Por: Maureen Maya Sierra – agosto 8 de 2016
El general (r) Harold Bedoya Pizarro ha burlado la acción de la justicia durante décadas: no sólo fue señalado de coordinar la Triple A, como era conocida la Alianza Americana Anticomunista en su versión colombiana, y de participar activamente en el asesinato de varios dirigentes de la Unión Patriótica sino que también fue acusado, tiempo atrás y en repetidas oportunidades, de tener estrechos vínculos con el paramilitarismo y de haber ordenado torturas y asesinatos cuando fue comandante del Batallón de Inteligencia y Contrainteligencia ‘Charry Solano’.
Todos los procesos en su contra, incluso aquel que se falló a favor del senador Manuel Cepeda Vargas, asesinado en 1994, fueron condenados a la más abyecta impunidad. Y el general siguió incólume, desde su madriguera, rumiando odio y destilando veneno contra el país, pero la Colombia de los años noventa no es la misma que hoy se une para construir, contra viento y marea, un país en paz.
Su posición sectaria y dogmática, sus amenazas y sus trinos de guerrero brabucón ya no tienen cabida en la nueva Colombia que desea nacer. Una vez más, se equívoca el general si cree que con sus gritos destemplados y su tono vociferante podrá truncar el avance triunfal de los acuerdos de paz e impedir el férreo acompañamiento de los sectores sociales y democráticos del país al proceso de negociación con la guerrilla de las FARC.
Hoy, buena parte de la sociedad colombiana tiene la plena certeza de que llegó el momento histórico, anhelado por varias generaciones, de poner punto final a una brutal y degradada guerra de la que durante lustros se beneficiaron políticos corruptos, empresarios ambiciosos y militares sin escrúpulos, como el general Bedoya. Somos muchos los que hoy levantamos nuestra voz y entregamos nuestro corazón a la causa de la paz, los que exigimos que, sin demoras, se aplique el Artículo 22 de la Constitución Política de Colombia para que, unidos bajo la bandera de la democracia y la justicia social, empecemos a proponer un mejor país, sin súbditos, sin gamonales, sin excluidos y sin guerra.
Es posible que un sector de la ultraderecha con poder político y económico lo acompañe en su grito desafiante de guerra. Sin duda, del mismo harán parte los Uribe, los Pastrana, los Londoño, los Ordóñez, la rancia derecha de abolengo y miserias morales, la cúpula castrense vinculada a graves violaciones a los derechos humanos, los Lafauries y todo su séquito de terratenientes expoliadores que se opone a los planes de restitución de tierra para los campesinos desplazados, las mafias y sus escuadrones de sicarios a sueldo. Podrán generar un ambiente de zozobra, alzas en los precios y escasez de alimentos como el que antecedió el golpe contra el presidente chileno Salvador Allende en 1973. Podrán, incluso, hacer eco permanente de sus deformados cuestionamientos al proceso de paz a través de sus filiales RCN y Caracol, podrán enlodar el nombre de valientes dirigentes sociales y políticos, de periodistas y analistas. También podrán perseguir, estigmatizar, atemorizar y atizar el odio, el miedo y la confusión, pero tengan la absoluta certeza de que no pasarán.
En Colombia, el país del sangrante corazón, se han aceptado durante toda su historia republicana hechos aberrantes, de consumado sadismo y maldad, perversiones indescriptibles, injusticias lacerantes, pero jamás se apoyarán aventuras golpistas ni más retrocesos democráticos. Menos ahora, cuando una nación pujante se une para defender su legítimo derecho a vivir en paz.
Por eso le digo y le repito, general: no pasarán y será finalmente la historia la que con dureza juzgará su turbio proceder.
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* Periodista, escritora y defensora de derechos humanos.
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