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Por: Maureén Maya – julio 1 de 2009

Casi 100 días llevan las familias desplazadas por la violencia viviendo en condición de hacinamiento en el parque Tercer Milenio. Las negociaciones se dilatan, cada día llegan más y más familias al parque, los auxilios humanitarios cesaron hace varias semanas y el alcalde de Bogotá ni siquiera ha hecho presencia en el lugar.

La crisis humanitaria que se está viviendo apenas a cinco cuadras de distancia del Palacio Presidencial, a cuatro de la Alcaldía Mayor de Bogotá y a seis de la Secretaría de Gobierno da cuenta del nivel de indolencia e indiferencia por parte de los organismos de gobierno, y de la ausencia de una política efectiva, capaz de poner fin a esta dramática realidad. Si la calidad de un gobierno se mide por sus logros sociales y por su capacidad de brindar soluciones que contribuyan a mejorar la calidad de vida de sus ciudadanos, debemos concluir que tanto el Gobierno Nacional como el Distrital se han rajado, y lo han hecho estruendosamente.

“Nos tienen castigados”, afirma un desplazado que duerme en el parque bajo la lluvia y el frío, “por eso no nos dan prórrogas, ni ayudas, ni se negocia nada”. El ‘castigo’ aplicado, que consiste en condenar a estas más de 2.000 personas a una lenta muerte por la falta de recursos que garanticen su subsistencia, la atención médica y las condiciones de salubridad adecuadas, se debe a no haber aceptado el traslado a unos albergues temporales, que la Secretaría de Gobierno propuso hace casi un mes atrás.

En ese momento muchos de ellos, pese a un acuerdo firmado, desistieron de dicho ofrecimiento afirmando que esa medida no se constituía en solución real a su tragedia ni reconocía los derechos que, como víctimas de la violencia, les corresponden.

La falta de condiciones de habitabilidad en dichos albergues, como bien constataron algunas organizaciones de derechos humanos, “podría acentuar la frágil situación de salud de este conjunto de víctimas del desplazamiento”, según informó CODHES.

Tras su negativa a abandonar el parque, la Secretaría de Gobierno declaró que “al Distrito le está tocando cargar con este drama, que es una realidad, más allá de que para el Gobierno Nacional [lo sea] no se puede tratar con gente que utiliza para conseguir sus fines las vías de hecho”. Si bien es cierto que el tema del desplazamiento forzado debe ser asumido y resuelto por el Gobierno Nacional, dada su dimensión y características, esto no exime al Distrito de su responsabilidad de encontrar salidas decorosas y efectivas a esta crítica situación. La Corte Constitucional ha señalado que la responsabilidad de atender a este tipo de población no solamente le corresponde a Acción Social sino también a gobernadores y alcaldes.

¿Cundinamarca tiene gobernador? Del último que tuvimos noticias se sabía que era un pobre rico, que juntaba cabezas de animales en vías de extinción en su ofensivamente lujosa casa cementerio y que, el 26 de diciembre de 2007, fue llevado a prisión por enriquecimiento ilícito y acusado del presunto delito de extorsión agravado, nada más. Ahora, si es que tenemos nuevo gobernador, me pregunto: ¿qué ha hecho por todas estas familias que hoy padecen los efectos de la guerra y la indolencia de un Estado incapaz de reconocer a sus víctimas y de garantizarles elementales derechos constitucionales, entre ellos la reparación a la que obligan las leyes nacionales y los tratados internacionales? Si bien es cierto que el gobernador no tiene potestad sobre asuntos de la capital, bien podría, por delegación presidencial, aportar a la solución parcial del problema mediante la adjudicación de terrenos baldíos propiedad de la Nación para proyectos de vivienda social o asignando becas estudiantiles, entre otras muchas más alternativas.

Además, si la Gobernación de Cundinamarca firmó un convenio interadministrativo con el Distrito Capital para la conformación de la Región Capital, quiere decir que sí existen planes de desarrollo compartidos. En este contexto, es coherente pensar que estos convenios se pueden traducir en la implementación de políticas públicas de largo alcance, que afecten positivamente a la población más vulnerable que habita en Bogotá y en el departamento de Cundinamarca, brindando soluciones viables y eficaces a su precaria y riesgosa situación. La responsabilidad le corresponde, por tanto, al Gobierno Nacional, a la Gobernación de Cundinamarca y a la Alcaldía Mayor de Bogotá.

A propósito de esto, también valdría la pena preguntarse: ¿Bogotá tiene alcalde? Si lo tiene, ¿qué ha hecho por todas estas familias
desplazadas que ‘afean’ la ciudad, muestran el nivel de degradación del conflicto armado colombiano, la dimensión de la tragedia humanitaria y la ineficacia de la Administración Distrital?

Bogotá sí tiene alcalde y se llama Samuel Moreno Rojas. Estoy segura de que sí tiene, porque ya varias veces lo he visto en televisión inaugurando piscinas, de viaje por Estados Unidos, respondiendo entrevistas en inglés sobre su apellido y su origen, y me consta que los periodistas le llaman respetuosamente “señor alcalde”. Ahora, después de una prolongada ausencia, justo cuando se producían las fallidas negociaciones con la población desplazada, volvió a aparecer en la TV, diciendo que sí va a haber metro en la capital. ¿Cuándo? Algún día de éstos, no se sabe. Pero es tan escasa su presencia y tan evidente su ausencia que ya nadie puede decir, a ciencia cierta, si vive en Bogotá o si administra desde Palm Beach. Por lo menos, al Tercer Milenio no ha asomado, aunque me imagino que sí está enterado sobre la presencia de todas estas familias desplazadas y, quizás, algún insolente le habrá recordado que Secretaría de Salud se comprometió, hace semanas, a hacer algo al respecto y aún no ha hecho nada.

Incluso, el mismo alcalde vio a algunos de estos desterrados cuando se habían tomado la Plaza de Bolívar y vivían justo al frente de su sede de gobierno: sabemos que sí los vio porque hay testigos que cuentan que lo vieron levantando la mano y que, con esa sonrisa a flor de piel que lo caracteriza y que tanto usó en tiempos de campaña, los saludó a través de su ventana del Palacio Liévano. Eso quiere decir que sí ocupa, al menos por ratos, la oficina que por voto popular le fue asignada.

Lo que todos ignoramos es lo que hace al interior del edificio: puede hacer muchas cosas o nada, no se sabe. Tampoco se sabe ni se entiende por qué razón, en vez de asumir esa necia posición de defensa verbal sobre su honra ante sus detractores, que cada día son más, no lo hace con hechos concretos y acciones de gobierno que demuestren que en Bogotá sí hay un alcalde y que, además, representa la principal coalición de izquierda en el país, es decir, que se opone a los modos indolentes con los cuales siempre ha gobernado la derecha en este país, que lo asiste una vocación social y de progreso con justicia y equidad. Al menos eso es lo que creemos y esperamos aquellos a quienes aún nos late con fuerza el corazón a la izquierda del pecho.

Sea como sea, con alcalde real o virtual, lo único cierto es que urge la activación de una respuesta humanitaria integral por parte de los diferentes entes gubernamentales y de las organizaciones internacionales frente a la tragedia que siguen viviendo los desplazados en Bogotá y que cada día se agudiza más.

Este lunes se cumplieron 100 días de esta situación y se hace aún más lejana la posibilidad de encontrar una solución definitiva, no porque no existan los modos o la forma de impulsar nuevas y más efectivas estrategias políticas y sociales sino porque no hay interés y este tema poco interesa a las administraciones. Cuando estas familias se negaron a aceptar el traslado a un sitio donde seguramente serían olvidados, en vez de entablar nuevos espacios de diálogo en la búsqueda de salidas que garantizasen el cumplimiento de las normas constitucionales y de los fallos proferidos por la Corte Constitucional, el Distrito optó por abandonarlos como primera medida, quizás calculando que sus pésimas condiciones de vida, el hambre, las enfermedades y el frío pronto los haría desistir y abandonar su corajuda acción de resistencia para esparcirse por toda la ciudad, llevando a cuestas su miseria y desamparo. No ha sido así.

Hoy, la cifra de desplazados que habitan el parque se ha duplicado y los organismos de gobierno han preferido hacerse los de la vista gorda ante una tragedia cuya magnitud pone en entredicho las políticas sociales de la Administración Distrital, así como la transparencia administrativa de la Agencia Presidencial para la Acción Social y la Cooperación Internacional, por cuyos cuantiosos recursos el director saliente, Luis Alfonso Hoyos –ahora nombrado embajador de Colombia ante la OEA–, no supo responder ante el Congreso de la República, y revelando, además, el escaso nivel de compromiso y solidaridad de la sociedad capitalina.

De las 2.000 personas que habitan hoy en el parque Tercer Milenio, se calcula que por lo menos 800 de ellos son menores de edad y que, de éstos, más de la mitad padecen afecciones respiratorias, brotes y alergias en la piel, desnutrición y enfermedades gastrointestinales. No son los únicos, también personas de edad avanzada y mujeres embarazadas padecen más que otros, y con mayor rigor, esta existencia de miseria y marginalidad.

Hace tres semanas, una mujer a punto de dar a luz no encontraba cómo llegar a una clínica, pues no quería tener a su hijo tendida sobre el pavimento y tampoco tenía recursos para su movilización. La Defensoría del Pueblo, que fue contactada de inmediato, dispuso entonces de una ambulancia de emergencia para que la llevara a una clínica. Sin embargo, el conductor de ésta se negó a hacerlo, argumentando que su ambulancia estaba dispuesta para casos de emergencia y que no era un taxi, según me relató una testigo quien prefirió guardar el anonimato por temor a sufrir represalias.

Ésta es otra cara de la moneda. Los desplazados no sólo enfrentan el riesgo que para su vida implica el vivir en un espacio público sometidos al frío, el hambre, las infecciones y la intemperie sino que, además, se enfrentan a pequeñas redes de delincuentes que los acosan y que, a veces, asumen liderazgos a la fuerza, bajo el chantaje y la intimidación. Además, a su interior, hoy se hace evidente la infiltración de actores armados ilegales. El miedo vive con ellos y exhibe muchos rostros. Es el miedo a ser desalojados por la fuerza de un momento a otro, a ser brutalmente reprimidos por la Fuerza Pública como ya les ha sucedido, el miedo a que nunca se solucione su situación y el gobierno no responda conforme a las leyes que rigen al Estado colombiano, el miedo a desfallecer, a que sus hijos les sean arrebatados, a morir de frío o asesinados, a ser apuñalados al anochecer, el miedo a no resistir y a tener que desistir.

La administración del PDA tiene, entonces, la última palabra.

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