Por: Juan Diego García – septiembre 24 de 2007
Nacer en un país como Suecia o Noruega permite a una persona gozar de las mieles de la democracia de un país desarrollado y moderno, hasta cierto punto, con independencia de la clase social a la que pertenezca. Pero si alguien viene a la vida en Latinoamérica y, por desgracia, no forma parte de la clase dominante, el régimen democrático no se disfruta sino que se padece.
Este once de septiembre es una buena ocasión para meditar al respecto, pues precisamente allá, en Chile –supuesta ‘Suiza de América’, con supuestas tradiciones democráticas que presentaban a la tierra de Neruda como una suerte de isla en medio del proceloso mar de las dictaduras latinoamericanas–, un gobierno progresista que tuvo la osadía de querer construir un orden diferente al capitalismo, respetando las reglas del juego burgués, fue derribado de manera sangrienta por un golpe militar que sumió por décadas al pueblo trabajador en la represión y la miseria, expulsó al exilio a lo mejor de su intelectualidad y convirtió a Chile en el campo de experimentación de un modelo neoliberal impuesto, literalmente, a sangre y fuego.
El llamado ‘regreso de la democracia’ ni siquiera ha conseguido restaurar los derechos mínimos de que antes se gozaba. El régimen laboral es el mismo que dejó la dictadura, contrario por entero a las más elementales normas del derecho laboral universal. Lo mismo ocurre con la educación y el modelo electoral, que establece un cerrado sistema bipartidista con la clara finalidad de impedir que los comunistas puedan llegar a los cuerpos colegiados.
En el poder efectivo siguen los capitalistas de toda la vida –los mismos que propiciaron el golpe militar–, mientras el llamado ‘progreso económico’ favorece a las minorías de siempre y la estructura básica de país dependiente no ha sufrido cambio alguno. Chile sigue siendo un exportador de minerales y frutas, productos que por su propia naturaleza están muy expuestos a los vaivenes caprichosos del mercado mundial y que se encuentran, en buena medida, en manos extranjeras. Si cambia el panorama positivo de estos productos –en la actualidad, los metales se cotizan coyunturalmente a precios muy elevados– se pondrán al desnudo todas las debilidades del ‘modelo chileno’, haciendo añicos la propaganda oficial que sostiene que el país está a un paso de dejar el subdesarrollo.
En el fondo, nada ha cambiado en Chile. La democracia la gozan unas minorías y la padecen las mayorías. Eso, al menos, pensarán los estudiantes apaleados en la recientes movilizaciones contra el sistema educativo vigente, los indios mapuches perseguidos fieramente por la Policía cuando se oponen a entregar sus tierras ancestrales a la voracidad de las multinacionales y los trabajadores que este 11 de septiembre inundaron las calles con sus gritos de protesta contra la explotación y la falta de democracia y, como siempre, volvieron a recibir la paliza de los carabineros de Chile que, para mantener su tradición, saldaron su tarea represiva con la sangre de un trabajador, muerto en las protestas.
A poco sabe la justicia a medias ejercida contra algunos mandos militares de la dictadura, responsables de crímenes atroces. Ni siquiera Augusto Pinochet pagó un solo día de prisión por sus crímenes de lesa humanidad, tampoco por robar al erario público. Los grandes responsables permanecen impunes –el estamento civil, en particular–. Ellos gozan sin duda de esa democracia. Los familiares de tantos desaparecidos, torturados, ejecutados, exilados o perseguidos apenas la padecen. Por eso, a los primeros les resulta tan incómodo ver la calle ocupada por la protesta y la conmemoración. En realidad, prefieren el olvido, hacer ‘borrón y cuenta nueva’ y empantanar cuanto se pueda la memoria colectiva. Les repugna ‘mirar hacia atrás’ porque su pasado es sencillamente impresentable.
Por el contrario, los que padecen la democracia no pueden ignorar el pasado, entre otras razones porque muchas de las reivindicaciones de entonces siguen siendo hoy igualmente válidas. No se pueden resignar a un régimen que reduce la democracia a un simple juego electoral tramposo, que resguarda el poder real de todo riesgo y lo reserva para la elite dominante. No se pueden resignar al silencio sabiendo que, cambiadas las formas y las figuras, las Fuerzas Armadas siguen siendo el mismo mecanismo de represión de entonces, pues cambian el lenguaje y las manifestaciones externas pero los fusiles siguen apuntando, como siempre, contra el pueblo trabajador. Están allá, agazapados, en espera de ser llamados a salvar el orden.
Es compresible, entonces, que los trabajadores no puedan adherirse a las conmemoraciones oficiales y tengan que salir a las plazas públicas a dejar constancia de su presencia, con voz propia. Un mensaje, el suyo, en armonía con las últimas palabras de Salvador Allende desde el Palacio de La Moneda, quien, en medio de las llamas del combate, sabiendo que el fin de esa batalla estaba cerca y dispuesto a mantenerse firme en el puesto que los votos del pueblo le concedieron, exclamó: “Colocado en el tránsito histórico, pagaré con mi vida la lealtad al pueblo. Y les digo que tengan la certeza de que la semilla que entregamos a la conciencia de miles de chilenos no podrá ser cegada definitivamente. Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, se abrirán las grandes alamedas por donde pasará el hombre libre para construir una sociedad mejor. ¡Viva Chile, viva el pueblo, vivan los trabajadores!”.
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