Por: Juan Diego García – noviembre 7 de 2012
Se afirma en algunos medios de comunicación que con su discurso el representante de las FARC-EP en Oslo “se salió del guión acordado”. Otros indican, con igual énfasis, que tal ‘salida’ se produjo igualmente por parte del jefe de la delegación gubernamental.
En realidad, lo ocurrido debería asumirse como algo normal en este tipo de procesos, sin dar mayor crédito a las voces pesimistas –o interesadas– que ven en el incidente el anuncio de un fracaso inevitable. Aún es temprano para saber qué puede ocurrir en las próximas semanas en La Habana y sobre todo en Colombia misma, pues, a pesar de los esfuerzos gubernamentales por mantener las negociaciones casi en secreto, se produce la reacción de diferentes sectores ciudadanos –mayoritariamente en favor del proceso de paz, pero sin que falte la reacción airada de la extrema derecha, por ahora minoritaria–.
El incidente, en realidad, no hace más que poner de manifiesto las divergencias existentes tanto en el alcance como en los contenidos mismos del proceso. El gobierno mantiene en lo fundamental la misma posición oficial sostenida en los anteriores procesos de paz que, en pocas palabras, pretende alcanzar la desmovilización de los alzados en armas sin concesiones mayores que afecten al actual sistema. Seguramente se desea un proceso de paz similar al conseguido con el M-19, que fuera de cambios cosméticos no aportó nada sustantivo: en la práctica, sólo se permitió una cierta apertura del espacio político –pero muy controlado y compatible con el sistema– y una Constitución cuyos avances en términos democráticos apenas si tienen traducción en los derechos reales de la ciudadanía –además de ciertas ventajas jurídicas y materiales para los desmovilizados–. Por el contrario, los procesos de paz con las FARC-EP y el ELN han fracasado precisamente por la negativa de estas agrupaciones guerrilleras a pactar el abandono de las armas si no se acuerdan reformas que afecten las relaciones sociales básicas de propiedad y poder.
Cabe anotar, sin embargo, que las reformas propuestas por los guerrilleros no han supuesto nunca la implantación de un régimen socialista o comunista. Puede discutirse la pertinencia o realismo de sus propuestas, pero no su plena compatibilidad con un orden capitalista en lo económico y con la democracia burguesa en lo político. ¿Acaso el discurso de ‘Iván Márquez’ en Oslo no lo demuestra de manera fehaciente? ¿Acaso su diagnóstico no corresponde con la realidad del país y con las mismas cifras oficiales sobre la problemática nacional? Sorprende escuchar al vocero del gobierno afirmando que es posible dar satisfacción al punto primero de la agenda, la cuestión agraria, sin tocar para nada el modelo económico vigente que tiene en la política minera, la agroindustria y los planes de masivas inversiones en infraestructuras, su eje principal –todos ellos a realizar fundamentalmente en las zonas rurales–.
Y lo que resulta válido para la cuestión agraria lo es igualmente para el segundo punto, relativo a los cambios en los sistemas de participación política. Es legítimo que los insurgentes no depongan las armas mientras no se reforme el sistema de participación política, empezando por lo más elemental: la garantía de la vida. El asunto no es de menor cuantía, habida cuenta de los nefastos antecedentes –el exterminio de la UP, con más de 5.000 asesinatos, para no ir más lejos–, en los cuales toda la responsabilidad cabe a las autoridades, por acción u omisión. En este contexto, la declaración de Humberto de la Calle, vocero del gobierno, según la cual nada se tocará de la “doctrina militar” podría entenderse como otro torpedo dirigido a la línea de flotación del barco de la paz, pues para cualquiera que conozca, así sea de forma somera, la realidad colombiana resulta obvio que sin una renuncia creíble del gobierno a la guerra sucia nadie en su sano juicio va a salir a la plaza pública, a sabiendas de estar bajo la amenaza cierta de la acción criminal de los paramilitares, los militares, la policías y los organismos de seguridad, todo ello en abierta complicidad con las autoridades locales.
Transformar radicalmente esta situación supone, precisamente, un cambio profundo en la doctrina militar, en la función de las Fuerzas Armadas, en la manera como se ejerce el ‘monopolio legal de la violencia’ por parte del Estado. Y es así porque el paramilitarismo y la guerra sucia no han sido nunca ruedas sueltas o hechos aislados, como se quiere hacer creer, sino parte importante de la estrategia contrainsurgente del gobierno.
Aún es pronto para evaluar un proceso que apenas comienza. De todas maneras, sería muy positivo que las autoridades otorgaran a las organizaciones sociales medios adecuados para que participen en las negociaciones, limitando a lo estrictamente indispensable aquello que exige reserva y discreción.
Tampoco parece muy positivo poner al proceso límites temporales demasiado estrechos, que generen coincidencias inapropiadas con la posible reelección del presidente Santos, ni el empecinamiento con el estado se niega en redondo a cualquier tregua con la guerrilla. Podría acogerse la propuesta de humanización del conflicto, hecha por el expresidente Ernesto Samper, si es que resulta demasiado embarazoso para las autoridades aceptar la realizada por el dirigente máximo de las FARC-EP, Timoleón Jiménez. Se trataría rebajarle el tono a lo estrictamente militar y favorecer el desarrollo de otra atmósfera para no hacerle el juego a los envenenadores de oficio que encabeza el expresidente Uribe Vélez, seguido tan de cerca por casi todos los creadores de opinión de los medios, quienes continúan en su labor tradicional de intoxicar, un esfuerzo que bien podrían dedicar a causas mejores: la paz, por ejemplo.
No parece entonces que los voceros del gobierno y de la insurgencia se hayan ‘salido del guión’. Quitando dramatismos innecesarios al asunto, en realidad puede afirmarse que las cosas discurren dentro de la normalidad. Seguramente que en Oslo ‘Márquez’ salió más favorecido que De la Calle, quien se limitó a un discurso plano, retórico, puramente formal, para desahogarse después en diálogo con los periodistas.
El vocero oficial del gobierno debió prever que las FARC-EP no desaprovecharían la ocasión para lanzar al mundo su mensaje. No estaban precisamente en Bogotá, en donde los medios de comunicación filtraron convenientemente las intervenciones, de manera que sólo a través de medios alternativos ha sido posible a su ciudadanía escuchar completamente los planteamientos de los guerrilleros. La delegación del gobierno debió prepararse mejor y no dar la impresión de que tenían poco o nada que decir, pues si se lee con detenimiento el acuerdo firmado entre las partes en La Habana se concluiría que las autoridades están dispuestas a propiciar cambios nada desdeñables en muchos órdenes. ‘Márquez’ adelantó en grandes líneas qué quieren las FARC-EP. Aun no se sabe qué desea el gobierno de Santos ni hasta dónde está dispuesto a llegar. Pero ése será precisamente el tema central de las conversaciones que se inauguran dentro de pocos días en la capital de Cuba.
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