Acto de dejación defnitiva de armas. Foto: Efraín Herrera, presidencia.
La alegría por la dejación de armas de las FARC-EP se encuentra empañada por los incumplimientos del Estado colombiano frente a los acuerdos de paz.
Acto de dejación defnitiva de armas. Foto: Efraín Herrera, presidencia.
Acto de dejación defnitiva de armas. Foto: Efraín Herrera, presidencia.

Junio 30 de 2017

Como se esperaba, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC-EP) completaron su desarme bajo la supervisión de la ONU y, después de 53 años de lucha armada, comienzan el camino para convertirse en un partido político sin armas. Sin embargo, la esperanza que debiera suscitar la dejación de armas se encuentra empañada, pues los incumplimientos del Estado colombiano frente a la implementación de los acuerdos de paz representan un gran obstáculo para el futuro del país.

No es para menos. Desde la firma del acuerdo final, el 12 de noviembre pasado, el Gobierno Nacional ha demostrado muy poco interés por respetar la palabra empeñada y cumplir con la totalidad de lo acordado durante más de cuatro años de negociaciones en La Habana (Cuba). Esto se ha mostrado claramente, en primer lugar, cuando el Ejecutivo ha hecho bastante poco por preservar lo pactado  luego de los resultados del plebiscito del 2 de octubre, lo cual no solo condujo a una veloz renegociación de lo firmado inicialmente en Cartagena sino a que un Congreso profundamente imbuido por la corrupción siga diseccionando a su antojo los acuerdos, saboteando el llamado fast track y definiendo leyes que no son ni la sombra de las medidas definidas en la mesa de negociación y que en muy poco afectan las conveniencias de los dueños del país.

En segundo lugar, el Estado ha incumplido cuando no se respeta la medida más básica de todos los procesos de paz en el mundo: la salida de las cárceles de los insurgentes que se encuentran cautivos a través de amnistías e indultos para los delitos políticos y los conexos a estos. Según la Coalición Larga Vida a las Mariposas, de 3.400 personas privadas de la libertad que las FARC-EP convalidan como integrantes de esa organización, solo han sido liberadas apenas 832 y 900 no han sido ni siquiera reconocidas por el gobierno como insurgentes. A esto se le suman los mezquinos retrasos que determinados funcionarios judiciales han impuesto a los procesos y a las libertades a las que los excombatientes tienen derecho, lo que ha provocado la actual huelga de hambre de más de 1.400 prisioneros políticos a la que se ha sumado desde la libertad ‘Jesús Santrich’, o Seusis Pausivas Hernández, comandante del Bloque Caribe de la antigua guerrilla y uno de sus negociadores en La Habana.

En tercer término, las garantías que el Estado debe ofrecer a los excombatientes han sido al menos insuficientes cuando varios miembros de las FARC-EP o sus familiares han sido asesinados mientras los primeros se dirigían a las zonas de concentración acordadas para su paso a la vida civil, y cuando una gran parte de los líderes sociales que han sido víctimas de homicidio desde la firma de los acuerdos han sido, precisamente, dirigentes campesinos de comunidades cercanas a estos territorios.

Adicionalmente, en las zonas que anteriormente controlaban las FARC el Estado no ha logrado que su presencia -casi que puramente militar- evite la depredación de los ecosistemas por parte de terratenientes y empresas petroleras y mineras de todos los pelambres, a la vez que se dispara la presencia de la delincuencia común, la mafia y los grupos paramilitares y sus acciones contra los civiles para establecer control social mediante el miedo.

Mientras el Estado sigue incumpliendo, las FARC-EP, descalificadas de forma continua y metódica por los grandes medios monopólicos, han hecho honor a su palabra y llevado a cabo todo lo que les correspondía en los acuerdos: se concentraron en las zonas acordadas a pesar de que estas no cumplían con los requerimientos mínimos para alojar a las personas que iniciaban su tránsito a la vida civil, mantuvieron el cese al fuego y su disciplina interna, supieron manejar las provocaciones de algunos miembros de la Fuerza Pública en los múltiples incidentes que se presentaron -como intentos de empadronamiento y retenciones arbitrarias-, desarrollaron mecanismos para el desarme de los milicianos y, finalmente, entregaron todas sus armas a la ONU en uno de los procesos más destacados de la historia reciente, según el propio ente internacional.

Eso nos recuerda que un acuerdo es exitoso en la medida que las dos partes se comprometan y resulta evidente que el acuerdo carece de compromiso por parte de una: el Estado. Esto resulta muy preocupante por lo que puede ocurrir si se repiten experiencias trágicas del pasado en Colombia y Centroamérica. A los excombatientes, ahora desarmados, no solo se les incumple la palabra empeñada sino que se les persigue y asesina para impedir su participación en la definición del rumbo del país.

Colombia no puede pasar por alto la evidente falta de voluntad de unas instituciones y una Fuerza Pública que siguen teniendo en la médula la doctrina del enemigo interno, que siguen guardando estrechas relaciones con un reestructurado paramilitarismo que parece actuar sin obstáculo en buena parte del país. Es claro que el Estado no están demostrando mayor disposición para defender los derechos de quienes han abandonado las armas y empiezan a asumir la vida civil y la ruta de los cambios a través de su transformación en partido legal. Este no es un asunto menor, menos de cara al fin del gobierno Santos y la posible sucesión en el Ejecutivo por un mandatario que muy posiblemente provenga de una derecha más retardataria. De materializarse tal posibilidad, habrían palos en la rueda a los elementos básicos de lo pactado en La Habana, lo que entorpecería las negociaciones con el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y haría inviable cualquier solución no militar a la confrontación con otras organizaciones como el Ejército Popular de Liberación (EPL).

Indudablemente, las adversidades que enfrentamos los colombianos, especialmente quienes le apuestan a una paz con dignidad, son inmensas, pero no necesariamente son nuestro destino. Para pesar de quienes han saboteado la implementación de los acuerdos, el desarme es un triunfo de todos las personas que han luchado por defender la negociación política como vía para construir un país sin confrontación armada y este hecho abre la puerta para que más de 12.000 personas puedan apostarle a una vida sin violencia armada y por transformar el país en las calles, sumándose a millones que, hayan compartido o no la visión de su organización, les han demostrado su solidaridad con un continuado apoyo al proceso de paz.

Hoy, los colombianos debemos recibir con esperanza a quienes han decidido abandonar las armas pero no la rebeldía. Además de haber demostrado su seriedad ante el país, es mucho lo que tienen por aportar, desde unas practicas políticas opuestas a las del corrupto Estado colombiano, a la transformación de Colombia en un país digno para las mayorías.

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