Por: Juan Diego García– 14 de abril de 2010
En las cárceles colombianas languidecen alrededor de 7.500 presos políticos, hombres y mujeres, de los cuales unos 500 son guerrilleros de las FARC que esta organización insurgente pretende intercambiar con el gobierno por veinte militares y policías capturados en combate y que ellos consideran, en consecuencia, como prisioneros de guerra. El resto corresponde a un colectivo amplio y diverso, compuesto por campesinos pobres, líderes estudiantiles, intelectuales, dirigentes sindicales, activistas populares, defensores de derechos humanos y todo aquel sospechoso de simpatías con la guerrilla, que será automáticamente acusado de rebelión o terrorismo.
Los insurgentes de las FARC y del ELN serían considerados prisioneros de guerra si el gobierno aceptara la existencia del conflicto y no se limitara a tildarlos de simples delincuentes comunes. Pero la fórmula mediante la cual Uribe acepta el intercambio humanitario supone precisamente que los insurgentes son simples malhechores que podrían abandonar el presidio sólo si no regresan a las filas de la guerrilla. Todo indica que el objetivo de esta exigencia no es otro que envenenar el proceso desde su comienzo para hacer imposible llegar a acuerdo alguno, al tiempo que se ofrece una imagen de flexibilidad y generosa disposición por parte de las autoridades. Sin embargo, ¿tendría sentido, por ejemplo, que a su vez las FARC exigieran del gobierno una condición similar, es decir, que los militares y policías que se devuelvan a la libertad se comprometan a no regresar a las fuerzas armadas?
La iniciativa intrépida de la incansable senadora liberal Piedad Córdoba, que se encuentra en Europa para conseguir apoyos a un acuerdo humanitario, forma parte de un movimiento de creciente dinámica en la misma sociedad colombiana, acrecentado por la liberación unilateral de dos militares, realizada por las FARC en días pasados. La senadora considera que, aunque las posiciones de gobierno y guerrilla aparecen hoy como irreconciliables, si hay voluntad siempre es posible encontrar fórmulas intermedias que satisfagan a todos. Y, cuando falta la disposición, también es factible y necesario crear condiciones políticas y sociales que la produzcan.
Los 500 guerrilleros intercambiables apenas son mencionados en los medios de comunicación. Muy poco se ha indagado sobre su suerte. La televisión pública
española RTVE realizó hace algún tiempo un informe sobre las dos principales cárceles de Bogotá –La Modelo y La Picota– que denuncia las terribles condiciones de internamiento que padecen los reclusos, sometidos ciertamente a una verdadera ‘picota’ moderna en presidios que sóo pueden ser ‘modelos’ de violaciones sistemáticas y masivas de los derechos más elementales. Se muestra igualmente el duro contraste con las celdas de lujo reservadas a los escasos paramilitares que han sido condenados. Pero poco más trasciende del
asunto y sólo ocasionalmente se conocen en los medios alternativos las denuncias de las organizaciones humanitarias y del colectivo de presos. El caso más reciente –del cual circula un video que conmueve e indigna por su crueldad sin límites– trata del caso del guerrillero del ELN Diómedes Meneses, quien, herido en combate, torturado –los militares le sacaron un ojo con un cuchillo– y degollado, se dio por muerto y fue enviado a medicina forense para la autopsia. Los médicos descubrieron que aún vivía y lo salvaron milagrosamente. Condenado a treinta años de presidio y recluido en las condiciones más inhumanas imaginables, permanece hoy lisiado –una esquirla de granada le rompió la columna–, desnutrido y con una de sus piernas afectada de gangrena sin que se le den las atenciones médicas indispensables. Lleva varias semanas en huelga de hambre, exigiendo un tratamiento humanitario, pero su caso no merece la atención de los medios.
Este caso es, sin duda, el más dramático y conocido, pero en condiciones similares se debaten muchos otros presos políticos, hombres y mujeres, que soportan enfermedades crónicas sin recibir ninguna atención. De los muchos que han muerto por esta causa tampoco se informa en los medios de comunicación. De nuevo, y sin disminuir para nada el drama de los retenidos o secuestrados por la guerrilla, resulta paradójico constatar que los liberados o fugados de la selva regresen en condiciones físicas y mentales razonablemente buenas, mientras no se puede decir lo mismo de los presos en manos del gobierno, sobre todo si se consideran los recursos materiales que tienen a su disposición unos y otros. El caso de Meneses contrasta violentamente con las imágenes difundidas de una Ingrid Betancourt recluida por años en la selva y supuestamente a punto de morir, quien aparece poco después sana y vital el día de su rescate. Las supuestas cadenas que atenazaban sus manos eran en realidad un rosario y su rostro de apariencia moribunda, una interpretación teatral acorde con las necesidades de la propaganda oficial.
Los restantes presos políticos, más de 7.000, en su inmensa mayoría no son más que activistas sociales víctimas de un sistema judicial que procede en base a pruebas manipuladas, delatores pagados, testigos anónimos, encapuchados –como en los tiempos de la Inquisición– y confesiones arracadas por medio de la tortura, aprendida de los estadounidenses, israelíes y otros mercenarios que adiestran las fuerzas armadas y los organismos de seguridad locales. Tales prácticas son parte de una estrategia de contrainsurgencia que incluye aislar a la guerrilla de sus apoyos sociales, sean estos efectivos o simplemente potenciales. Se trata de ‘quitar el agua al pez’, utilizando desde los desplazamientos masivos de población, la represión indiscriminada y los bombardeos –sin distinguir entre población civil y combatientes– hasta la literal cacería de todo activista social que en opinión de las autoridades resulte
sospechoso de simpatías con los insurgentes o que pudiera llegar a serlo.
En su lenguaje siniestro, los militares argentinos de la dictadura afirmaban que si entre cien sospechosos dados de baja tan sólo había entre ellos un par de subversivos el objetivo de golpear a la insurgencia estaba cumplido: el terror generalizado contra la población afectada neutralizaría su reacción y la protesta se estaría ahogando en su cuna. Y lo consiguieron, al menos por un tiempo. Así justifican paramilitares y militares en Colombia sus atrocidades contra todo el que ellos consideran un objetivo y, con igual ‘filosofía’, muchos jueces y fiscales aceptan pruebas y procedimientos reñidos con la verdad y la
justicia, y llenan las prisiones de activistas sociales para evitar que las luchas reivindicativas puedan llegar a coincidir con la insurgencia.
Diversas organizaciones nacionales e internacionales adelantan ahora una campaña de denuncia sobre la dramática situación de los miles de hombres y mujeres recluidos en las cárceles colombianas, sometidos a condiciones infrahumanas, permanentemente amenazados y presionados para que se conviertan en delatores, so pena de graves consecuencias también para sus familiares –ya han ocurrido varias desapariciones y atentados mortales–. Muchos de ellos están, de hecho, sentenciados sin esperanzas de recuperar algún día la libertad, a pesar de que la cadena perpetua no existe en el país. La campaña exige su libertad inmediata y, en todo caso, el respeto por las convenciones internacionales que Colombia ha firmado siempre y jamás cumple.
Los presos políticos de este país han sido ignorados a propósito por los grandes medios de comunicación nacionales e internacionales, aliados del gobierno de Uribe. Ahora, desde las prisiones, reclaman solidaridad y apoyo. Su grito de protesta y su denuncia van abriéndose paso, a pesar del pesado manto de silencio que intenta hacerlos invisibles desde hace tantos años.
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