Por: Juan Diego García – diciembre 28 de 2009
La contraofensiva de la derecha en Latinoamérica se incrementa con los últimos acontecimientos, en particular el golpe palaciego en Honduras y, sobre todo, con la decisión estadounidense de ampliar su presencia militar en Colombia con nuevas bases, siete en total, que se sepa.
Contra los gobiernos más nacionalistas y populares se mantiene la estrategia del golpe militar, el sabotaje económico y mediático, y la nunca descartada intervención militar, una estrategia bélica que gana mayor realismo, precisamente, con la renovada alianza entre Uribe Vélez y los halcones de la gran derecha gringa.
Contra los llamados ‘gobiernos moderados’ se busca recuperar el control mediante victorias electorales, para lo cual se acude a todo tipo de tácticas y se invierten ingentes recursos para desgastar a los gobernantes y propiciar triunfos electorales con la vieja o la nueva derecha, manteniendo, a pesar del amplio rechazo popular, las mismas consignas neoliberales, cuyos efectos perniciosos para las mayorías explican en gran medida las derrotas de la derecha en el continente.
Brasil se destaca en este panorama convulsionado por su peso específico en el área mucho más que por la radicalidad de las medidas de su gobierno. En los hechos, Lula ha mantenido con matices sociales la misma política neoliberal de sus predecesores, pero dadas las dimensiones del país y los intereses generados, que chocan parcialmente con la expansión estadounidense en la región, el coloso del sur genera una dinámica de contradicciones que le lleva a competir con los grandes países capitalistas por zonas de influencia y a encabezar un proyecto de integración regional sin los Estados Unidos. La dura oposición de Brasil a la instalación de bases estratégicas en Colombia es buena muestra de ello, así como la adquisición de armamento sofisticado a Francia en cantidades infinitamente mayores que la realizada por Venezuela a Rusia, en ambos casos con evidentes propósitos de defensa.
Hay demasiadas experiencias amargas en el pasado que sugieren no confiar en las explicaciones de Bogotá y Washington acerca del papel inocente de las bases militares. Es obvio que no se trata de combatir el narcotráfico ni menos aún de exterminar un supuesto terrorismo, definido siempre a conveniencia. Resulta paradójico que –a excepción probable de Perú– ningún país latinoamericano califica a los insurgentes de la izquierda colombiana como terroristas. Igualmente, destacable es el actual rol de Brasil en la crisis de Honduras, dadas las enormes repercusiones que tendría para todos dejar impunes a los golpistas.
Externamente, la ofensiva viene de los Estados Unidos –y de la Unión Europea, incapaz de afirmar una política propia–. La nueva administración en la Casa Blanca introduce matices que, sin embargo, no se traducen en cambios importantes en la línea general de su política exterior. En los asuntos decisivos la nueva administración se parece cada vez más a la anterior: no por azar puestos claves del equipo de gobierno siguen en manos de personajes centrales del período de Bush.
La correlación de fuerzas, sin embargo, no resulta tan favorable a los Estados Unidos y sus clases aliadas en el continente americano como era usual en el pasado.
El golpe de estado en Honduras, el despliegue de la IV Flota, las instalaciones militares en Colombia, los intentos de golpe de Estado, la permanente y agresiva política de las empresas multinacionales –en busca de mercados y materias primas en el continente–, la grosera intromisión en los asuntos internos de los países, la hostilidad hacia Cuba y otros estados. Todo ello ha provocado una reacción considerable entre la ciudadanía y una respuesta contundente de casi todos los gobiernos, muchos de ellos amenazados con golpes civiles o militares, similares al de Honduras.
Cada vez resulta más difícil ocultar la realidad y se hace más evidente la manipulación y el engaño que se realiza a través de los medios de comunicación –casi todos en manos de grandes conglomerados económicos–. Resultó inútil, por ejemplo, el intento de vender el golpe de Honduras como una ‘medida constitucional’ y ya es casi imposible ocultar a la opinión pública que el régimen colombiano no es más que un entramado autoritario, excluyente y en manos de una elite civil-militar que combina las formas externas de la democracia con la eliminación sistemática de los opositores. El ex presidente Carter confirmó, en una entrevista a El Tiempo de Bogotá, la directa implicación del gobierno de Bush en el golpe de Estado contra Chávez. Se podría agregar, sin duda, que el Pentágono y la CIA están detrás del golpe contra Zelaya. Siguen tan activos como siempre, a pesar de las buenas palabras de Obama.
Aunque soplan vientos de tormenta en Latinoamérica, no todo es favorable al imperialismo. Las medidas que favorecen a las mayorías populares concitan apoyos electorales muy significativos a los gobiernos progresistas y permiten cambios constitucionales de gran relevancia. En todos los casos, esos cambios han sido sometidos a la voluntad popular en las urnas, obteniendo respaldos contundentes que dan mucha legitimidad a los gobernantes y dificultan la acción de la derecha. Al mismo tiempo, se incrementa la defensa de los recursos naturales y aumenta el sentimiento nacionalista y la reivindicación de la propia identidad, en duro contraste con la vergonzosa obsecuencia de las elites tradicionales respecto a europeos y estadounidenses y su no
ocultado racismo y desprecio de indígenas, negros y mestizos, a quienes siempre han mirado como a etnias inferiores.
La soberanía y la autodeterminación ganan nuevas dimensiones en el actual proceso nacionalista y popular, en contraste con el discurso tradicional de las clases dominantes que entremezclan con cinismo las palabras más solemnes de supuesto patriotismo con la entrega vergonzosa a intereses foráneos. Uribe Vélez, por ejemplo, clama que Colombia da una prueba fehaciente del ejercicio de su soberanía nacional… ¡entregándola a los gringos! O sea, el país es soberano para vender su soberanía mediante tratados militares secretos, hurtados al conocimiento del país y que ocultan a los vecinos las reales intenciones de estas bases, todo lo cual aumenta las suspicacias y provoca el rearme general como medida de disuasión o, al menos, para hacer muy costosa una posible agresión colombo-gringa contra cualquiera que se convierta en objetivo. Venezuela, por ejemplo.
Estas corrientes populares, de tan claro protagonismo, constituyen la fuerza fundamental que sostiene a los gobiernos nacionalistas y populistas del continente y son el mayor obstáculo a los planes de la derecha. La destacada movilización popular en Honduras y la airada reacción continental contra la instalación de siete bases militares en Colombia –para no citar sino los dos hechos actuales más significativos– muestran las dificultades de la política imperialista en la región y el laberinto en que se mueven las clases dominantes de estos países.
Por supuesto, la contraofensiva de la derecha criolla e internacional no ha sido vencida, ni mucho menos. Volverán a intentar otro golpe, como el de Honduras, y otras provocaciones, como el ataque colombiano a Ecuador. Y no debería descartarse aquí un conflicto armado más o menos general y la vuelta a los baños de sangre con los cuales se ha destruido siempre en Latinoamérica a los movimientos populares y nacionalistas. Sólo que esta vez lo tienen más difícil y la consigna del comandante cubano Juan Almeida Bosque, recientemente fallecido, llena hoy las calles de Tegucigalpa y otras ciudades del continente como grito de batalla: “aquí no se rinde nadie”.
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