En Colombia, la minería tradicional a pequeña escala sigue practicándose en condiciones de gran peligro apra quienes desempeñan labores en los socavones - Foto: Max Steenkist

En Colombia, la minería tradicional a pequeña escala sigue practicándose en condiciones de gran peligro apra quienes desempeñan labores en los socavones - Foto: Max Steenkist

Por: Manuela Torres – mayo 6 de 2012

Como se recuerda, el pasado 7 de marzo un accidente cobró la vida de nueve mineros en Angelópolis, cuenca del Sinifaná, suroriente de Antioquia. Una tragedia más en la ya larga lista de eventos similares en la pequeña minería de socavón, que volvió a poner en evidencia las graves fallas de seguridad laboral que se presentan en este tipo de explotación. Es una problemática que no sólo afecta a las más de 300 minas informales de esta cuenca, también prevalece en departamentos como Boyacá y Norte de Santander, donde la minería informal es la fuente de ingresos de miles de familias.

El jueves 8 de marzo, Arnulfo Velásquez fue entrevistado por un noticiero nacional. Papel en mano explicaba que la mina El Desespero, de su propiedad, lugar de la tragedia en la que fallecieron nueve mineros, tenía autorización para explorar y explotar el terreno, amparado con el título minero a nombre de Gustavo Mejía, de Carbones La Clara Balastrera Ltda., con quien tiene un contrato de operación por término indefinido. En su rostro era evidente que le urgía aclarar la información errónea publicada el día anterior, que afirmaba que la mina no tenía autorización para operar y que además él, Arnulfo, sería el principal culpable del hecho funesto, en el que murió un hermano suyo, un sobrino y 7 de sus trabajadores. Adicionalmente, rectificó el nombre oficial de la mina: no se llama El Desespero sino La Cascada.

Sin embargo, contrario a lo esperado, ninguno de los trabajadores sobrevivientes renunció y cuatro días después del entierro de sus nueve compañeros volvieron a laborar. La mina tenía en regla sus papeles y cumplía requisitos legales en afiliación a riesgos profesionales, y era además su fuente de subsistencia. Es más, después de la tragedia nuevos trabajadores llegaron a pedir enganche en la mina. ¿La razón? El carbón es la mayor fuente de empleo de la región del Sinifaná, donde se calcula que hay 300 pequeñas minas similares a la de Arnulfo.

“La gente es muy consciente de que una tragedia puede pasar en cualquier mina”, asegura Arnulfo, quien dirige La Cascada desde 2010 y agrega que es la primera vez que en la zona ocurre un accidente de tal magnitud en una mina tan pequeña.

¿Qué pasó?

La vida de Diego Luis Chaverra, experto en seguridad minera y salud ocupacional en la Cuenca del Sinifaná, está ligada a la tragedia de 1977 en Industrial Hullera, en ese entonces, la mina más grande de la cuenca y en la que fallecieron 86 mineros. La casi pérdida de su padre, que logró sobrevivir al accidente, le dejó un marcado interés por la minería y un compromiso por mejorar las condiciones laborales, sobre todo en la minería informal. Así, ha trabajado 18 años de su vida en este tema, razón por la cual Arnulfo Velásquez lo contrató para hacer el diagnóstico de las causas del reciente accidente en La Cascada.

Los hallazgos que en su diagnóstico señala Diego evidencian y resumen la crisis de seguridad laboral que aqueja a la minería del Sinifaná, en particular, y del país, en general. Encontró que la vida de los nueve hombres fue cegada por el desconocimiento de labores antiguas en esa zona. Los mineros trabajan según sus costumbres tradicionales y excavan siguiendo la dirección de la veta del carbón sin un estudio topográfico previo.

Diego descubrió que el 7 de marzo, cuando los mineros avanzaban en el interior de La Cascada con pica y no con pólvora –como se dijo en los medios–, se encontraron con una pared de 50 cm de espesor que sostenía una bolsa de agua de 140 metros cúbicos, o sea, 140 toneladas de peso, que fue la causante de la muerte de los trabajadores por ahogamiento. El agua represada provenía de un terreno que hace 40 años se trabajó de manera ilegal, hecho que Arnulfo desconocía por completo.

Accidentes como estos son más comunes de lo que se cree, dice Diego, experto en diseño de planes de prevención de riesgos, pero no hay cifras acertadas sobre el número de víctimas fatales y de heridos, agrega. Entre otras cosas, porque muchos accidentados no son reportados o lo son como heridos en accidentes de tránsito, a fin de que sean atendidos por el SOAT.

Las causas más comunes de los accidentes son: gas metano dentro de los socavones, inundación por agua represada, atropellamiento de coches, contacto eléctrico y caída de rocas, la mayoría por causa de inadecuada infraestructura para la explotación del carbón.

¿El culpable?

Decir que Arnulfo Velásquez es el único responsable es ignorar los ínfimos recursos con los que los mineros trabajan. En esta zona, la minería tiene la particularidad de ser de subsistencia, no de grandes proyectos. Por eso, ninguna de las pequeñas minas tiene el músculo financiero para hacer estudios de mantenimiento e instalar sistemas de seguridad industrial, y menos para ejecutarlos.

Pero la responsabilidad recae, a su vez, en quien posee el título minero y contrata con terceros la operación, a pesar de que el contrato entre el dueño del título y el pequeño minero Arnulfo Velásquez especifica que “el contratista asume la responsabilidad de las relaciones laborales que adquiera con los empleados y los riesgos que el trabajo conlleve”.

En desacuerdo con lo anterior, el director de la regional del Ministerio del Trabajo, Gustavo Gómez Areiza, señala que la responsabilidad es también del dueño del título minero, por operar con contrato a particulares que no tienen la infraestructura exigida por Ingeominas. Recordó que en 2010 un grupo conformado por delegados del ministerio, alcaldes y personeros de los municipios, inspectores de policía y un representante de la Personería de Familia hicieron 67 visitas preventivas a la cuenca del Sinifaná. En La Estación y Balastrera, corregimientos del municipio de Angelópolis donde se concentra el mayor número de explotaciones, encontraron que la mayoría de éstas operan sin título minero, sin formalidad laboral ni seguridad social. Precisamente, tras esta visita se dio la orden de cierre de La Cascada hasta que cumpliera con los requisitos.

Ante esto, el alcalde de Angelópolis reconoció en un acta la ilegalidad de 105 minas y declaró que en ocasiones ha intentado cerrar algunas por el riesgo que representan para sus trabajadores, pero esto implicaría un problema mayor, ya que el grueso de la economía familiar en el municipio depende del trabajo en estas minas. Reconoce, asimismo, que el municipio no está en condiciones de generar otros ingresos y, en consecuencia, “solicita al Estado tomar decisiones y entre todos dar una solución a esta problemática”.

Por otro lado, el Estado no cumple con la obligación de hacer los levantamientos topográficos de la zona. Diego Chaverra asegura que para ello se necesita la cooperación de los mineros, pues, aunque éstos no poseen los recursos para hacerlo por su cuenta, sí tienen conocimientos sobre el número y la ubicación de aquellas minas que han sido cerradas o están abandonadas. La Secretaría de Minas, ente encargado de llevar a cabo esta tarea, sólo fiscaliza el cumplimiento de las normas técnicas, mientras que el Ministerio de Trabajo se encarga de vigilar que se cumplan las exigencias laborales y de seguridad social.

Yo, el empleador

Bernardo Franco, de 47 años, es, al igual que Arnulfo, propietario de dos pequeñas minas. Como su padre, se inició en la minería por necesidad, dado que la precariedad del trabajo en la agricultura no le permitía subsistir. Sin ningún conocimiento en el tema, a la edad de 25 años se inició como arrastrador de coches de carbón, la tarea más mal paga de la mina, y así fue aprendiendo todo sobre el oficio. Esto, hasta cuando un accidente con explosivos afectó sus oídos y destruyó su ojo derecho, dejándolo impedido para trabajar. Tras ocho años de lucha por conseguir la pensión que le correspondía, abrió dos minas en Angelópolis, donde llegó hace 18 años, y ahora es minero empleador.

En la primera mina comenzó la excavación con tres trabajadores, en un terreno que ahora está en manos de la Fiscalía. Allí existen varias minas y ninguna ha requerido título minero para operar, pues, dice Bernardo, ésta es “un área libre” y las autoridades no han llamado la atención al respecto. “A pesar de que uno es el que ha trabajado y luchado aquí desde hace años, de que uno es el que conoce el terreno, por dónde entrar, dónde trabajar, puede ser sacado en cualquier momento: no nos dejan trabajar”, reconoce con resignación.

La segunda mina la construyó en la vereda La Estación, en un terreno de su propiedad, no muy lejos de La Cascada. Para ello contrató a Diego Chaverra, quien con sus estudios y recomendaciones le permitió mejorar notablemente las condiciones de seguridad en la mina. Ésta la opera mediante un contrato con Guillermo Antonio Correa, quien exige que todos los trabajadores estén afiliados a la seguridad social integral, incluyendo riesgos profesionales.

Ambas minas son representativas del intento de transición de la minería rústica tradicional a una minería que quiere cumplir con los requisitos de Ley, que le garanticen el reconocimiento del Gobierno, pues actualmente la minería rústica emplea a más de 7.000 personas en toda la Cuenca, y produce más de 30.000 toneladas de carbón al mes.

Las mujeres defienden su lugar

Ante sus precarias condiciones económicas como madre soltera y cabeza de familia, Ruby Alexandra Betancur, de 28 años, comenzó a trabajar en La Cascada. Ahora es una de las diez personas que laboran en la mina de Bernardo Franco. Dice sentirse bien allí, pues considera que las condiciones de seguridad y el orden en el puesto de trabajo es mejor que en la mayoría de los entables de la zona, donde, según ella, se corre mayor peligro: “yo he trabajado en el socavón, pero me gusta más estar afuera porque los riesgos son menores. Adentro uno no se sabe si va a volver a salir”.

Al pensar en su futuro, Ruby suspira con tristeza y sólo desea que sus tres hijas no hereden su oficio, pues éste, en las condiciones actuales, degrada la salud y desgasta su espíritu, con jornadas de diez horas de lunes a domingo y un salario que no supera el mínimo legal.

Además, Ruby tiene que lidiar con el machismo que impera en este oficio. Tuvo que enfrentarse al Decreto 1335 que prohíbe a las mujeres laborar en las minas. “Me puse a llorar cuando el funcionario del Ministerio de Minas me mencionó ese decreto. ¿Yo, qué hago? ¿Si no es aquí, dónde trabaja uno?”. Ante la situación, Bernardo Franco y ella captaron la atención de algunos medios nacionales y regionales para expresar las dificultades que dicho decreto representaba para la comunidad y, en consecuencia, el Ministerio dio la autorización para que las mujeres regresaran a su trabajo, con la condición de que no fuera en tareas que las obligara a entrar en el socavón.

Somos informales, no ilegales

Con el fin de agrupar a la pequeña y mediana minería, en 2008 nació la Asociación de Mineros de la Cuenca del Sinifaná (Asomicsi), que representa los intereses de 86 pequeños mineros y que, en palabras de Rubén Darío Serna, su presidente, es “perseguida por el Gobierno”, que clasifica su actividad como ilegal y le niega la oportunidad de formalizarse.

“Nosotros no trabajamos al margen de la Ley, nosotros pedimos que se modifique la Ley de Minas para priorizar los derechos de los pequeños mineros, con el fin de acceder a los títulos y respetar su labor, cediendo las hectáreas que requieran para continuar con ella de una manera digna”, dice Serna.

El principal requisito para formalizar una mina es que su dueño posea el título minero, pero adquirirlo requiere un capital de más de cincuenta millones de pesos, cantidad casi imposible para un pequeño minero.

Más del 70% de las ganancias de una pequeña mina se destina al pago de regalías, al pago del porcentaje al dueño del título – $4.000 por tonelada– y a salarios, liquidaciones, seguridad social integral y compra de materiales, lo que deja al dueño de la mina con una parte mínima de la ganancia. A esto se suma que el pequeño minero se ve en la obligación de vender el mineral a precios irrisorios: mientras un mayorista vende hoy la tonelada a $135.000, el pequeño minero la vende a $95.000, en razón a que lo hace a través de un intermediario, que es la única opción del mercadeo de su producto. De ahí que las mayores ganancias de la venta del carbón quedan en manos de personas que no pertenecen a la región.

Asomicsi demanda del gobierno capacitación, subsidio de salud social, facilidad para acceder a los títulos mineros y créditos de fomento a la minería. Además, propone que las grandes universidades públicas de Colombia hagan presencia en la zona, como retribución por los conocimientos adquiridos en los estudios allí realizados.

Al respecto, el director de la Regional del Ministerio de Trabajo, Gustavo Gómez Areiza, asegura que la respuesta a la crisis es la modificación de la legislación y la apertura de un diálogo con todos los actores de esta industria. También urge un cambio en la cultura de la región, permeada por los grupos armados y el fenómeno de la drogadicción y la delincuencia, aspectos que profundizan la inequidad. Esta propuesta, señaló, la ha llevado a la Mesa Minera, constituida por el gobierno de Antioquia, los trabajadores y los empresarios, con el fin de generar un cambio en las condiciones laborales y sociales que genere progreso a los municipios. El proceso es largo y sólo hace falta voluntad, agregó.

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