Andrés Gómez – 23 de febrero de 2011
Once familias que han sufrido el desplazamiento forzado en Colombia viven, desde el 24 de agosto de 2008, en un edificio donado al Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF) en Bogotá. La necesidad de un techo y la inacción del Estado motivaron a esas personas a tomarse el inmueble ubicado en el barrio Santafé, que se encontraba abandonado y era usado como cambuche y depósito de basuras por habitantes de calle. Desde entonces, el ICBF sólo ha pedido la restitución de la edificación, sin aclarar lo que pasaría con sus 51 ocupantes. Desde el pasado 3 de febrero, ellos permanecen alerta, luego de la última amenaza de desalojo.
De acuerdo a estas familias en estado de vulnerabilidad, en cuatro ocasiones el ICBF ha intentado desalojarlas: la primera de ellas fue el 28 de septiembre de 2008, cuando la expulsión se evitó gracias a la gestión de Claudia Marcela Contreras, directora regional del ICBF; la segunda, el 31 de agosto de 2009, cuando el desahucio fue detenido por la Personería de la localidad de Mártires, que no lo permitió ante la insuficiente ayuda humanitaria para los desplazados; la tercera, el 20 de septiembre de 2010, que no se realizó al no encontrarse presentes todas las entidades necesarias, aunque se trató de persuadir a los habitantes de abandonar el inmueble, ofreciendo a cada familia $500.000 para irse; y la cuarta, el 3 de febrero de 2011, cuando sólo la Policía se hizo presente y tampoco se llevó a cabo la diligencia. Así que, hasta hoy, sigue son saberse cuál será la suerte de estos desplazados, cómo se llevará a cabo su reubicación y de qué forma se les entregarán las ayudas humanitarias y los subsidios a los que tienen derecho.
Dos años sin ayudas
Al principio, eran trece familias, provenientes de lugares tan distantes del país como Buenaventura y Córdoba, las que se tomaron el edificio “La Nueva Era Social” para asegurarse un techo. Al llegar, según cuenta Milton Rosales, representante de la Asociación de Familias Desplazadas de Colombia (Asofadescol), tuvieron que conseguir tubería para distribuir el agua potable desde el primer piso a las demás plantas del edificio y buscar la manera para conseguir la energía eléctrica de forma clandestina, pero sin afectar a ningún vecino, ante la negativa para conectar el inmueble.
De esas familias quedan once, que se han repartido el edificio de manera tal que, a pesar de que una de ellas tiene más de diez integrantes, no haya hacinamiento en la vieja construcción. Además, los residentes hicieron un manual de convivencia para mantener buenas relaciones y asegurarse buenas condiciones de vida. Sin embargo, a pesar de haberse asegurado un techo, los servicios básicos y organizarse para tener una vida más digna, la subsistencia no es fácil y la amenaza de ser desalojados se suma a las duras situaciones que han vivido.
Los desplazados que se tomaron el edificio que el ICBF tenía abandonado, y lo adecuaron para vivir, sólo consiguen trabajos temporales en el sector informal, como la mayoría de personas en su situación. Heriberto Robledo, quien es padre de más de una decena de hijos y escapó al reclutamiento forzado de las AUC en el municipio de Carepa (Antioquia), vive de vender chicharrón en las calles del barrio Santafé y se muestra muy preocupado porque, de efectuarse el desalojo en las condiciones actuales, no tendría adonde ir y nadie le arrendaría ni siquiera una habitación por la cantidad de hijos que tiene. Asegura también que desde hace un año no recibe las ayudas humanitarias y el turno que le dieron para ser atendido por la Unidad de Atención al Desplazado (UAO) lo llevaría a ser atendido como en un año.
Milton Rosales, vocero de los desplazados, se desmovilizó del Ejercito Popular de Liberación (EPL) en 1991 y asegura que ha sido desplazado en tres ocasiones, siendo víctima de miembros de la Policía de Montería (Córdoba) –primero por integrantes del grupo Únase, unidad policial que precedió al Gaula, y luego por agentes de la Sijín–. Durante el tiempo que ha permanecido con su familia en el edificio, denuncia no haber recibido las ayudas humanitarias que por ley les corresponden y que en un año sólo recibieron un apoyo de $975.000, como auxilio de arriendo y alimentación por tres meses.
Sin soluciones y sigue llegando gente
Al igual que Heriberto, Milton no recibirá atención en menos de un año: él, en su calidad de desplazado, tiene el turno 101.005 en la UAO, cuando a la fecha se han atendido apenas 1.416 turnos y la respuesta que consiguen es que deben seguir la ruta de Acción Social. La ayuda que percibe del Estado se limita al Programa Familias en Acción, quienes tampoco les garantizan una subsistencia digna ni, mucho menos, condiciones de retorno y de restitución de sus derechos y dignidad.
“Es difícil vivir así y no hay sitio seguro”, afirma Milton. Cuenta, además, que algunos de los demás desplazados terminan suicidándose a causa de la persecución que sufren y que, por otro lado, no pueden volver o serían asesinados, al igual que muchas de las personas que retornan a sus sitios de origen por el desespero y sufrimiento que viven a diario. Adicionalmente, menciona que para los desplazados la experiencia de vivir en la ciudad después de vivir en el campo es bastante traumática por el cambio de costumbres, la falta de ayuda y oportunidades, y por lo costoso que resulta vivir en una capital como Bogotá.
Heriberto y su familia afirman que no pueden volver a Carepa y que seguirán habitando el edificio y vendiendo chicharrón porque en el municipio donde nació siguen dominando los paramilitares que reclutaron a muchos de sus amigos. Según él, algunos de los jóvenes se han desmovilizado, mientras que otros siguen perteneciendo a las estructuras de los grupos armados de ultraderecha.
El problema del desplazamiento forzado hacia Bogotá se acrecenta cada vez más, pues la expulsión violenta de miles de familias campesinas continúa, y se suma a un desplazamiento intraurbano que hasta hace muy poco no era tenido en cuenta en el país con más desplazados en el mundo: según cifras de la Secretaría de Gobierno del Distrito Capital, a Bogotá cada día llegan aproximadamente doscientas personas desplazadas que requieren una atención especial y, según demuestran los hechos, encuentran una escasa atención por parte de las instituciones responsables de paliar la grave crisis humanitaria que se vive en el país de la prosperidad democrática.
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