Por: Juan Diego García – noviembre 22 de 2015
Son muchos los aspectos positivos que generan optimismo acerca de un desenlace feliz en los diálogos entre el gobierno colombiano y las FARC-EP en La Habana, pero no son pocos ni menores los factores negativos, de suerte que el proceso oscila entre grandes anuncios de inminente arreglo final y negros nubarrones que presagian lo peor: el rompimiento definitivo.
Al gobierno de Santos le favorece, sin duda, el amplio respaldo internacional, que incluye por primera vez un compromiso de Obama. Es conveniente subrayar que este compromiso del presidente estadounidense no debe extenderse necesariamente a los principales centros de poder en los Estados Unidos, en particular los grupos más vinculados a la extrema derecha y al complejo militar e industrial.
A Santos, por su parte, le favorece y mucho la sonada derrota electoral de su propia extrema derecha, la representada en Uribe Vélez, en las recientes elecciones municipales y la consolidación de los apoyos parlamentarios que garantizarían a Santos un margen holgado para adelantar mecanismos de refrendación de los acuerdos con la guerrilla y, hasta cierto punto, no tener demasiados problemas en su aplicación.
El tenue cambio en el discurso oficial y su repercusión en los medios de información –desde siempre verdaderos centros de agitación contra cualquier asomo de arreglo con la insurgencia y entusiastas voceros de la extrema derecha– ha ido restando el nivel de histeria anticomunista que el sistema ha propalado sistemáticamente y que sólo contribuye a dificultar el cambio del discurso. Todo empieza cuando el gobierno reconoce que hay un conflicto y acepta de hecho a la insurgencia como un actor político, a contracorriente de todo lo afirmado hasta entonces.
El asunto se torna más complejo cuando, obligado por las circunstancias, el gobierno hace públicos los acuerdos iniciales sobre la cuestión agraria y la reforma del sistema político: ninguno de aquellos contradice la naturaleza capitalista del sistema y, por el contrario, sí le otorgan visos evidentes de modernidad y democracia. Santos puede ahora ir a Cuba y estrechar la mano al jefe de la guerrilla sin que se produzca una reacción histérica de la opinión pública. Sola, la extrema derecha se rasga las vestiduras.
Pero hay algunos factores frente a los cuales Santos no parece tenerlas todas consigo.
En primer lugar está la persistencia de la guerra sucia que, si bien no tiene aún los niveles de otras épocas, sí es de suficiente entidad como para hacer dudar a los insurgentes sobre su paso a la legalidad en unas condiciones como las actuales, en las cuales diversas formas de terrorismo afectan de lleno a colectividades –sobre todo rurales–, personalidades del activismo social, sindicalistas y dirigentes de movimientos populares. Nada de esto sería posible sin una buena dosis de tolerancia de las autoridades, de tal manera que resulta legítimo preguntarse si el gobierno no quiere o si en realidad no puede desmantelar el paramilitarismo que señorea en tantos lugares, a juzgar por las denuncias y por el conteo de muertes, desplazamientos, amenazas y tras formas de terror.
El recrudecimiento de la guerra sucia remite a otra pregunta central: ¿qué tan firme es el compromiso de los militares con el proceso de paz? Oficialmente, los cuarteles apoyan al presidente Santos, pero no parece que ese apoyo anule o al menos disminuya la actividad criminal de los paramilitares. Si los militares quieren, pueden desmantelar radicalmente los grupos armados de la extrema derecha. Otra cosa será terminar con su entramado civil, económico e institucional, una tarea de largo plazo. Por el momento, bastaría con terminar con la amenaza de los grupos armados de la extrema derecha contra los opositores sociales y políticos. Sería una señal muy tranquilizante para los insurgentes que están dispuesto a dejar las armas y pasar a la legalidad.
Un segundo factor que introduce dudas acerca de las posibilidades reales de este proceso de paz es la disposición real de los empresarios –en buena medida, de la clase dominante del país–, a juzgar por su reciente manifiesto sobre el proceso de paz, supuestamente en favor del mismo pero cargado de tantos condicionantes y prevenciones que más parece un regalo envenenado que un respaldo sincero a Santos. Más allá de algunas consideraciones de aparente candidez, como afirmar que el proceso de paz tiene orígenes ‘humanitarios’ y de entender al sistema colombiano como una ‘democracia ejemplar’, los voceros del gran capital nacional se convierten en defensores a ultranza, precisamente, del grupo menos moderno y más vinculado a la violencia en las zonas rurales: los terratenientes, que tampoco son el sector más numeroso de la clase dominante del país. Su defensa de los inversores extranjeros, sin que éstos lo hayan solicitado, agrega una nota un tanto penosa a ese comunicado de ‘respaldo’.
Estos y otros factores similares son sólo expresión de la debilidad del entramado institucional de este país. No solamente el Estado es premoderno en tantos aspectos sino que su clase dominante se ha caracterizado siempre por faltar a su palabra, por practicar un cinismo y una desfachatez sin límites. Es comprensible, entonces, que existan dudas muy fundadas sobre el valor de la palabra dada por el gobierno. Ya es una tradición en este país andino tanto la solemnidad y contundencia de las promesas oficiales como el incumplimiento de las mismas. Y esto es de particular relevancia sobre todo en lo que se refiere a los pactos con los grupos insurgentes, dadas las experiencias de la historia más reciente del país: o claudican y terminan insertados en el sistema a cambio de dádivas menores o deben esperar alguna forma de exterminio físico. Que este proceso de paz culmine de otra manera es el gran desafío que tiene el sistema, el gran reto que Santos debe afrontar si desea realmente ser considerado por esta y las futuras generaciones como ‘el presidente de la paz’.
Dadas las enormes limitaciones de la participación política y social en este país, resulta complicado saber con exactitud el grado de apoyo de las mayorías al proceso de paz. Sin embargo, sí es posible percibir que apoyan ampliamente los sectores rurales, en especial los campesinos pobres. También se manifiestan en favor colectivos significativos del movimiento obrero, muy diezmado por la guerra sucia pero con cierto vigor en las grandes empresas y el sector público, y personalidades y grupos importantes del mundo académico, la educación y de las artes. En estos sectores el proceso de paz tiene un respaldo considerable.
No obstante, siempre queda la incógnita de amplios sectores populares, sobre todo urbanos, que apenas manifiestan sus opiniones políticas. Son el grueso de esa abstención electoral masiva y permanente que tanta legitimidad resta al sistema parlamentario y al régimen en general. Ganarlos para este propósito de la paz es un desafío tanto para Santos como para la insurgencia, si es que finalmente se acuerde refrendar el proceso mediante un referendo.
Si los medios de comunicación contribuyen, el gobierno puede ampliar de forma notoria el apoyo de la llamada ‘opinión pública’, es decir, de los estratos medios y acomodados de las grandes ciudades –donde se realiza el grueso de las encuestas de opinión– y asegurarse un respaldo suficiente tanto para la firma del acuerdo como para su aplicación posterior.
Santos puede contribuir a mejorar el clima en torno a la paz con medidas como el desminado de ciertas zonas acordado con la guerrilla, una disminución efectiva de los operativos militares contra los insurgentes y avanzar hacia el cese de fuego bilateral, tal como se ha anunciado.
Sería igualmente muy positivo mejorar, aunque sea en parte, la situación de los presos insurgentes dando una respuesta positiva a la huelga de hambre que éstos adelantan ahora con una exigencia muy sencilla y que cabe perfectamente dentro de las leyes vigentes: poner en libertad vigilada a un cierto número de prisioneros de la insurgencia que padecen enfermedades graves, muchos de ellos en estado terminal. Su denuncia está respaldada por varias comisiones nacionales e internacionales de toda solvencia, incluida una del mismo Congreso colombiano, que han constatado las inhumanas condiciones de las cárceles colombianas. Todas dan motivos para condenar el régimen de internamiento y calificar éste como un verdadero sistema de exterminio, en contraste escandaloso con la forma como van a prisión –si es que van– los delincuentes de cuello blanco, los llamados ‘parapolíticos’ o los militares condenados por graves delitos en el desarrollo del conflicto.
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