendo sugiriendo que aún no hay condiciones adecuadas para llamar a una Asamblea Nacional Constituyente y que el mecanismo de la consulta directa a la ciudadanía es suficiente y evita los riesgos de un proceso de debate envenenado por las fuerzas de la extrema derecha, con resultados que pueden ser inclusive contraproducentes. En manos del presidente está tomar la decisión.

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