Mauricio Macri - Foto: Campaña de Mauricio Macri.
Mauricio Macri - Foto: Nahuel Padrevecchi.
Mauricio Macri – Foto: Nahuel Padrevecchi.

Por: Fabricio Lombardo – diciembre 23 de 2015

Para comprender lo que ha ocurrido en Argentina desde el resto de Latinoamérica es necesario recordar –aunque sea sucintamente– quién es el electo presidente. Mauricio Macri es un millonario hijo de millonarios que estudió en prestigiosas universidades privadas de Nueva York y Pensilvania, y acabó graduándose de ingeniero civil en la también privada Universidad Católica Argentina.

Su familia se enriqueció, en buena medida, durante la última dictadura militar (1976-1983) y realizó jugosos negocios durante el neoliberalismo comandado por Carlos Menem en la década del noventa. Para Macri, Menem fue “un reconstructor del país” y el que entonces fuera su ministro de economía, Domingo Cavallo, “el mejor economista argentino”. Con él, los Macri y unas pocas familias millonarias del país tienen un amorío fecundo que viene de los años 80, cuando Cavallo –entonces presidente del Banco Central de la República Argentina– formó parte del proceso de estatización de la deuda externa privada, un gigantesco robo legal estimado en unos 23.000 millones de dólares. A ese robo –la mitad de la deuda externa de entonces– se lo conoce como la mayor estafa al pueblo argentino.

Pero, la década boom de Mauricio fue sin duda la del 90. En ella logró desprenderse de la omnipresente figura de su padre y tomó brío propio. Ganó la presidencia del Club Atlético Boca Juniors y sus ojos celestes relucieron una y otra vez en las fiestas privadas del establishment porteño. Su imagen se repitió en las revistas de chismes, que lo mostraban de vacaciones en Punta del Este o en Europa. Macri era un hombre de éxito que iba en busca de poder político, un ganador dentro de un país improductivo que se estaba yendo a pique.

La capitalización de esa imagen le sirvió para acceder a la diputación por la ciudad de Buenos Aires en 2005. A los dos años ganó las elecciones para jefe de gobierno por esa misma ciudad y en 2011 fue reelegido para gobernar hasta el 10 de diciembre de 2015, día en el que pasó a ser el nuevo presidente de Argentina. Durante estos últimos años, Macri fue asociado a redes prostibularias internacionales y corrupción directa en la adjudicación de contratos a empresas fantasmas del periodista deportivo Fernando Niembro, personaje nefasto que a su vez iba de candidato en la lista de Mauricio Macri y tuvo que renunciar debido a la presión de la opinión pública.

Macri, además, fue procesado y sobreseído por contrabando de autopartes a comienzos del 2000 y tiene un listado de 214 denuncias en su contra que pueden encontrarse fácilmente en Internet. Pero, además, entre las novedades que supone su llegada a la presidencia, está la de ser el primero en lograr esa dignidad con un proceso judicial abierto: se lo acusa de participar en una asociación ilícita dedicada al espionaje ilegal.


¿Qué pasó?

Entonces, la pregunta lógica es: ¿cómo un tipo como Mauricio Macri pudo llegar a presidente? La respuesta no admite simplismos, pero bien pueden puntearse algunos elementos para el análisis.

Por un lado, varios países de Occidente viven un cambio en su sistema bipartidista. En buena medida, la estabilidad democrática e institucional facilitó ese cambio del cual Latinoamérica y algunos países europeos acusan recibo.

El Frente para la Victoria, partido de los Kirchner, debe ser leído en ese contexto. Usar kirchnerismo y peronismo como si fueran sinónimos es un error garrafal. El kirchnerismo es una fuerza nueva, que logró encausar dentro de su proyecto a la juventud peronista más fértil y honesta, pero también a gente de otros partidos y movimientos y, sobre todo, a mucha juventud descreída o despolitizada por los últimos treinta años de neoliberalismo dictatorial y ‘democrático’.

Sin embargo, ese mismo contexto de las democracias occidentales es el que también dio lugar a nuevos partidos de derechas. En el caso de Argentina, Propuesta Republicana (PRO) de Mauricio Macri –una derecha neoliberal, renovada e independiente de los partidos tradicionales que sacó 34% de los votos– y Unidos por una Nueva Alternativa (UNA) de Sergio Massa –un partido también nuevo, pero de centro derecha no neoliberal que tiene mucho del viejo peronismo, pero también componentes novedosos y sacó el 21% de los votos–.

El ganador de las elecciones generales en primera vuelta, sin embargo, fue Daniel Scioli, el candidato kirchnerista que obtuvo el 37% de los votos, una cantidad que no obstante que no le alcanzó para llegar a la presidencia y dio lugar al balotaje.


Sentido común

Macri basó su campaña primordialmente en el sentido común. No optó por discutir los argumentos políticos, sociales o económicos del kirchnerismo sino que apeló a nociones muy generales, como el fin de la corrupción, la necesidad de una Argentina unida, el sueño de un país mejor y conceptos vacíos o inarticulados que buscaron ser atractivos para el votante poco o nada politizado. Un votante que, además, venía muy fogueado por los grandes medios de comunicación, con quienes el kirchnerismo planteó una guerra abierta y sin ambages desde 2008, con la Resolución 125 y la posterior promulgación de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual en 2010, que obliga a la desinversión de las corporaciones mediáticas y facilita la democratización de la información.

Esa apuesta por no dar el debate de ideas sino captar al sentido común del sufragio antikirchnerista tuvo un efecto poco certero durante mucho tiempo. De hecho, ni siquiera lo tiene claramente hoy. Eso se explica, básicamente, por dos razones: la primera, Macri es impopular y Argentina, mal que bien, lo conoce, sabe de su cuna rica y de sus affaires con la dictadura y el menemismo. Sabe que es un tipo que ganó mientras el pueblo argentino perdía reiteradamente. En los barrios, la definición es clara: “Macri es un cheto”, es decir, un ‘niño bien’ que habla y se mueve como tal. Incluso, se lo asocia, por su parecido físico y político, con Mr. Burns, el personaje de Los Simpson. De escrúpulos y barro sabe muy poco, y eso el pueblo más llano lo nota de lejos.

La otra razón por la cual el macrismo no dañó inmediatamente al kirchnerismo es porque este hizo lo que nadie esperaba: Néstor Kirchner fue elegido luego de una rebelión popular con una votación favorable de apenas el 22,2%, siendo el presidente menos votado de la historia argentina, pero supo crear un Frente para la Victoria transversal y progresista que, poco a poco, demostró mejoras en las condiciones de vida de la población más afectada por las políticas liberales y, a la vez, creó un nuevo relato político que rescataba la lucha de los años setenta.

El kirchnerismo fue un gobierno verdadera y ordenadamente progresista. Apostó a redoblar la apuesta cuando el látigo coyuntural de la derecha quiso asustarlo y ganó a la juventud más politizada y movilizada del país. Con ello, logró dejar a las derechas como unos conservadores anacrónicos ligados a la historia más rancia de un país que los observó como si fueran gorisaurios políticos.

Sin embargo, también se convirtió en ‘la izquierda posible’: desarticuló movimientos, grupos y partidos de la izquierda tradicional y emergente, que se desarmaron y rearmaron reiteradas veces al compás de discusiones poco vinculantes con la política concreta del día a día. De allí, la famosa frase de Néstor Kirchner: “A mi izquierda, la pared”.

Por otra parte el kirchnerismo logró, a partir de estas conquistas políticas y económicas, crear también una nueva simbología histórica y cultural. Todo lo que implicó reabrir causas contra militares de la dictadura, convertir centros de tortura en espacios para la memoria y los derechos humanos, apoyar y financiar las luchas de las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo, etc., hoy nos parece normal, pero en su momento fue una apuesta política arriesgada que el kirchnerismo supo convertir en el pilar con el cual meterse en los libros de historia. Muchas de las ideas marginadas o ninguneadas en los 90 reaparecieron en la televisión y la radio, más de una vez financiadas por el propio Estado. Guste o no, el kirchnerismo no dejó fuera de la discusión a nadie y, en ese sentido, puede hablarse de un remix del peronismo. Sin embargo, fue en busca de otros sentidos: si peronismo y kirchnerismo disputaron cada cual a su tiempo el presente político, el relato del primero estuvo íntimamente ligado a la búsqueda de los próceres y la reescritura de la historia nacional, mientras que el kirchnerismo apostó fuerte por la identidad latinoamericana y la reivindicación de las luchas de los 70.

En suma: unas decisiones económicas de corte proteccionista ligadas a un contexto regional favorable –el PBI en Sudamérica creció a un 5% anual a la par de unos gobiernos mancomunados política e ideológicamente– y un relato político fuertemente militante, joven y tirado hacia la izquierda, sumado a políticas de inclusión social estables y regenerativas del tejido ciudadano lograron desarticular a la oposición, a la vez que fueron la base para la creación de unas nuevas concepciones histórica del país y Latinoamérica. Concepciones que, de hecho, ya existían, pero que no habían tenido ningún gobierno que las cimentara desde arriba, con una política y una discursividad coherentes.


El pulso

La fortaleza kirchnerista por la que las intentonas opositoras de todo tipo –las de Macri incluidas– no tuvieron un efecto inmediato, no se logró fácilmente. De hecho, si la presidencia de Néstor Kirchner (2004-2008) estuvo caracterizada por un relativo avance social y tranquilidad política, la primera de Cristina fue de alta conflictividad y clarificación de los actores. El periodo entre 2008 y 2012 fue, justamente, el de quiebre: en él se dieron el paro patronal del campo, la Ley de Medios, los festejos del Bicentenario, la muerte de Kirchner y la aparición definitiva de la militancia kirchnerista, el reacomodamiento de los sectores de poder, la aparición pública de nuevos opositores y la reelección arrasadora de Cristina Kirchner como presidenta a fines de 2011, con un 54% de los votos, dejando a un apático candidato detrás, el médico Hermes Binner, que no llegó al 17%.

De todo ello quedó una lección muy clara: si el kirchnerismo amalgamaba con Cristina por un lado, para desbancarlo había que encontrar una figura clara que amalgamara por el otro.

Los últimos años estuvieron marcados, justamente, por el desafío dentro de las derechas. En una seguidilla azuzada por las corporaciones mediáticas que dejó imágenes lamentablemente risueñas, poco a poco se fue definiendo quién sería el candidato opositor que tendría mayor capacidad de acaparar el voto antikirchnerista. Con todo, no se pudo crear una sola figura: los triunfadores fueron Sergio Massa y Mauricio Macri, y, de hecho, hubo que esperar a las elecciones presidenciales de 2015 para que de ellos se decantara uno hacia el balotaje.

Llegada esa instancia, el desgaste lógico de un gobierno con 12 años en el poder se hizo sentir. Mientras la bonanza económica regional le fue favorable, el combo sociocultural, político y económico del kirchnerismo fue imbatible. Unas decisiones acertadas en un momento adecuado. Cuando comenzó a decaer –dando pie al famoso eslogan macrista: “Argentina hace cuatro años que no crece”–, aquellas críticas que antes podían pasar desapercibidas o desarticularse políticamente comenzaron a hacer mella. El déficit fiscal, el ‘cepo’ al dólar, la inflación –todos ellos medio o mal explicados adrede por las corporaciones mediáticas–, el ‘abuso’ de las transmisiones en cadena nacional y ‘la soberbia de Cristina’ fueron algunos de los caballitos de batalla de la oposición que, sumados a la magnificación de la corrupción, la inseguridad y el boom del caso Nisman, acabaron con doce años de kirchnerismo en el poder.

Macri fue el que mejor supo aprovechar esa coyuntura: manejó bien su figura pública –a pesar de todo y como resultado de que los demás opositores también estaban muy sucios– y usó las influencias y los recursos de su elite para amalgamar en las elecciones el gelatinoso voto antikirchnerista. Echó mano del marketing político como nunca nadie y convirtió su escasa imaginación y formación política en un discurso convincente que el sentido común supo leer en su propio idioma. En todo ello tuvo una gran responsabilidad Jaime Durán Barba, su asesor político, un gurú oscuro y transgresor que hizo de la despolítica, el cotillón y el manejo discursivo un arma convincente y lógica contra un movimiento kirchnerista que había amalgamado a su masa justamente en la lógica contraria.

El kirchnerismo tuvo errores propios, claro, como no apostar a seguir profundizando el proyecto, elegir a Daniel Scioli como candidato –una enorme desilusión para su militancia más joven–, ningunear determinados reclamos sociales válidos y cierta falta de imaginación –¿o falta de radicalización?– en materia económica a la hora de enfrentar un contexto menos favorable. La progresividad económica es el límite estructural del progresismo social y esa fue una barrera que el kirchnerismo empujó mientras pudo, pero que finalmente no supo –¿o no quiso?– tirar abajo.

Con todo, y según varios sondeos, si Cristina Kirchner hubiese podido volver a presentarse como candidata a presidenta hubiese vuelto a ganar. Quizás, incluso, en primera vuelta.


Una victoria a medias

La victoria de Macri es, como su masa de votantes, gelatinosa. En Argentina no ha ganado un proyecto de país por sobre otro. No ganó el macrismo ni el liberalismo puro: ha ganado el antikirchnerismo con el rostro que mejor se le pintó a la sociedad para tal fin. Macri, de hecho, asume como un presidente débil, por más globos que le cuelguen. Y si es cierto que el nuevo gobierno detentará el poder nada menos que en la Ciudad y la Provincia de Buenos Aires, y la presidencia del país, también lo es que el kirchnerismo mantendrá mayoría en la Cámara de Senadores y en la de Diputados, con quórum propio en la primera y unos partidos en contra que no se unirán tan fácilmente en la segunda.

Eso permitirá cierto resguardo a la hora de destruir lo que positivamente el kirchnerismo ha construido. Macri, por ejemplo, no podrá hacer algo que –como buen liberal– quisiera, que es vender los activos del Estado ya vendidos por el menemismo y recuperados por el kirchnerismo. Para ello, necesitaría dos tercios de los votos, algo que hoy está muy lejos de su alcance.

Pero, sobre todo, es débil en cuanto a consenso social: Macri asumirá con el apoyo de apenas 34 de cada 100 votos reales; el resto, los que sacó en el balotaje (51,4%), son circunstanciales, voluntades que van y vienen, que no votaron por él sino en contra de Scioli (48,6%). Del otro lado, en cambio, queda el kirchnerismo con un presidente que no pudo ser, sí, pero que de primera sacó más votos que el propio Macri y, sobre todo, con una líder que se va de la presidencia con una imagen positiva muy alta.

Sin embargo, hay toda una serie de avances en los que Argentina puede retroceder, sobre todo en materia social: se pueden quitar los subsidios a las energías, al desempleo, quitar las inversiones que apuntan hacia una mayor inclusión social, se puede ningunear la salida de fondos para la política de derechos humanos, etc. Hay mil formas de “bajar el gasto público”, como le gusta decir a Macri y a sus economistas. Aún así, como el kirchnerismo no ha podido saltarse ciertos límites estructurales, el macrismo tampoco podrá hacerlo con aquellos que durante estos años el kirchnerismo ha sabido imponer.

De todas maneras, los límites se corren de a poco y aún queda por ver cómo jugará el sector de Sergio Massa y, sobre todo, de qué manera el kirchnerismo afrontará su nuevo desafío como oposición y si se mantendrá unido.

Uno de los mayores peligros con Macri como presidente es una nueva toma indiscriminada e improductiva de deuda –desempleo y fuga– con el FMI. Esto haría que el país ‘funcione bien’ durante los primeros años, generando cierta sensación de bienestar ligada a una política represiva que hoy un buen sector de la sociedad está reclamando para tener mayor seguridad en las calles. Si esa mezcla funciona, el riesgo de que el macrismo se quede ya no cuatro años sino ocho –y aumente además su presencia parlamentaria– es verdaderamente grave.

Caben, por supuesto, otras posibilidades, como que Macri no asuma una “liberalización sin complejos” como la que le pide el Partido Popular en España y sea más cuidadoso de lo esperable con no elevar repentinamente los niveles de pobreza y desempleo. Se supone que en materia política nadie quiere suicidarse tan rápido, salvo Fernando de la Rúa, que sería la excepción argentina que confirma la regla. Con todo, si al kirchnerismo no le fue fácil gobernar estos años, al neoliberalismo macrista –más o menos salvaje–, con el kirchnerismo y las izquierdas en contra, definitivamente le costará mucho más.

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* Periodista argentino, integrante de la revista Último Round.

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