Septiembre 7 de 2015
Resulta inaceptable que cualquier gobierno utilice la xenofobia como método para ganarse apoyos sociales con el fin de lograr determinados fines políticos. Los pueblos de Colombia y Venezuela debemos exigir a los respectivos gobiernos que se reúnan de forma urgente a solucionar la actual crisis por la vía de reforzar y actualizar los acuerdos binacionales contra la criminalidad y la pobreza en las zonas de frontera.
En este sentido, es tan condenable el espectáculo montado por el gobierno venezolano con la deportación de más de un millar de colombianos y el retorno de un número mucho mayor que residía ilegalmente en el estado Táchira del vecino país con miras a las elecciones de diciembre como que la extrema derecha colombiana pretenda usar el episodio como una forma de posicionarse, presionar al gobierno de Santos para asumir una actitud agresiva contra la hermana república y continuar con su campaña de desestabilización del gobierno de Nicolás Maduro.
La natural indignación ante las deportaciones masivas de nuestros connacionales debe mover a todos los colombianos a la solidaridad con estas personas, pero debemos ser conscientes de que fuerzas muy poderosas buscan capitalizar nuestro descontento para posibilitar una agresión militar a Venezuela o para acabar con los diálogos de paz de los que ese país ha sido garante fundamental, situación que en ningún caso ayuda a dignificar a los compatriotas afectados ni a los más de cinco millones que, según Caracas, residen actualmente en la hermana república.
Quienes hoy sufren el drama de la deportación y el retorno viven una triple victimización: en primer lugar, la determinada por la pobreza y el desplazamiento en Colombia, que les ha forzado a migrar a Venezuela para buscar oportunidades; en segundo lugar, la de un paramilitarismo exportado hacia Venezuela como parte de una estrategia de expansión territorial de la extrema derecha colombiana y de una criminalidad que ve en la condición de vulnerabilidad de estas personas una excelente oportunidad para obtener mano de obra barata y fácilmente prescindible para sus empresas delictivas, que van desde el contrabando de alimentos hasta el narcotráfico y la especulación de divisas; y, por último, la de la persecución que sufren en su condición de indocumentados en otro país, situación que comparten con millones de colombianos que se rebuscan la vida por el mundo y sobre los cuales los grandes medios de comunicación callan.
Es inaceptable que se trate de obligar al país al olvido sobre la situación que viven los colombianos de ambos lados de la frontera tras un discurso manipulador y que trata de mover a los espectadores a la lástima, repitiendo sin cesar las mismas palabras y las mismas imágenes a través de los medios de comunicación de los grandes monopolios colombianos y pretendiendo que sólo causen rabia las agresiones que sufren los pobres por parte de otro Estado, mientras la Policía Nacional de Colombia golpeaba a decenas de hombres, mujeres y niños, y quemaba sus casas en un operativo de desalojo en cercanías de Cali sin que el asunto haya merecido el más mínimo cubrimiento de parte de las empresas dueñas del negocio de la información.
El mensaje es maniqueo y engañoso, pues se pretende que nos olvidemos de que las injusticias son inaceptables en cualquier parte del mundo y no sólo en Venezuela, donde está situada la atención en una clara maniobra para que la opinión pública colombiana no se cuestione sobre lo que ocurre en su propio territorio y empiece a tomar fuerza la idea de que requerimos de un ‘padre protector’ que nos defienda de las ‘agresiones’ venidas de Caracas o, peor aún, que necesitamos del regreso del fascista Uribe al poder para tener contentos a los poderosos dueños del país y ‘tener a raya’ a los vecinos.
Durante más de medio siglo, el contrabando ha propiciado una economía informal del rebusque en la frontera con Venezuela de la que viven, de una parte, miles de pobres de ambos países que corren los riesgos y ponen su mano de obra; y, de otra, un minúsculo grupo de criminales y empresarios que se quedan con las gigantescas ganancias de este comercio ilegal de mercancías de todo tipo, incluyendo, por supuesto, las relacionadas con el narcotráfico.
En los últimos años, esta actividad ha visto multiplicados sus beneficios por la política de subsidios a los productos de primera necesidad para los más pobres que practica la Revolución Bolivariana iniciada por Hugo Chávez, puesto que ha resultado muy rentable para los grandes contrabandistas adquirir grandes cantidades de estas mercancías a bajos precios en Venezuela y venderlas en Colombia multiplicando varias veces su valor, llegando incluso a introducirlas, usando diversas artimañas, en el comercio formal y hasta en las llamadas ‘grandes superficies’. Basta para esto decir que un galón de gasolina cuesta menos de $100 y que por una libra de arroz piden $150 del otro lado de la frontera, mientras que en Bogotá estos productos cuestan $8.200 y $1.500, dejando en manos de los criminales e intermediarios comerciales las ganancias correspondientes a multiplicar sus valores 82 y 10 veces, respectivamente.
Sin embargo, esto no puede justificar que la canciller, María Ángela Holguín, asuma que el problema es de Venezuela y justifique la constante política de vista gorda al contrabando que reina en el lado colombiano de la frontera desde hace décadas y de la que se han beneficiado históricamente hasta determinados sectores las élites económicas. En un discurso del pasado 4 de septiembre, la ministra Holguín, en una actitud de intromisión arrogante en los asuntos del vecino país, dijo al gobierno de Maduro que “mientras ustedes sigan subsidiando los productos es muy difícil que podamos hacer algo en la lucha contra el contrabando. Que subsidien a los pobres, pero no a los productos”, olvidando que cada país debe definir de forma autónoma las formas en las que lucha contra la pobreza y que la política de entregar pequeñas ayudas a ciertos pobres focalizados que han practicado los últimos gobiernos en nuestro país sólo ha servido para hacer crecer las clientelas políticas en las regiones, pero no para resolver los graves problemas del cuarto país más desigual del mundo.
De otra parte, el paramilitarismo no sólo se ha venido asegurando, a sangre y fuego, un papel predominante en el contrabando sino que controla importantes redes comerciales por los extensos dominios de estos grupos criminales de extrema derecha en La Guajira, Cesar, Norte de Santander, Vichada y Guaviare, con las cuales no sólo han venido fortaleciendo sus aparatos militares para agredir a la hermana república sino profundizando su hegemonía en la exportación de cocaína por la frontera hacia las costas venezolanas y brasileras, y de allí a África occidental y Europa.
En este sentido, no resulta sorprendente ni novedoso el ataque que el 19 de agosto dejó heridos a tres militares y un civil venezolanos cerca de la frontera durante un operativo contra el contrabando, y que disparó la actual crisis binacional con la declaratoria del estado de emergencia en varios municipios del estado Táchira por parte de Maduro y la subsecuente deportación de más de un millar de colombianos. Los actos criminales de los paramilitares y sus aliados en territorio venezolano se han convertido en una constante al menos desde 2008 y abarcan desde el control de economías ilegales hasta ataques directos al movimiento social en Venezuela, como el asesinato del diputado Robert Serra y su compañera María Herrera, el 1 de octubre de 2014, sobre el que el canciller de vecino país señaló recientemente que sus “homicidas estaban ligados al paramilitarismo y a políticos de la ultraderecha colombiana”, haciendo referencia al exconcejal cucuteño Julio Vélez, a quien las autoridades en Caracas señalaron como autor intelectual del crimen, luego de la extradición desde Bogotá de Leiver Padilla Mendoza alias ‘Colombia’, el autor material.
No obstante, para el caso de Venezuela es necesario recordarle a Maduro que el cierre de la frontera y la declaración del estado de excepción no resuelve en nada esta situación, toda vez que el paramilitarismo no podría ejercer control territorial y social sobre determinados puntos de la frontera ni el contrabando de mercancías y divisas, con el que los criminales establecen el precio del Bolívar a su antojo en Cúcuta, llegaría a desestabilizar la economía de su país sin la connivencia de agentes estatales en todos los niveles, especialmente entre la Guardia Nacional Bolivariana, asunto que debe ser de primera importancia en una política de lucha contra la corrupción que se convierte en el punto más sensible del proceso revolucionario de Venezuela y que hoy pone en juego la continuidad de la construcción socialista en ese país.
Adicionalmente, Maduro y todos los funcionarios de su gobierno deben tener bien claro que ningún gobierno que se precie de revolucionario ha logrado nada con medidas de castigos colectivos contra un pueblo para supuestamente perseguir a unos criminales y que las deportaciones masivas han sido totalmente contraproducentes para cualquier país que intenta realizar transformaciones sociales, pues terminan despertando las peores pasiones y sectarismos entre los pueblos, demoliendo lo poco que se ha construido con mucho esfuerzo para liberar precisamente a los más pobres entre los pobres.
Sin embargo, no puede negarse que Venezuela ha sido extremadamente hospitalaria con relación a los colombianos que viven allí: de los 5,6 millones de nuestros paisanos que, según calcula Caracas, viven actualmente en la hermana república, 175.000 han recibido casas de la Misión Vivienda y, desde 2003, 5.991 han recibido reconocimiento como refugiados y la ayuda humanitaria correspondiente, aunque Acnur ha señalado un importante subregistro, entre otros motivos, por el temor que representa para los desplazados la presencia paramilitar en la frontera.
Si Maduro desea ser consecuente con los ideales que le granjean el apoyo popular en toda América Latina, debe romper esta dicotomía entre la congruente posición de solidaridad con Colombia que ha tenido Venezuela desde que inició, en 1999, la Revolución Bolivariana y la actual ola de xenofobia aprovechada por algunos políticos –basta oír a Diosdado Cabello insinuando que ya se les dio suficiente– para sacar de la tumba ese sentimiento anticolombiano que los partidos tradicionales de los poderosos –Adeco y Copei– exaltaron durante décadas para abaratar la mano de obra del importante contingente de nuestros trabajadores que siempre han buscado suerte en la industria de ese país y así, además de crear un ‘enemigo’ en torno al cual unir a los venezolanos, hacer bajar los salarios y empobrecer más a los más pobres, justamente quienes se han dignificado en estos 16 años de cambios.
Para los pueblos de ambos países, éstos son momentos de actuar con serenidad, de dejar atrás los apasionamientos y de acabar con la tolerancia, o la deshonesta justificación, de las actitudes xenófobas. La máxima prioridad es exigir a los dos gobiernos una reunión urgente entre Santos y Maduro, que ya se ha anunciado puede darse en Montevideo, para redefinir la política binacional respecto a la frontera compartida, de manera que desde Colombia no sigamos exportando nuestros problemas internos a Venezuela y que en el vecino país se dé un trato digno a nuestros compatriotas, en medio de la hermandad que debe reinar entre ambas naciones.
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