Por: Juan Diego García – mayo 13 de 2011
La actual constitución ecuatoriana establece el principio del Buen Vivir como un instrumento que permitiría tanto armonizar el orden social como alcanzar una relación sana con la naturaleza, inspirándose inicialmente en las propias tradiciones indígenas pero con el propósito de sintetizar éstas con las culturas europea y africana, todas ellas presentes en el complejo tejido multiétnico del país.
Armonizar el orden social comienza con la redistribución de la riqueza, garantía material de un Buen Vivir, dando de esta manera satisfacción universal a las necesidades básicas de la población. Socialmente, el Buen Vivir supone el fin de toda suerte de exclusión, algo fundamental en una sociedad con un alto porcentaje de población discriminada por su origen racial. De igual forma, el sistema político haría compatibles la democracia representativa con formas nuevas de participación directa de las comunidades en el manejo de los asuntos públicos. La armonía con la naturaleza exigiría un modelo de producción esencialmente diferente al actual y el fin de toda forma de consumismo.
El Buen Vivir de Ecuador guarda estrecha relación con orientaciones similares en Bolivia y Venezuela, y es compartido por muchos movimientos sociales en la región. En palabras del presidente Chávez, por ejemplo, el objetivo de la Revolución Bolivariana no es hacer a todos más ricos sino permitir el pleno despliegue de las potencialidades individuales y colectivas, algo que se riñe con la idea tradicional que vincula el simple crecimiento económico con el desarrollo. La idea del Buen Vivir tampoco resulta ajena a otros conceptos corrientes hoy en sociedades que ponen en tela de juicio las relaciones de propiedad y poder, así como el vínculo entre su modo de vida y el impacto que éste produce en el medio natural. El énfasis en la dimensión cuantitativa, tan ligada al sentido mismo de la sociedad del consumo, parece dar paso a consideraciones mas cercanas a la calidad de vida, al cuidado de la naturaleza, a cálculos menos restringidos sobre la explotación de los recursos y a la responsabilidad con las futuras generaciones.
Ahora bien, cualquiera de estas estrategias del Buen Vivir –o del consumo responsable y el rompimiento con el mito de asociar automáticamente crecimiento con progreso y desarrollo– lleva indefectiblemente a cuestionar el sistema mismo, es decir, a preguntarse si un cambio tan radical en el orden social –casi un cambio de civilización– es compatible con el capitalismo y, de no ser así, cuáles serían entre otras consideraciones, las relaciones de propiedad y poder, la participación ciudadana y el tipo de producción y distribución de la riqueza social en ese nuevo ordenamiento. La respuesta en el Nuevo Mundo es cada vez más clara: los movimientos sociales, en el poder o en la oposición, mayoritariamente desconfían del capitalismo y proponen en su lugar un socialismo acorde con sus propias condiciones y más cercano a la idea del Buen Vivir. ¿Un vínculo, acaso, con la tradición del movimiento socialista? En particular, con ese “ocio creador” que tan magistralmente plasmó en su folleto “El derecho a la pereza” el propio yerno de Karl Marx, casualmente el cubano Paul Lafargue.
Los retos que enfrenta esta búsqueda de alternativas al capitalismo no son pocos. Si en el mundo rico algo similar al Buen Vivir supondría drásticos cambios en los patrones de producción y de consumo, en la periferia pobre del sistema las dificultades se multiplican porque no sólo se trata de cambiar el modelo capitalista por otro sino satisfacer primero muchas de las tareas históricas que su capitalismo raquítico, deformado y dependiente nunca resolvió. Una reducción de la actividad económica o, en todo caso, un reordenamiento y racionalización de la misma resulta más cómodo cuando se cuenta con múltiples recursos de capital, conocimientos, tecnología y una población cualificada y que mayoritariamente tiene resueltas sus necesidades básicas, pero no sucede así en las difíciles condiciones del atraso. Los recursos de todo orden que permitieron el desarrollo del capitalismo metropolitano o no existen o se presentan de manera muy precaria en los países pobres.
La estrategia del Buen Vivir en países como Ecuador, Venezuela, Bolivia y similares tiene, entonces, la urgente necesidad de intensificar la producción y no sólo de propiciar mecanismos de redistribución que mejoren la vida cotidiana de las inmensas mayorías de la población. Tareas obvias, como democratizar la propiedad rural mediante una profunda reforma agraria, industrializar, construir las infraestructuras necesarias, universalizar la educación y la salud, en pocas palabras, acceder a la modernidad, suponen imponer una dinámica y un esfuerzo productivo de dimensiones considerables que exigen abolir los actuales privilegios de las elites –un acto de enorme y revolucionaria violencia en todos los órdenes– y traen consigo un impacto sobre el medio natural que, si no median alternativas realizables, seguiría los mismos o similares caminos de la modernidad en Occidente. Nada de esto resulta compatible con el Buen Vivir. Seguir el ejemplo de China o India resulta bastante alejado de este ideal y muestra que el camino clásico parece indisolublemente ligado a una explotación atroz de los trabajadores y a producir un impacto considerable sobre la naturaleza.
¿Es posible la industrialización y la modernización de la agricultura sin generar altísimos impactos en el medio ambiente? ¿Es viable lograrlo sin hacer uso de los mismos métodos de superexplotación del trabajo, típicos de la acumulación primitiva del capitalismo? Ésta es una cuestión central en el debate y constituye un reto no sólo teórico sino práctico cuando se asumen responsabilidades de gobierno. Si reformar el capitalismo dependiente ha sido hasta ahora tarea imposible ante las resistencias oligárquicas locales e imperialistas externas, no resultará nada fácil desmantelar el sistema mismo y construir otro en su lugar. Las medidas de corte keynesiano podrían ser, en todo caso, una respuesta parcial al actual capitalismo salvaje, pero es muy dudoso que sirvan igualmente para dar satisfacción a los interrogantes centrales que plantea una estrategia como la del Buen Vivir.
Además, contra el Buen Vivir y contra el desarrollo en general actúa el modelo ‘extractivista’, tan típico de los países periféricos –y Ecuador, Bolivia y Venezuela lo son– en los cuales una parte considerable de sus recursos proviene precisamente de la minería, la extracción de petróleo y gas, y otras actividades similares que impactan de manera muy agresiva en el medio ambiente y no generan acumulación interna de capital, pues principalmente se benefician las empresas transnacionales. Al mundo pobre se deja, en todo caso, la industria más contaminante y de menos valor agregado, y se le impone un desarrollo agrícola basado en la gran explotación moderna, enemiga acérrima del medio ambiente y que ni siquiera está dirigida prioritariamente al mercado nacional.
De esta forma, la economía ‘extractivista’ actúa de lleno contra las intenciones de superar la naturaleza depredadora del industrialismo. Además, y esto resulta de importancia estratégica, el modelo actual no hace más que prolongar en estos países su carácter de economías subsidiarias, complementos menores de las economías metropolitanas, es decir, eterniza la relación de dependencia y agota recursos que serán claves para su desarrollo futuro.
Alcanzar el consenso social necesario para que una estrategia del Buen Vivir cuente con apoyos suficientes no es sencillo cuando se trata de las llamadas ‘clases medias’ acostumbradas al consumismo, sobre todo en sus estratos más altos, y reacias por tanto a cualquier cambio que suponga renuncias y sacrificios. No por azar, allí se anida la mayor reacción contra los gobiernos de progreso. La oligarquía criolla, aún siendo tan minoritaria –no pasará del 1% de la población– consigue en estos estratos su clientela electoral, a la que se suma, por lo general, el sector social más atrasado políticamente, manipulable por el clero conservador y los monopolios de medios en manos de multinacionales. Pero las mayorías tampoco están a resguardo de esta cultura del consumismo tan diferente al Buen Vivir, sujetas como están a la manipulación que identifica bienestar y consumismo, felicidad y modo de vida metropolitano.
El sistema cuenta, entonces, con la ventaja de la cultural predominante, extraña por principio a la idea del Buen Vivir. El sueño de alcanzar los niveles de consumo que observan en la clase dominante y sobre todo el que se transmite por los medios de comunicación puede llegar a dificultar la aceptación de una idea como la del Buen Vivir, aunque, considerando el grado de pobreza de las grandes mayorías –inclusive de sectores crecientes de la pequeña burguesía empobrecida por el neoliberalismo y sumida en la desesperanza por la actual crisis–, es de suponer que para el pobrerío de estos países será siempre más realista optar por un ideario que se traduce en la satisfacción real de sus necesidades básicas –aunque sólo sea eso, ya es mucho– que permanecer indefinidamente viviendo del sueño irrealizable de una vida dorada en el capitalismo.
El apoyo mayoritario de la población, la fuerza que adquieren ideas como las del Buen Vivir, será probablemente la clave del apoyo electoral mayoritario que hasta hoy ha permitido a los presidentes Correa, Morales y Chávez sortear con éxito el juego tramposo que supone la democracia burguesa: ‘con cara gano yo, con cruz pierdes tú’.
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