"Atrapado" - Foto: Guillermo Ruiz.
En las cárceles del país, 120.444 seres humanos padecen el infierno cotidiano que ningún ser humano debería tolerar.
"Atrapado" - Foto: Guillermo Ruiz.
“Atrapado” – Foto: Guillermo Ruiz.

Por: July Henríquez Sampayo – marzo 3 de 2016

Las cárceles y las penitenciarías del país son una caja de Pandora que se abre periódicamente y de la que llueven cada tanto las noticias de las tragedias de turno que padecen los más de 120.444 seres humanos que han sido sancionados con el encierro, del infierno cotidiano que ningún ser humano debería tolerar.

Las tragedias de la primera semana de febrero le correspondieron a dos reclusos en las cárceles de Pereira y Cúcuta. Los nombres de las nuevas víctimas de la prisión son Jhon Jairo Moreno Hernández y Renzo Alí Roa. El primero un prisionero político y el segundo un preso social, es decir, alguien acusado de cometer delitos comunes. Ambos han fallecido por padecer problemas de salud y no haber recibido la atención médica adecuada, con el agravante de que, en el actual contexto de diálogos de paz, Jhon Jairo Moreno Hernández se encontraba en la lista de los 71 enfermos pedidos en libertad por el premio Nobel de Paz Adolfo Pérez Esquivel, entre otras personalidades, a través de una carta humanitaria presentada al gobierno de Colombia el pasado mes de julio de 2015.

Hoy, las familias y allegados de ambos sufren la ausencia definitiva de sus seres queridos, personas que fueron sometidas a un encierro por parte del Estado y éste, pasando por encima de los derechos humanos, la Constitución y la Ley, decidió con sus políticas neoliberales adicionarle sufrimiento a su pena: la muerte lenta y tortuosa.

Este sufrimiento adicional es un retroceso a las transformaciones históricas de la prisión, pues esta altamente cuestionada institución se originó en el siglo XIX con el propósito de reemplazar las penas crueles de la antigüedad y de la Edad Media, basadas precisamente en el dolor y la muerte lenta, como lo fueron la decapitación, las mutilaciones, los azotes, el taladro, la marca con hierro, la tortura, el ahogamiento, la incineración y la lapidación. Hoy, en Colombia no estamos distanciados de esta crueldad: el paseo de la muerte en los pasillos de cárceles y hospitales es la amenaza número uno al derecho a la vida de los reclusos, sin que el Estado tome medidas de fondo para solucionar una problemática que tiene más de 16 años.

La muerte en prisión por omisión médica es un crimen de Estado que sigue cobrando sus víctimas en los sectores empobrecidos de la sociedad. Son los pobres y los opositores políticos, habitantes históricos de la cárcel, quienes padecen la prisión tortuosa.

No podemos seguir viendo estas tragedias como algo normal porque, sin lugar a dudas, son violaciones a la dignidad y los derechos humanos de la población reclusa por parte del Estado. No podemos continuar aceptando que a nuestro nombre se siga legitimando el encierro masivo de personas y que, luego de confinarlas, se les deje a su suerte, expuestas al sufrimiento y la degradación de la prisión tortuosa, como si fueran objetos inservibles. No podemos ser indiferentes frente al abuso del castigo estatal y la ausencia de humanidad en las prisiones colombianas.

Hay que ponerle fin a este asunto. Lo primero que tenemos que hacer es identificar el problema y llamar las cosas como son, debemos ser conscientes de que lo que sucede en las reclusiones colombianas no es una crisis sino el resultado de una política de Estado ausente del enfoque en derechos humanos y favorable al neoliberalismo, y que, por lo tanto, se basa en la seguridad y promueve la privatización, razón por la cual el paseo de la muerte heredado de la Ley 100 de 1993 –hagan un ejercicio de memoria para identificar al creador de esa ley– agrava doblemente la situación de la población reclusa.

Sería asunto fácil decir que las muertes de reclusos y reclusas por omisión medica son única responsabilidad del Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario (Inpec) y que, sencillamente, si éste se elimina el problema quedaría resuelto. En tal escenario, seguramente, la solución sería peor que la enfermedad. Recordemos que los gobiernos de turno han intentado privatizar la administración de las prisiones desde hace más de una década y que gracias a la movilización de la población reclusa y de las organizaciones defensoras de derechos humanos esto no se ha logrado. No obstante, el INPEC no es el problema sino que hace parte del mismo: es el sistema en su totalidad el que deber ser intervenido, son varias las instituciones que deben ser revisadas, empezando por aquellas encargadas de garantizar el derecho a la salud –es decir, las IPS, las EPS y la Uspec–,  sin perder de vista que la custodia de las y los reclusos debe estar en cabeza de un organismo público en garantía al cumplimiento de la responsabilidad estatal de velar por la protección de los derechos humanos de una población vulnerada que se encuentra bajo condición especial de sujeción.

El problema fundamental hoy es el modelo industrial de prisiones impuesto desde el año 2000 por el expresidente Andrés Pastrana y su Plan Colombia. Este modelo cambió el sistema carcelario y penitenciario colombiano mediante el desarrollo del anexo al Plan Colombia llamado “Programa de Mejoramiento del Sistema Penitenciario Colombiano”, acordado por los gobiernos de Estados Unidos y Colombia el 31 de marzo de 2000. A imagen y semejanza del modelo estadounidense, sus pilares son el encarcelamiento masivo, el castigo, la seguridad y la privatización. Adicionalmente, configura un negocio rentable para el capital privado, donde las ganancias se obtienen de la construcción de nuevas prisiones, equipamiento –teléfonos, sistema de vigilancia, armas, equipos de seguridad– y administración –personal privado para impartir justicia y disciplina, armas no mortales–.

A partir de este modelo se construyeron nuevas prisiones y pabellones de máxima seguridad en el país, iniciando con el centro de tortura conocido popularmente como la Tramacúa de Valledupar, o  “El Abu Ghraib de Colombia”, como la denomina el periodista estadounidense James Jordan. En éste lugar la población reclusa ha sido obligada a vivir durante 16 años bajo una temperatura que alcanza los 40°C, en hacinamiento crítico, sin sistema de ventilación, con acceso insuficiente al agua, en un ambiente contaminado, con plagas, bajo omisión de atención médica, sufriendo abusos de poder y recibiendo torturas físicas y psicológicas, y tratos degradantes a reclusos y visitantes, entre otros flagelos. Aunque se ha diseñado un plan de choque y se ha emitido una sentencia (la T-282 de 2014), la problemática no ha sido resuelta, razón por la cual sólo es viable el cierre de esa prisión, decisión judicial que deberá ser tomada próximamente por el Tribunal del Cesar.

Sin embargo, el “Programa de Mejoramiento del Sistema Penitenciario Colombiano” no ha cumplido con su pomposo anuncio de “mejoramiento”. Por el contrario, ha profundizado la problemática carcelaria y las sistemáticas violaciones a los derechos humanos, por lo que en reiteradas ocasiones la Corte Constitucional (2013, 2014 y 2015) ha declarado el estado de cosas inconstitucionales en las prisiones del país, manifestando que el actual sistema penitenciario es “indigno, cruel e inhumano”.  No obstante, la política de Estado sigue encaminándose a la construcción de más establecimientos y a la articulación con el sector privado (Conpes 3828/2015), pasando por alto que hemos vivido esta experiencia durante 16 años y que está probado que ha sido un fracaso. Lo que va a suceder es que se tendrán nuevos ‘cupos’ carcelarios que serán llenados de inmediato y se profundizará la privatización de los servicios penitenciarios: ninguna solución.

Es hora de romper el cinismo institucional y ajustar las políticas de Estado y sus instituciones a los planes previstos en relación con la construcción de la paz para todos los colombianos, que no es simplemente la terminación de la confrontación armada sino que debe verse reflejada en la solución de los problemas que afectan al conjunto de la población, como lo son la criminalización de la pobreza, la oposición política y la protesta social, así como el sometimiento a la prisión tortuosa.

Son muchos los hijos, hijas, padres, hermanos y hermanas que han perecido ante la indolencia estatal de la prisión tortuosa. Son miles las historias que explican como el conflicto social, la extrema pobreza y la falta de oportunidades originan el delito. Por tanto, desde el seno del mismo Estado de derecho representado en la Corte Constitucional se ha reconocido la inhumanidad y crueldad del sistema penitenciario y carcelario, se ha alertado que la política criminal ha sido reactiva, populista, poco reflexiva, volátil, incoherente y subordinada a la política de seguridad, por lo cual el alto tribunal ha ordenado que se establezca un plan integral que cumpla con el fin de la resocialización, respetando los derechos humanos.

Ante esta realidad, es una gran mezquindad no pensar en salidas sencillas y elementales como desprender la prisión de los intereses del capitalismo, asumir la alternatividad penal, apartarse de la doctrina de seguridad nacional y del populismo punitivo. Hoy, más que nunca, sigue vigente la propuesta del Movimiento Nacional Carcelario de instalar una mesa nacional de concertación carcelaria para buscar la solución de los asuntos más urgentes de la población reclusa y construir políticas y planes que se acojan a sus necesidades y a los estándares internacionales en materia de derechos humanos.

Si es hora de la paz, también es hora de decir: ni una víctima más de la prisión tortuosa en Colombia.
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* Abogada, magíster en Derechos Humanos, integrante de la Fundación Lazos de Dignidad.

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