Por: James Patrick Jordan – octubre 30 de 2018
En lo que sería un descarado ataque a los acuerdos de paz de Colombia, el fiscal general Néstor Humberto Martínez Neira ha acusado a Martha Lucía Zamora, July Henríquez y Ernesto Caicedo, funcionarios de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), de haber falsificado documentos y aprovechado su posición para facilitar el paso a la clandestinidad de ‘Iván Márquez’ y otros antiguos insurgentes y negociadores de paz. He discutido este asunto con Henríquez y Gustavo Gallardo, presidente de la organización defensora de derechos humanos Lazos de Dignidad, y no dudan en calificar estas acusaciones de “absurdas”.
La JEP fue creada dentro de los acuerdos de paz entre el gobierno colombiano y las antiguas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) para terminar más de 52 de guerra civil. A esta institución se le asignó la responsabilidad de abordar los asuntos relacionados con la justicia transicional para los actores armados y los casos de crímenes de guerra y lesa humanidad cometidos en el marco del conflicto armado que, dicho sea de paso, son imprescriptibles.
Muchos de nosotros en los Estados Unidos reconocemos el nombre de July Henríquez. En noviembre de 2014, la Alianza por la Justicia Global, organización a la que pertenezco, la trajo a ella y a Gustavo Gallardo a nuestro país como parte de un grupo de líderes de la Marcha Patriótica, un movimiento popular colombiano surgido en 2010 y del que la Fundación Lazos de Dignidad hacía parte de las organizaciones fundadoras. La Alianza para la Justicia Global ha trabajado junto a Lazos de Dignidad durante una década y esta última organización ha servido de anfitriona o coanfitriona de prácticamente todas nuestras visitas a Colombia. Por eso, cuando nos dicen que las acusaciones en su contra son “absurdas”, nosotros les creemos.
Sobre la desaparición de ‘Márquez’ y otros antiguos insurgentes de la vida pública, se puede decir que literalmente están corriendo por sus vidas. El pasado 10 de octubre, las Naciones Unidas aseguraron que 74 exguerrilleros de las FARC han sido asesinados desde la firma de los acuerdos de paz en noviembre de 2016 y numerosas fuentes demuestran que se han presentado más de 400 asesinatos de defensores de derechos humanos y líderes sociales desde el inicio de 2016, mientras el paramilitarismo y los miembros de la Fuerza Pública responsables por estos crímenes actúan en la impunidad.
De otra parte, durante la pasada temporada electoral de 2018, diferentes organizaciones de izquierda y centro, dentro de ellas el nuevo partido legal Fuerza Revolucionaria Alternativa del Común (FARC), fueron amenazados y abiertamente atacados en toda su campaña. Adicionalmente, las amenazas o montajes judiciales para extraditar exguerrilleros a los Estados Unidos constituyen una seria violación a los acuerdos de paz.
Todo esto ha planteado un enorme reto para la confianza de los antiguos insurgentes en lo pactado. Mientras la FARC ha cumplido con el 100% de los compromisos que adquirió durante las negociaciones, nuestras organizaciones amigas nos informan que, durante la presidencia de Juan Manuel Santos, el gobierno colombiano solo llevó a cabo el 20% de sus obligaciones. No obstante, con la nueva administración de Iván Duque las cosas se ven aun peor, pues está haciendo todo lo posible para echar abajo los acuerdos de paz.
Estas acusaciones contra funcionarios de la JEP hacen parte de este propósito, pues dicha instancia judicial se erige como el principal obstáculo legal para la extradición de antiguos insurgentes a los Estados Unidos y mantiene rigurosas disposiciones para la liberación de presos políticos y prisioneros de guerra dispuesta en lo pactado, aunque más de 600 de esas personas sigan en prisión. Al ser la JEP la piedra angular de la legalidad de los acuerdos, se ha ganado el odio de los enemigos de la paz en Colombia.
De otro lado, la descontrolada violencia política de militares y paramilitares, junto con las acciones legales destinadas a revocar las principales garantías contempladas en los acuerdos de paz hacen que se corra el riesgo de hundir de nuevo a Colombia en un estado de guerra permanente. Esto se ha exacerbado con la explosión de actividades de los grupos armados y los narcotraficantes que pueden actuar sin restricciones en las regiones del país donde alguna vez operaron las FARC y revela una verdad incómoda para muchos en la derecha política: en las zonas abandonadas por el Estado, eran las guerrillas las que garantizaban la estabilidad.
En este contexto, los intentos para echar abajo los acuerdos de paz a través de actos legislativos, procesos en las altas cortes y decretos han resultado una táctica particularmente efectiva. El centro de dicha estrategia es socavar una JEP que hasta la fecha ha sido capaz de bloquear la extradición de ‘Jesús Santrich’ a Estados Unidos, luego de que este antiguo líder insurgente y negociador de paz fuera detenido días antes a convertirse en congresista. Se le vincula a un caso de narcotráfico repleto de falsas acusaciones e informantes a sueldo, una práctica frecuentemente empleada contra quienes son considerados blancos políticos en Colombia.
Incluso, la Fiscalía General de la Nación ha admitido que no tiene evidencias en contra de ‘Santrich’ y, de acuerdo con la Ley, Colombia no puede extraditar a nadie sin que sus propias autoridades tengan alguna evidencia de que ha cometido un crimen. No obstante, la administración Duque trata de justificar el envío de Santrich a los Estados Unidos diciendo que la “evidencia” está “en Nueva York”.
Así las cosas, estas acusaciones contra Zamora, Henríquez y Caicedo no son más que una retaliación obvia contra la JEP.
Existe una alianza entre grandes terratenientes, agroindustriales, narcotraficantes y empresas trasnacionales que prefieren que continúe la violencia a que se haga lo necesario para cumplir los acuerdos de paz: pequeñas reformas en temas de tierras, una transición de la narcoeconomía a un modelo basado en el desarrollo rural y el derecho al retorno de la población desplazada a sus hogares y parcelas. Una forma razonable de lidiar con la violencia política tiene que ver con no abandonar a su suerte las muchas riquezas y recursos con los que cuenta Colombia.
Las políticas que hoy implementa el gobierno de Iván Duque resultan extraordinariamente ‘made in USA’ . Más de un año antes de que Duque fuera elegido, el presidente estadounidense Trump se reunió en su residencia de Mar-a-Lago con los expresidentes colombianos Andrés Pastrana y Álvaro Uribe. Sus encuentros no fueron informados al gobierno colombiano ni al propio equipo de Trump y resultan interesantes por la conocida oposición de Pastrana y Uribe al proceso de paz, siendo Duque un discípulo de este último y habiéndolo llamado alguna vez “presidente eterno”.
A partir de dichas reuniones, el gobierno de Trump has presionado en repetidas ocasiones al de Colombia para que abandone el camino hacia el desarrollo rural y la sustitución voluntaria de los cultivos ilícitos, buscando que asuma una política violenta de erradicación forzosa y fumigación de los sembradíos de coca con el herbicida glifosato (Round Up) fabricado por Monsanto (Bayer). Además, ha urgido al Estado colombiano para que detenga y extradite a Jesús Santrich a Nueva York, con el fin de que afronte su juicio exclusivamente allí.
De todo esto, se puede deducir con certeza que el gobierno de los Estados Unidos tiene gran interés en los cargos contra Henríquez, Caicedo y Zamora, teniendo en cuenta la cancelación de sus visas.
En conclusión, las políticas de los Estados Unidos están detrás de los esfuerzos de Duque y Uribe para deshacer la paz conseguida en Colombia. Esto se articula eficientemente no solo con la diplomacia estadounidense dirigida al expolio privatizado de los recursos naturales de Colombia sino también con sus planes regionales y hemisféricos de dominación.
Adicionalmente, el ataque a los acuerdos de paz puede analizarse en términos de lo que tiene que ver con Venezuela, cuando el almirante Kurt Tidd y otros oficiales del Comando Sur del Pentágono han visitado Colombia en repetidas ocasiones en el último periodo, específicamente la zona fronteriza entre los dos países y las bases militares con mayor concentración de tropas en las zonas productoras de coca en el suroccidente, es decir, los departamentos de Nariño, Cauca y Valle de Cauca.
Cuando Uribe era presidente, en muchas ocasiones quiso invadir Venezuela y para ello buscó el apoyo del gobierno de George W. Bush. Nunca lo logró. Sin embargo, la situación ha cambiado hoy: ahora el expresidente es senador y, al mismo tiempo, el mentor de Duque, así que mientras sigue buscando que haya una agresión militar, el gobierno Duque ha sugerido abiertamente una ‘intervención humanitaria’ contra su vecino. En esta ocasión sabemos que no habrá trabas de parte de la Casa Blanca y se ha conocido ampliamente que Donald Trump ha presionado a sus propios aliados para invadir a Venezuela en distintas reuniones desde agosto de 2017 y, en poco más de un año, ha sostenido múltiples reuniones secretas con la oposición venezolana para discutir los planes de un eventual golpe de Estado.
Heinz Dieterich, un sociólogo alemán y académico residente en México, aseguró en una entrevista de 2012 que la presencia de las FARC había sido un fuerte mecanismo disuasivo en contra de una invasión a Venezuela:
Se trata de 20.000 combatientes en la retaguardia de un eventual conflicto militar entre Colombia y Venezuela. Es decir, mientras no haya un acuerdo de paz en Colombia y las FARC existan, no hay posibilidades de que los Estados Unidos lancen operaciones paramilitares o militares desde Colombia contra Venezuela. Si no fuera por la existencia de esas fuerzas irregulares, tengo la certeza absoluta de que hoy tendríamos el escenario que tuvieron los sandinistas en la frontera norte [de Nicaragua] con Honduras […] Su mera existencia hace imposible en lo fundamental que se dé tanto la destrucción militar como la paramilitar por parte de las fuerzas de los Estados Unidos.
Esperemos que las opiniones de Dieterich sean equivocadas.
Sin embargo, lo que sí sabemos es que del desarme de las FARC y del éxito de los acuerdos de paz depende que Colombia tenga en la práctica una democracia capaz de reincorporar a quienes han dejado las armas para hacer parte de la oposición política. Esto es exactamente lo que esperaban los negociadores de las FARC: que la democracia pudiera florecer y que se garanticen los derechos humanos, abriendo con esto nuevos caminos para la transformación de Colombia.
Con respecto a Venezuela, la existencia de una oposición política que pueda operar abiertamente y sin temor es la única manera en que las fuerzas populares puedan oponerse de forma efectiva y pacífica a una intervención militar lanzada desde suelo colombiano.
Los ataques a la JEP, así como los asesinatos y extradiciones de los antiguos insurgentes después de su desarme, no tienen otro propósito que obligar a los líderes de la FARC a desaparecer, ir a la cárcel o morir en una fallida búsqueda de la paz. Y si vuelven a tomar las armas, esto ocurriría en una situación de gran debilidad y rodeados por los nuevos y robustecidos actores armados que han proliferado en ausencia de las desaparecidas FARC.
Esta sería la realidad de una guerra permanente, pero manejable. ¿El resultado? La ‘asociación’ de los Estados Unidos con Colombia permitiría que los primeros le quiten todos los recursos naturales que quieran a quien quieran, donde quieran y cuando quieran. La máquina de guerra de Estados Unios y se plantea a sí misma como una amenaza permanente, tanto a nivel interno como regional. Esto es lo que está en juego con el fracaso del proceso de paz.
Mientras la JEP esté siendo saboteada, debemos defenderla. Mientras los defensores de derechos humanos estén siendo encarcelados o asesinados, debemos denunciarlo. Mientras la guerra amenace, debemos tomar posición por la paz de Colombia y el mundo.
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