Por: Rosalba Moreno M. – julio 2 de 2009
“Alta es la noche y Morazán vigila.
¿Es hoy, ayer, mañana? Tú lo sabes […]
Hermanos, amanece. (Y Morazán vigila)”
– Pablo Neruda
¿Es hoy, ayer, mañana? Pregunta el poeta chileno Pablo Neruda en su homenaje al héroe hondureño Francisco Morazán, apóstol de la unidad centroamericana. Oportuna sigue siendo la pregunta ante los titulares periodísticos que al mundo vuelan estos días, desde el centro y el sur de América: golpe de estado en Honduras, avance de la derecha en las elecciones de Argentina y Uruguay, anuncio del aumento de la presencia militar norteamericana en Colombia. Titulares que, inevitablemente, traen al recuerdo años de crueles dictaduras militares bajo las que se torturó, asesinó, desapareció y condenó al hambre y a la miseria a millones de latinoamericanos, cuyos herederos sobreviven hoy entre hambre, miseria y terror.
¿Es hoy, ayer, mañana? Se preguntan los hombres y mujeres hondureños que ven como, igual que ayer, con fusiles y tanques se responde ante el más tibio intento de reforma que ponga en peligro los intereses de las compañías extranjeras, el gobierno norteamericano y los terratenientes, militares y políticos hondureños.
De muy atrás la historia viene. Antes aún de la declaración de independencia centroamericana, el 15 de septiembre de 1821, Estados Unidos e Inglaterra intensificaron sus esfuerzos para impedir la materialización de la Patria Grande centroamericana que soñaba Francisco Morazán. Igual que sucedió en el sur con la Gran Colombia, la rota unidad de la fracasada Confederación Centroamericana dejó como saldo cinco pequeñas naciones enfrentadas entre sí y sometidas, desde 1823, a las dictados de la Doctrina Monroe, implantando, a sangre y fuego y al grito de “América para los americanos”, el dominio norteamericano sobre Centroamérica.
Así, en 1855, operando a nombre de los banqueros Morgan y Garrison, William Walker invade Nicaragua, El Salvador, Honduras y se declara presidente de cada uno de estos países anunciando, además, la restauración de la esclavitud en los territorios bajo su ocupación. La rebelión se extendió por toda Centroamérica logrando, cinco años más tarde, en 1860 en Trujillo (Honduras), la derrota y fusilamiento del mercenario que pretendió anexar a Estados Unidas las repúblicas centroamericanas.
1907, 1910, 1911, 1912 y 1924 son sólo algunas de las fechas en las que, “para proteger vidas e intereses americanos”, 94 tropas norteamericanas acamparon en territorio hondureño. La invasión de 1910 fue financiada por Sam Zemurray que contrató mercenarios destinados a combatir, en una de las tantas guerras civiles, al lado de quien al ser presidente de la república haría entrega de enormes extensiones de tierra destinadas a las compañías bananeras.
Fueron esas mismas compañías bananeras las que instalaron en 1933, por 15 años, como presidente de la república, al asesino militar Tiburcio Carías, uno de los más crueles dictadores de la historia latinoamericana. Pretendían con ello evitar, mediante el terror, que sobre Honduras soplasen los vientos de rebelión avivados por Farabundo Martí, en El Salvador, y Augusto César Sandino, en Nicaragua.
Cortos han sido en Honduras los periodos en que los civiles han ocupado el sillón presidencial. Y siempre, cada intento de cambio, por más tibio que fuese, trajo como consecuencia otra intervención norteamericana, el derrocamiento del que osó algo cambiar, la subida al sillón presidencial de los militares, las calles de sangre manchadas, las celdas y los calabozos repletos.
Muchas han sido las veces en las que el territorio de Honduras ha sido usado como base de operaciones dirigidas a “proteger vidas e intereses norteamericanos” en territorios vecinos. Desde Honduras salieron aviones y embarcaciones que bombardearon Guatemala, en 1956, y República Dominicana, en 1965, provocando muerte y destrucción. Desde Honduras salieron aviones, mercenarios y embarcaciones que en Playa Girón conocieron la derrota a manos del pueblo cubano. Desde Honduras salieron, en los 80, las tropas mercenarias que actuaron en contra del pueblo nicaragüense.
Acorde con la entonces dominante Doctrina de Seguridad Nacional, Centroamérica y Honduras sufren, durante los 70, la imposición de regímenes de terror que pretenden acrecentar las ya enormes ganancias de las compañías bananeras norteamericanas y los terratenientes hondureños, gracias a las altas tasas de desempleo, el creciente empobrecimiento de las mayorías y el silenciamiento de cualquier intento de protesta popular.
Inútil empeño. En campos y ciudades de El Salvador, Guatemala, Nicaragua, a fines de los 70, se acrecienta la resistencia armada popular. Los 112.492km2 del territorio hondureño sirven de refugio a combatientes y pobladores que, cruzando fronteras, tejen clandestinamente la unidad que soñara Morazán y acercan la Patria Grande, digna y soberana por la que él muriera fusilado en 1842.
La victoria armada del pueblo nicaragüense en contra de la dictadura militar de Anastasio Somoza no hubiese sido posible sin la solidaridad del pueblo hondureño. Esa victoria popular, que llenó de esperanzas a un continente entero, presagiaba la derrota de la Doctrina de Seguridad Nacional y abría el camino a la nueva modalidad de guerra impuesta desde Washington: la Guerra de Baja Intensidad.
Diseñada para desgastar y desangrar al enemigo, no para ganar, la Guerra de Baja Intensidad tiene como componente principal las operaciones psicológicas que ponen en el centro de su accionar a la población civil sobre la que, mediante el uso de mercenarios, informantes, grupos paramilitares y escuadrones de la muerte, se ejecutan acciones que sembrando el terror pretenden aplastar cualquier oposición dirigida a construir un modelo económico y político justo. Su marco ideológico se basa en la exportación de la contrarrevolución, mediante apoyo a los llamados ‘paladines de la libertad’, destinados a lo largo del mundo a revertir o evitar ‘los síntomas de infección comunista que están en todas partes’.
Complementando el accionar terrorista, la Guerra de Baja Intensidad incluye un importante componente político con el que busca legitimar el aparato estatal, introduciendo un maquillaje democrático gracias al cual, en 1981, un civil es elegido presidente de Honduras y una nueva Constitución es aprobada en 1982. Destinada a servir como marco jurídico para la imposición de bases militares norteamericanas y para garantizar el uso del territorio hondureño por militares argentinos, norteamericanos e israelíes, encargados de organizar, entrenar y dirigir el accionar criminal de los asesinos exguardias somocistas, la Constitución de 1982 permitió también torturas, desaparición y muerte de miles de hondureños y garantizó impunidad total para los crímenes cometidos en el intento de aplastar la revolución triunfante en la vecina Nicaragua y los avances de la lucha popular en El Salvador, Guatemala y Colombia.
El golpe del pasado 28 de junio expresa la decisión de impedir cambio alguno en esa Constitución, puesta en marcha por un presidente títere tras el que gobernaba una Junta Militar Secreta que, a su vez, obedecía órdenes de las tropas norteamericanas asentadas en el territorio hondureño, desde donde los norteamericanos lanzaron la cruenta ofensiva que costó la vida a más de 250.000 centroamericanos a los que es necesario sumar los miles de asesinados en Colombia. Y es necesario sumarlos porque fue en territorio hondureño donde se forjaron alianzas criminales gracias a las cuales cocaína y armas, narcotraficantes, militares y paramilitares, unidos en la ‘lucha contra el comunismo’, abrieron el camino que haría posible el indetenible baño de sangre dirigido a frenar el avance de la lucha popular en la puerta de entrada al sur de América.
Defendiendo la constitución del 82 busca, también, el golpe militar contra el gobierno de Zelaya garantizar la impunidad gracias a la cual no hay un solo militar hondureño preso por los innumerables crímenes cometidos contra su pueblo y los pueblos vecinos, bajo el pretexto, otra vez, de la ‘lucha contra el comunismo’.
“Alta es la noche y Morazán vigila”, dice el poeta. Y Morazán vigila insomne porque, al fin de cuentas, lo que finalmente se proponen los fusiles y cañones que apuntan hoy contra el desarmado pueblo hondureño es debilitar la integración latinoamericana, asesinando con ello, una vez más, el sueño de unidad truncado tantas veces y tantas otras renacido en las luchas de nuestros pueblos.
No hay duda: Morazán vigila. Hoy, como ayer, marcha al lado de su pueblo, enfrentando a mano limpia y pecho descubierto la furia asesina que hacia atrás la historia pretende hacer marchar. Morazán vigila en ciudades, pueblos y campos hondureños, en los que, sobre el terror, la desinformación y el engaño, se mantiene viva la rebelde herencia del cacique Lempira, en las voces de hombres y mujeres que luchan por vida, justicia, dignidad y paz, no sólo para Honduras sino para todo el continente.
Por eso, Morazán vigila y su mirada recorre campos y ciudades del centro y sur de América, con la ilusión de ver crecer la solidaridad del pueblo latinoamericano, única fuerza capaz de derrotar el plan puesto en marcha por tenebrosas fuerzas económicas y políticas que, hoy como ayer, pretenden continuar a sangre y fuego el saqueo inmisericorde de nuestras riquezas.
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