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Álvaro Uribe condecora en 2004 al exembajador de Estados Unidos en Colombia, William Wood - Foto: Presidencia

Por: Juan Diego García – 17 de febrero de 2011

Álvaro Uribe Vélez, ex presidente de Colombia, ha logrado salir airoso de todas las acusaciones que en su contra han formulado la oposición, los representantes de organizaciones defensoras de derechos humanos nacionales y extranjeras, sindicalistas, líderes indígenas y de otras minorías nacionales, estudiantes y activistas populares del más amplio espectro, sin excluir a periodistas e intelectuales, personalidades del mismo sistema y, en ocasiones, hasta gentes de sus propias filas, desengañadas o sencillamente abrumadas ante el cúmulo de escándalos de corrupción administrativa, nepotismo generalizado, empezando por los hijos del presidente, despilfarro y, sobre todo, unas relaciones nunca suficientemente aclaradas con los grupos del paramilitarismo, ellos mismos manifiesta y públicamente fervorosos partidarios del expresidente.

El autoritarismo acusado del antiguo primer mandatario fue saludado por la prensa local como una ‘necesidad ante el caos’ y sus permanentes arranques de histeria y malos modos, que contrastan agudamente con la tradición mojigata de la burguesía bogotana –núcleo central de la clase dominante del país–, han sido vistos como expresión de ‘entereza’, algo que en realidad no es más que grosería, probables desarreglos de personalidad y, en el mejor de los casos, una caricatura tropical del ‘macho ibérico’.

Álvaro Uribe Vélez contó igualmente con el apoyo sin fisuras de la prensa internacional, del gobierno estadounidense y de sus aliados de la Unión Europea, que todos a una hicieron la vista gorda ante las múltiples violaciones de derechos humanos fruto de su política de ‘seguridad democrática’. Era el gesto agradecido de gobiernos y empresas beneficiados por un régimen de inversiones que más bien parece un derecho de saqueo de los recursos del país. Uribe les ofreció, entre otras ventajas, una mano de obra barata, sometida al terror y sin derecho laboral alguno, sindicalistas convenientemente acallados, exiliados o eliminados físicamente y todo ello con la finalidad de garantizar la llamada ‘confianza inversionista’.

Hasta Washington, supuestamente tan celoso de perseguir el tráfico de drogas, ‘olvidó’ los informes de sus propias agencias de espionaje sobre los vínculos del personaje y su familia con el siniestro entramado del narcotráfico colombiano y en particular con el cártel de Medellín y su figura más emblemática: Pablo Escobar Gaviria. En efecto, la misma DEA lo incluyó en la lista de los principales personajes del negocio de las drogas en Colombia, una acusación nunca aclarada y que se desvió discretamente del debate público por las evidentes ventajas que les supone a unos y otros.

Hasta ahora las cosas le iban bien y, fuera ya de la Casa de Nariño, Uribe desarrolla de forma inmediata una febril actividad para convertirse en un poder real detrás del trono de Juan Manuel Santos, el sucesor que él mismo propició cuando se frustraron sus intentos de gobernar por tercera vez. Pero, de repente, las cosas cambian y aquello que parecía controlado, como el escándalo de las actividades ilegales de la policía secreta durante su gobierno, empieza enlodando a sus más inmediatos colaboradores y termina por colocarlo a él mismo como el más obvio responsable de las mismas. Se ha producido, entonces, una verdadera desbandada en las filas del uribismo y el número de leales a toda prueba se reduce día a día.

Es probable que sus desavenencias con un sector decisivo del Poder Judicial hayan propiciado que el escándalo de la policía secreta, DAS, dependiente directamente de presidencia, no se archivara como tantos otros casos y coloquen hoy al exmandatario en una situación de impredecible evolución que podría llevarlo al banquillo de los acusados.

En realidad, las actividades ilegales del DAS son de vieja data y jamás ocurrió nada. Esta vez, sin embargo y para desgracia de Uribe y sus muchachos, un conjunto de circunstancias obran en su contra. En efecto, desde siempre las andanzas del servicio secreto han sido denunciadas reitreradamente por las fuerzas de izquierda y las personas progresistas que han sido víctimas de sus abusos. Y, si se analiza desapasionadamente el caso, el espionaje evidentemente ordenado desde la casa presidencial es mucho menos grave que las otras actuaciones de la policía secreta, involucrada en atentados, desapariciones forzadas, asesinatos, provocaciones, la permanente violación de los derechos de miles de ciudadanos y las actividades de seguimiento y espionaje en el extranjero, en abierta violación de las normas del derecho internacional. Pero las famosas ‘chuzadas’ –interceptaciones telefónicas y grabaciones ilegales– han afectado esta vez al núcleo mismo del Poder Judicial, a los guardianes de la Constitución y a las leyes, con quienes Uribe tuvo un conflicto permanente a lo largo de sus ocho años de gobierno. Ante las abrumadoras evidencias y ante la convicción cada vez más generalizada de que tal entramado de acciones ilegales no podían producirse sin la orden expresa del presidente, se produce entonces una cascada de confesiones y deserciones de los implicados que, directa o indirectamente apuntan el dedo acusador hacia quien se va conformando como el jefe máximo de la trama: Álvaro Uribe Vélez.

Por supuesto, también parecen existir otras razones para entender por qué alguien que hasta ayer gozaba de un apoyo casi absoluto del sistema se vea hoy ante el riesgo de ser sometido a la justicia como responsable de una empresa criminal. Para quienes están convencidos de la naturaleza democrática del régimen colombiano, el juicio contra los responsables del espionaje del DAS –y con mayor motivo si el mismo Uribe Vélez resulta encausado– constituye la mejor prueba de la fortaleza del sistema y de la vigencia del Estado de derecho. Pero, para un observador más suspicaz, todo el asunto puede tener una explicación menos feliz que supone que todo está siendo utilizado por quienes tienen realmente el poder en Colombia para deshacerse de un personaje incómodo que se empeña en seguir gobernando desde las sombras y, de paso, permitir al nuevo presidente inaugurar una nueva etapa que, manteniendo las líneas básicas de la política actual, supere los problemas de imagen que sin duda afectan al país y están todos estrechamente vinculados a Álvaro Uribe Vélez y su equipo de gobierno.

Alguien como él, que en su momento resultó útil tanto a la clase dominante local como a las estrategias continentales de los Estados Unidos y sus aliados, sería ahora un peso muerto, un estorbo que es necesario eliminar.

En el plano nacional, Uribe intenta reorganizar sus huestes y medir sus fuerzas con las nuevas autoridades, no tanto porque éstas vayan a ‘traicionar su legado’ sino porque, dados los problemas de todo orden que arrastra el expresidente y de los cuales parece no estar ya en capacidad de deshacerse, se ha convertido en un problema molesto que en indispensable superar. En el plano internacional, el expresidente busca fortalecer sus alianzas con lo más granado de la ultraderecha continental y se pasea por Honduras y Panamá recibiendo honores, apoyos y condecoraciones. Sin embargo, esos dos ‘dechados de democracia’ apenas cuentan, por lo que de complicarse las cosas no le quedaría como recurso salvador sino la intervención a su favor de la derecha más dura del Pentágono. El expresidente debería recordar que los Estados Unidos no tienen amigos sino intereses y que como un Fujimori cualquiera, para no mencionar al Noriega de la Panamá de sus amores, Washington sacrifica ‘aliados’ sin miramientos cuando le resulta necesario. Así paga el diablo a quien bien le sirve.

Pero, a juzgar por los antecedentes de la justicia colombiana, bien puede ocurrir que tras un engorroso proceso, y aún condenado, Uribe Vélez jamás pague por sus crímenes. El pueblo colombiano lo sabe por experiencia: ‘la ley es pa’ los de ruana’, es decir, sólo se aplica realmente a los humildes.

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