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Por: Juan Diego García- 26 de abril de 2010

El paulatino desmantelamiento del Estado de Bienestar en las economías metropolitanas marcha paralelo con un debilitamiento progresivo del Estado de Derecho y es cada vez mayor el divorcio entre el ideario liberal clásico y las políticas concretas que rigen la vida cotidiana. ¿Se asiste a un renacimiento del fascismo? Por doquier, una economía de guerra se justifica por la necesidad de combatir un supuesto enemigo externo de dimensiones apocalípticas –ayer era el comunismo, ahora el terrorismo– y se afianza un orden social que promueve al mismo tiempo un individualismo feroz y el gregarismo alienante, instaurando el reino del más fuerte, la ley de la selva, la competencia feroz y el principio utilitarista según el cual el fin lo justifica todo. Es la cara amarga de la sociedad capitalista y, sin duda, lo más parecido al orden fascista tradicional.

La crisis actual –que es mucho más que una crisis económica– no se enfrenta mediante algún tipo de reformismo, como proponen pensadores burgueses lúcidos y prudentes, sino a través del mantenimiento de la misma estrategia neoliberal que le dio sus tintes más dramáticos. En el Viejo Continente continúa la hegemonía conservadora y en los Estados Unidos, agotado el ‘fenómeno Obama’, queda en evidencia la continuidad real de la administración anterior. En este contexto, la distancia entre la vieja derecha ‘civilizada’ y los matones del nuevo fascismo es cada vez más difusa. Se comienza coqueteando con sus consignas –la xenofobia, por ejemplo–, se continúa conquistando sus bases electorales y se termina adecentando a la bestia parda con su participación en los parlamentos, mientras sus grupos de choque ocupan calles y plazas imponiendo el terror.

El ‘Tea Party’ en Estados Unidos constituye la expresión del fundamentalismo cristiano, con su carga de xenofobia, racismo exacerbado y tradicionalismo –sin olvidar en su discurso la defensa del libre mercado–, un programa que recoge las dos grandes vertientes del pensamiento burgués actual: la neoliberal, en lo económico, y la conservadora, en el ámbito de la moral pública y la vida cotidiana.

La estrategia de este movimiento de la extrema derecha no excluye ninguno de los conocidos métodos del terror: presiones, intimidaciones, manipulaciones y amenazas de muerte, en una atmósfera de sospechosa complicidad y de impunidad garantizada, que trae a la memoria los peores años del KKK o la cacería de brujas del macartismo.

En Europa también se asiste a la resurrección de los viejos fantasmas del fascismo. De una parte, existen quienes promueven abiertamente la xenofobia y el racismo, muchos de ellos con presencia parlamentaria –inclusive en el parlamento de la Unión– y en algunos casos formando parte de los gobiernos –ocurrió en Austria, sucede en Italia– o presentes en la administración regional y local –en Alemania, por ejemplo–. De otra parte, los partidos tradicionales de la derecha no tienen inconveniente en asumir muchas de las consignas de los ‘ultras’ para conquistar su electorado –Sarkozy o Berlusconi, por ejemplo–. De una u otra manera se produce, entonces, un renacer del fascismo, como un proceso que afecta a todo el continente: es así en Holanda, Reino Unido o España –de la mano de los herederos del franquismo, incrustados en el Estado y con un peso considerable en el tejido económico–. Con manifestaciones aún más dramáticas, la derecha extrema de corte fascista florece imparable en el este de Europa y el caso más reciente es Hungría.

El nuevo fascismo tiene sus formas propias y su lenguaje particular, pero coincide básicamente con el anterior al incluir el inevitable ‘chivo expiatorio’. Ahora, además de judíos, comunistas y gitanos, se trata de musulmanes, negros, latinoamericanos y, en general, de la inmigración pobre.

Como en la dura atmósfera de la Gran Crisis que precedió al fascismo, se produce hoy una concentración exagerada del poder político en la Rama Ejecutiva, en desmedro del supuesto equilibrio de poderes, convirtiendo los parlamentos y el poder judicial en simples instrumentos dóciles del Ejecutivo, el que a su vez resulta prisionero de grandes conglomerados de intereses –con el capital financiero y especulativo a la cabeza–.

Se produce, igualmente, la negación del juego político tan caro al ideario democrático burgués, siendo reemplazado por instancias opacas que funcionan sin ningún control democrático, como gobiernos de facto. Más que en los parlamentos o en los consejos de ministros, las decisiones claves se toman en los centros económicos y en las instituciones financieras. El Poder Legislativo se limita a dar legalidad a las propuestas que emanan del Ejecutivo, que a su vez actúa según las ‘sugerencias’ de grupos de intereses privados nacionales y extranjeros.

Además, el sistemático recorte del espacio político, la invasión creciente de la
privacidad y el manejo del conflicto con tácticas de ‘guerra urbana’, como ha ocurrido recientemente en Dinamarca o Grecia, convierten el derecho de protesta en un riesgo, en contraste con la tolerancia a la actuación criminal de las bandas callejeras del nuevo fascismo. En síntesis, un panorama de conflicto bélico interior y exterior que no presagia nada tranquilizante.

En la periferia del sistema la inexistencia de regímenes democráticos hace innecesario el fascismo. Aquí, la negación de la democracia tiene una larga tradición, sin nada que envidiar a las prácticas criminales del capital en las metrópolis. En efecto, ajenas por completo a un orden burgués democrático, se rigen las dictaduras latinoamericanas, las satrapías árabes, las tiranías sangrientas en África o las ‘democracias’ instauradas por Occidente en Afganistán, Irak y Pakistán, o mediante el proyecto sionista en Palestina.

Pero ni la hegemonía política de la derecha ni el avance de la peste parda suceden sin la oposición de las clases laboriosas y de quienes suscriben la democracia. En Estados Unidos se gesta una movilización popular, aún temprana pero significativa, de núcleos de intelectuales y de colectivos enfrentados a estas tendencias malsanas del sistema: pacifistas, ecologistas, comunidades religiosas progresistas, inmigrantes, desempleados y trabajadores de diversas ramas, entre otros. En Europa, mientras tanto, los viejos partidos de la socialdemocracia –sumidos en una profunda crisis ideológica y política tras su deserción a las filas del neoliberalismo– apenas logran levantar cabeza, a excepción quizás del Partido Socialista Francés que, aliado con las nuevas formaciones de la izquierda anticapitalista ha alcanzado éxitos electorales muy destacables, en un modelo que puede ser válido para el resto del continente. La izquierda –si por tal se considera a las fuerzas políticas que se proponen superar el capitalismo y no simplemente reformarlo o administrarlo mejor– apenas empieza a salir del marasmo que produjo  la caída de la URSS y la desaparición del campo socialista. De momento, la actividad inmediata de la izquierda busca, al menos, detener el avance de la derecha en su estrategia de desmantelar la democracia burguesa. De conseguirlo, se habría dado un primer paso a partir del cual se abrirían nuevas alternativas para avances
mayores.

En Latinoamérica y elCaribe, allí donde los movimientos populares gobiernan, las nunca desaparecidas fuerzas de la reacción más oscura, en coalición con el capitalismo internacional, contraatacan con un variado arsenal que va de las victorias electorales ‘limpias’, como en Chile, o fraudulentas, como en Colombia, México y Honduras; hasta el sabotaje sistemático; el terror; la guerra civil o la directa intervención de tropas extranjeras, si llega el caso. Si en el mundo rico amenazan nubarrones que presagian un futuro inmediato plagado de temores para las fuerzas democráticas, en el mundo pobre, con resultados desiguales, el combate está ya en pleno desarrollo. La cadena podría volver a romperse por su eslabón más débil.

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