Por: Diego Marín – marzo 3 de 2016
En un departamento como La Guajira, que no es conocido en Colombia por ser especialmente democrático, un diario local registró lo sucedido en el corregimiento Conejo, ubicado en el municipio de Fonseca, con más equilibrio que otros medios:
Conejo es un pueblo campesino y somos los primeros que anhelamos la paz porque estamos entre la espada y la pared, porque somos los paganos de todo. Ése fue el tema que ellos trajeron. Vinieron a hablarnos de cómo iba el proceso de paz y por eso fuimos a la reunión […] Ellos sólo vinieron hablar de paz, pero no se metieron con nadie, ni ofendieron a nadie. Eran los 30 guerrilleros armados, entre ellos unas 20 mujeres, el resto eran de civil y no tenían armas.
El diario local continúa con otro artículo que reseña como todo el mundo sabía lo que pasaría en Conejo. Con la franqueza caribeña que tanto molesta a los cachacos, los mismos pobladores aclaran que el miércoles en la noche se retiraron los militares y el jueves en la mañana entraron los guerrilleros. Los periodistas, que llegaron de varias partes del Caribe, afirman que el protocolo y la logística estuvieron mejor que en las entidades gubernamentales.
Un habitante continúa, señalando que todo el pueblo la pasó mejor que en los días del carnaval local y sin trago, en paz. Otro remata diciendo: “que vuelva la guerrilla para que el gobierno nos atienda”. Esto es lo que debe causar tanto ardor en el ego de la godarria de saco y corbata, y por eso no se registra en la prensa nacional, ocupada de morbosos escándalos homofóbicos y del próximo partido de la selección de fútbol.
Yo sigo examinado los titulares de la versión electrónica del diario guajiro, rodeado de nieve a las 4:30 am hora local de Oslo (Noruega), y el calor caribeño que irradian las fotografías contrasta con los escalofríos que produce la realidad regional: “Robo millonario en el Banco Popular de Riohacha”, “Afrodescendientes reclaman inclusión en programas del gobierno”, “Asesinado de un tiro en la cabeza menor de tres meses en Ríohacha”, “Con la llegada de las FARC se movió la economía en el corregimiento de Conejo”. Me acuerdo de mis amigos costeños […] y me avergüenzo de lo lejos que hemos dejado a estos pueblos en la historia y los corazones del resto del país.
Es allá, en esos pueblos, donde el país debe aprender de reconciliación y paz, dejando a un lado la doble moral y la mojigatería de la política tradicional. El sábado pasado, luego de un debate en el festival de cine documental de Oslo al que me invitaron para hablar de Colombia, me preguntaba un periodista noruego sobre las posibilidades de la paz y el fuerte rechazo de los colombianos a las negociaciones. Sin haber visto los vídeos de La Plena, le respondí lo que hoy deja ver el diario guajiro: la famosa oposición de las ciudades es la radicalidad irresponsable de los que no han vivido la guerra, en las regiones, en los pueblos que sí la han padecido, es donde entienden mejor el cuento de la paz.
Imposible no hacer una pausa para recordar como hace diez años teníamos que lidiar con el mismo radicalismo pero de parte de algunos que, con el rollo de la insurrección, enredaron a más de uno en las cafeterías de Bogotá, mandándolos para el monte o dividiendo la izquierda. Hasta el día de hoy, jamás se les vio con el overol puesto y ahora andan de embajadores de la paz, o acomodados en Bogotá con salarios millonarios y varios posgrados debajo del brazo.
A la gente en las regiones no se les puede ‘meter conejo’, menos a los de Conejo que, como muchos otros, han visto correr la sangre por disparos de fusiles de uno y otro bando. Espero que, al menos, tanto los indignados por el ‘atrevimiento’ de las FARC como los que festejamos estos ejemplos de paz se hayan tomado el trabajo de mirar en el mapa donde fue que saltó el conejo. Todo el que cuente con la fortuna de tener amigos costeños, especialmente guajiros, reconocerá la zona de inmediato, gracias a los interminables debates sobre el vallenato al que nos tienen acostumbrados. Conejo queda en la esquina nororiental del eje Valledupar San Juan Fonseca, con Villanueva incluido. Es como un embudo al revés, que se cierra hacia La Guajira y se abre hacia el Magdalena, incrustado en la geografía colombiana entre la Sierra Nevada y la Serranía del Perijá. Conejo queda recostado contra esta última, haciendo frontera con Venezuela.
No hay pueblo de esa zona que no esté nombrado en un vallenato famoso. Diomedes Díaz nació por allí, en La Junta, y por allí queda también Badillo, el pueblo de la custodia famosa de Escalona, mejor dicho, es la propia meca de la cultura vallenata. Pero es también un foco candente del paramilitarismo, por ese embudo invertido hacia el interior del país se vertió gran parte de la violencia de la motosierra y las masacres, subiendo contra corriente por el cauce del río Magdalena. También por eso es que arman tanto escándalo compatriotas como los del Centro Democrático, los de la Federación Colombiana de Ganaderos (Fedegan) y el procurador. Como se dice popularmente, se le metieron a la cocina, hicieron fiesta y no se dieron cuenta ni cuándo salieron. A los amantes de la guerra, enemigos del proceso de La Habana le pasaron la paz por las narices, demostrando que allá, en su patio trasero, también la gente quiere la paz y que su discurso de guerra es un embeleco oportunista e irresponsable desde las alturas de la capital.
Allí reside, para mí, la verdadera importancia estratégica de lo que sucedió en Conejo. Es un golpe de mano de la paz a los señores de la guerra. ¿Cómo se explica que en la propia cuna del paramilitarismo y cuando todos sabían lo que pasaba, nadie diera aviso oportuno a la caverna de Medellín y Bogotá? ¿Dónde quedaron las filtraciones del Ejército hacia el Centro Democrático y Uribe? Esta vez nadie reveló coordenadas, nadie alertó del movimiento de tropas ni de la presencia de la guerrilla. Por primera vez en la historia del gobierno de Juan Manuel Santos, quedó demostrada una real unidad de mando y total acatamiento de la autoridad presidencial: no hubo ni ministros, ni oficiales, ni soldados ni funcionarios que le hicieran el juego al procurador Ordóñez o a Uribe. Esta vez se quedaron solos. Cabe anotar que ‘coincidencialmente’ el presidente Santos también estaba en La Guajira.
Esta historia quedará marcada por el espíritu macondiano del que tanto nos enorgullecemos, y es que, como diría Trespalacios ‘El Propio’: no puede haber paz sin bacanería. La paz es una cuestión de bacanes y bacanas. Pero, en el fondo, lo que sucedió en Conejo fue el primer gran ejercicio público de confianza y coordinación entre las FARC y el Ejército colombiano, de cara a un cese de fuegos bilateral y definitivo. Fue también un golpe de alto valor simbólico para demostrar el apoyo popular a la paz y, sobre todo, fue un golpe a la imagen y la moral de los enemigos del proceso de paz, quienes cada vez están más solos y con mayores dificultades para atajar el tren de la paz, aunque éste atraviese por sus propias fincas.
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