Por: Juan Diego García – julio 7 de 2012
El gobierno de Juan Manuel Santos no atraviesa precisamente por sus mejores momentos y algunas voces ponen ya en cuestión su posible reelección en 2014. Importantes iniciativas del Ejecutivo colombiano han tenido escasa fortuna y, sobre todo, ponen de manifiesto de manera muy preocupante todas las limitaciones que afectan al sistema político colombiano.
La Ley de restitución de tierras a los campesinos despojados violentamente se empantana no sólo por sus modestos alcances sino por las inercias de una burocracia corrupta e ineficiente que necesitaría más de un siglo para devolver las propiedades a sus legítimos dueños: colonos, campesinos pobres y comunidades negras e indígenas. Además, los usurpadores ya actúan con la violencia de siempre, a través del llamado Ejército Antirestitución que no es otra cosa que paramilitarismo. Imposible satisfacer, entonces, las reivindicaciones de las gentes del campo.
El llamado ‘Marco jurídico para la paz’ es otra ley que no satisface a los insurgentes, pues constituye una normativa pensada ante todo para favorecer aún más a los paramilitares. Su oferta de ‘perdón generoso’ a cambio del arrepentimiento de los insurgentes –Farc-Ep, ELN y EPL– ignora a propósito los términos reales dentro de los cuales el movimiento guerrillero estaría dispuesto al abandono de las armas. Esta ley no es más que una nueva versión de la propuesta permanente de éste y los anteriores gobiernos: ‘ríndanse y seremos generosos’. Por los motivos que sea, y a pesar del reconocimiento oficial de la existencia del conflicto armado, la clase dominante se niega a vincular un proceso de paz con reformas estructurales de la propiedad y del poder. En consecuencia, la guerra continúa.
Menos alentadoras suenan las iniciativas del Ejecutivo para ‘mejorar’ el fuero militar en términos tales que satisfaga a unas Fuerzas Armadas implicadas en violaciones sistemáticas de los derechos humanos, corrupción y vínculos ya innegables con el paramilitarismo y el narcotráfico. A estas alturas ya no es posible hablar de ‘manzanas podridas que desprestigian la institución castrense’. Sin embargo, una reforma a fondo del estamento militar y policial no aparece en la agenda del actual gobierno y existen muchas dudas acerca de los verdaderos alcances de la reforma emprendida en los organismos de seguridad luego del inevitable desmantelamiento del DAS, policía secreta convertida –especialmente durante el gobierno de Uribe Vélez– en una tenebrosa policía política típica de los regímenes dictatoriales.
El más reciente tropiezo de Santos ha sido la reforma a la justicia, una normativa promovida por él desde los comienzos mismos de su mandato y que se presentó como el cambio decisivo de una justicia lenta, corrupta y marcadamente clasista, con índices de impunidad que superan el 95% de los delitos y que castiga de forma suave y escandalosa a los delincuentes de cuello blanco, militares, policías y políticos y funcionarios incursos en delitos gravísimos, mientras persigue con saña a los activistas sociales que se destacan en la defensa de intereses populares y, ya no se diga, a los miembros de la insurgencia condenados a penas de prisión que equivalen realmente a cadena perpetua si es que antes no desaparecen en un orden carcelario tildado ya como un sistema de exterminio.
La ley de reforma de la justicia tenía, en lo fundamental, todo lo que Santos había propuesto en los últimos meses y así lo defendió su ministro de Justicia en el Congreso. Pero, un esperpento jurídico que consagra la real impunidad de parlamentarios y funcionarios condenados o procesados por delitos de enorme gravedad, y al mismo tiempo ofrece beneficios escandalosos a la rama judicial fue visto inmediatamente por la opinión pública no sólo como un atentado contra la misma Constitución sino como un pago del Ejecutivo a las otras ramas del poder a cambio de concentrar aún más facultades en el presidente, rompiendo definitivamente equilibrios tan caros al ideario liberal burgués del Estado.
El escándalo se reflejó de inmediato en las encuestas de opinión, castigando sobre todo al propio Santos, quien en una pirueta de imposible encaje legal ‘devolvió’ la ley al Congreso y citó a sesiones extraordinarias para derogar el engendro, decisiones que no están contempladas en la normativa vigente. Una ley que en su momento aparecía como una de los mayores logros de esta administración se volvió contra el gobierno con resultados aún impredecibles. La decisión de Santos, además de detener el deterioro de su imagen pública, busca sin duda dificultar una iniciativa popular en marcha que propone un referendo que puede revocar al Congreso por carecer de legitimidad.
A estos fiascos debe agregarse que hace poco un movimiento estudiantil de dimensiones formidables obligó al gobierno a retirar un proyecto de ley de reforma del sistema educativo. A los universitarios, tanto de centros públicos como privados, se unieron educadores, familiares y un sinnúmero de voces de todos los estamentos del país, ante lo cual el gobierno tuvo que dar marcha atrás.
Pero, a la oposición popular a las leyes del gobierno debe agregarse la labor de abierto sabotaje del anterior presidente Uribe Vélez, quien busca una taimada reelección acusando a Santos poco menos que de traición a la patria, connivencia con la guerrilla y de apoyar la ‘dictadura’ de Hugo Chávez. Ha lanzado el denominado ‘Frente Antiterrorista’ que congrega lo más representativo de la extrema derecha y que cuenta con no muy disimulados apoyos desde los cuarteles. Tal parece que los militares en activo se expresan a través de una asociación de oficiales en retiro que recientemente llamó a convocar un referendo revocatorio del presidente Santos.
En pocas palabras, todo parece pintar oscuro para un personaje que se propuso ser el ‘presidente de la paz’: en materia económica es bastante incierto el futuro inmediato del modelo exportaciones, el mundo teme una enorme recesión y, por tanto, una gran reducción de la demanda de materias primas. Por otra parte, no puede ser mayor el descrédito de la Unidad Nacional –unión de conveniencia de todos los partidos de la derecha que apoyan al gobierno–. A esto se suman las reacciones populares, que son cada vez más fuertes y organizadas.
En materia de seguridad, la intensa actividad del movimiento guerrillero desmiente las versiones oficiales sobre su supuesta debilidad. Los militares, por su parte, están inquietos y la extrema derecha política conspira abiertamente mientras el paramilitarismo actúa con total impunidad, quitando fuerza a las promesas presidenciales de garantizar a la oposición el ejercicio de la actividad política sin temor por sus vidas.
Pero Santos aún tiene cartas importantes que jugar. En su favor está el hecho mismo del coste material de la guerra, un despilfarro monumental de recursos que bien podrían emplearse en actividades productivas. El presidente puede intentar convencer al núcleo duro del gremio empresarial de la conveniencia de alcanzar algún tipo de pacto con los insurgentes y con los movimientos populares. Puede, además, mostrar los riesgos para el sistema de mantener el actual estado de cosas. No debe ser muy difícil indicar a los centros reales del poder, o sea, a los que deciden, los peligros a corto plazo que supone la estrategia belicista y enloquecida de Uribe Vélez y la extrema derecha.
Si Santos consigue demostrar a la clase dominante que lo respalda que las ventajas de un proceso de negociación política con la insurgencia y con los movimientos populares resultan mayores que los sacrificios que es necesario llevar a cabo, puede seguramente reconducir un gobierno que parece hacer aguas por muchas partes y presentarse en 2014 a la reelección en competencia con la extrema derecha de Uribe y, seguramente, también con una fuerza de izquierda que congregue las múltiples iniciativas políticas y sociales que, por su fortaleza, son ya una realidad innegable.
Una formidable movilización popular en favor de la paz puede debilitar mucho la estrategia de la extrema derecha, aunque por motivos obvios también favorezca parcialmente a Santos. Un frente de izquierdas sólido puede dar la sorpresa en la próxima contienda electoral frente a una derecha dividida entre un Santos de formas refinadas y la grosería altanera de Uribe.
Pero la debilidad de Santos podría incrementarse y la tentación de abandonar sus propuestas de paz serían para él una salida, igualmente en búsqueda de su reelección. En tales circunstancias, Colombia tomaría caminos muy diferentes. Además, después de Zelaya y Lugo ni los gobiernos de derecha como el de Santos están libres de la amenaza, pues la estrategia continental de los Estados Unidos no es precisamente promover la paz sino volver a las dictaduras, esta vez por métodos ‘más civilizados’, como los golpes “constitucionales”, elecciones amañadas, etc. Todo indica, entonces, que es mejor observar qué dice o hace el Pentágono y no hacer mucho caso a las declaraciones melifluas de la Casa Blanca, que se entera de los golpes de Estado cuando ya los agentes gringos los han producido.
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