Por: C. Traven
¿Cómo es posible que los emberá soporten tanto frío bajo los plásticos que apenas los cubren de la lluvia? Me lo preguntaba cada vez que pasaba por el Parque Nacional, viéndolos aguantar las heladas noches bogotanas. ¿Cómo resisten? la respuesta es fría como Bogotá. Los emberá han resistido siglos de violencia y exclusión que no se detienen y que ahora los obliga a buscar refugio en ciudades frías como Bogotá, a pesar de que son oriundos de geografías cálidas. Aquí, en las calles de Bogotá la lucha por sobrevivir continúa peleando por algo básico como un lugar digno para habitar.
Desde el año 2020, miles de personas emberá de diversos pueblos han huido de la violencia, el extractivismo y la pobreza que asolan sus tierras en Chocó, Risaralda y Valle del Cauca. El ciclo interminable, iniciado a finales del siglo XX, de desplazamientos y retornos entre las ciudades y las comunidades del Alto Andágueda, es el testimonio amargo de un conflicto armado que no ha encontrado solución.
En un acto de desesperación, en 2021, las familias emberá ocuparon el Parque Nacional, exigiendo al gobierno nacional y a la alcaldía de Bogotá una respuesta: un lugar seguro para vivir. Más de 1.500 indígenas se plantaron frente a la indiferencia del Estado en ese año, con la esperanza de que las promesas de cambio no fueran otra ilusión más. A pesar de pequeños avances en 2021 y 2022, las condiciones en los albergues seguían siendo insoportables, mientras la violencia en sus territorios los empujaba de nuevo hacia la incertidumbre.
En mayo de 2022 las comunidades abandonaron el Parque Nacional por grupos tras más de siete meses de ocupación. En octubre de 2023, 100 personas regresaron al Alto Andágueda debido a las pésimas condiciones de los asentamientos. La situación, para quienes se quedaron empeoró tras la orden de desalojo en la Unidad de Protección Inmediata (UPI) La Rioja, en el centro de Bogotá, donde los indígenas enfrentaban hacinamiento y problemas de salud e infecciones respiratorias.
A octubre de 2024, las tensiones persistieron, a pesar de ambiciosas políticas públicas y un aumento en la inversión para las comunidades indígenas. Los problemas de fondo continúan sin resolverse, el retorno previsto para julio, y que involucró a más de 900 personas, tuvo que ser reprogramado. Lilia Solano, Directora de la Unidad para las Víctimas, en rueda de prensa ofrecida en el Parque Nacional, el 8 de septiembre del 2024, afirmó: “Buscamos las mejores condiciones en el territorio ancestral para garantizar los principios de dignidad y seguridad para todas las familias”.
El Turbión tuvo acceso a información que indica que la Unidad de Víctimas ya había intentado otros diez retornos, con una inversión superior a $6.300 millones de pesos.
II
El 6 de septiembre de 2024, una vez más, Bogotá se convirtió en el escenario de promesas que, como tantas otras veces, brillaban en los despachos pero se desvanecían en las montañas. Me encontraba allí, viendo cómo el undécimo retorno de los emberá, gestionado por la Unidad para las Víctimas y el Distrito, con un presupuesto de $609.821.238, se iniciaba con flashes de cámaras y micrófonos de prensa.
Los funcionarios del Distrito y del gobierno nacional se apresuraban a repartir compromisos llenos de buenas intenciones, pero la profundidad de la deuda histórica con los emberá seguía intacta. Mientras las firmas se estampaban en documentos y las cámaras capturaban sonrisas forzadas, me preguntaba si alguien se detenía a observar la realidad: esos pactos, que en teoría debían ser puentes hacia un futuro mejor, parecían más bien caminos inciertos.
Al día siguiente, el 7 de septiembre, todo lo que presencié confirmó lo que muchos sabíamos. El mismo patrón de dominación que ha persistido durante siglos se repetía. Las filas, los listados, los “chulitos” en las planillas, todo seguía el ritmo de un espíritu neocolonial que no ha desaparecido. Parecía más un acto de limpieza y orden para Bogotá que una búsqueda de justicia y reparación para las personas emberá.
Sacar a los desplazados emberá del Parque Nacional y enviarlos de vuelta al Andágueda es una acción que resonaba en la historia: desde el siglo XVI, cuando los colonizadores españoles llegaron por primera vez, hasta hoy, el Alto Andágueda ha sido su refugio, un espacio que antes de la conquista no era más que selva y montaña.
El 8 de septiembre, los buses partieron desde Bogotá, llenos de personas emberá, promesas vacías y raciones de comida para el largo trayecto. Las mismas empresas que en el día proporcionaron almuerzos, ahora repartían cenas y desayunos para el viaje hacia Pueblo Rico, en Risaralda. Vi cómo los emberá, cansados pero con algo de esperanza, dejaban atrás la indiferencia de la capital, aunque quizás, sea solo por un tiempo.
Mientras tanto, en las redes sociales, los comentarios racistas de funcionarios y políticos no cesaban. Las narrativas ideologizadas asociaban a los emberá con el gobierno del cambio, como si Petro fuera uno de ellos o como si todos los emberá fueran petristas. Para algunos, las personas emberá eran sólo algo que se debían “barrer” del Parque Nacional ya que, su presencia era una molesta.
Para Lilia Solano, directora de la Unidad, apoyar el retorno de las personas emberá fue una cuestión de alegría: “Ellos van contentos, como quien regresa a su casa”, sin embargo, la realidad es que la Unidad para las Víctimas apoyo un retorno sin las condiciones.
Los titulares en la prensa fueron tan fríos como predecibles: “Inició la limpieza del Parque Nacional en Bogotá tras la salida de los indígenas emberá”, titulaba El Tiempo el 9 de septiembre. Leí con incredulidad cómo se hablaba de “43 toneladas de basura”, como si la salida de los emberá fuera comparable a la eliminación de desechos.
Durante los siguientes dos meses, de octubre a noviembre, el parque permanecerá cerrado, en lo que llamaron una “restauración”. Mientras leía, me preguntaba: ¿Qué se supone que están recuperando? ¿De qué están restaurando al parque?
Ese 8 de septiembre, los buses siguieron su recorrido por “La Línea”, adentrándose en las montañas del Tatamá, donde la geografía y la historia se entrelazan. Estas tierras han sido un símbolo de lucha y dolor para los emberá desde tiempos antiguos. En 1596, los colonizadores intentaron establecer el Poblado de San Agustín de Ávila cerca del río San Juan, pero, como en tantas otras ocasiones, los antepasados de los emberá resistieron y destruyeron el asentamiento.
La historia se repetía en mi mente mientras los emberá continuaban su viaje hacia el Alto Andágueda. Desde el siglo XVII, cuando destruyeron las misiones franciscanas y se retiraron a las cumbres, este territorio ha sido su refugio. Ahora, en 2024, más de 600 personas de 271 hogares emberá llegaban de nuevo a Pueblo Rico. Aquí, mientras se les contaba y se les entregaban las ayudas humanitarias y el dinero prometido: $754.000 pesos por familia cada cuatro meses, me di cuenta de que lo que para algunos parecía un alivio temporal, para ellos no era más que la continuación de una lucha interminable: la lucha contra un sistema que los ha marginado desde siempre.
Entre 2021 y 2023, la Unidad para las Víctimas facilitó el retorno de más de 3.000 personas emberá a sus territorios, pero las causas profundas de su desplazamiento no se abordaron. Ramón Rodríguez, exdirector de la Unidad, lo reconoció: “Aunque se garantizó el traslado y la atención humanitaria, persisten desafíos en la implementación de proyectos productivos que permitan un retorno sostenible”.
Gustavo Petro prometió, en agosto de 2022, abordar los problemas de raíz, como la falta de reconocimiento de derechos territoriales y la violencia. Sin embargo, Patricia Tobón, exdirectora de la Unidad, señaló que las soluciones seguían siendo superficiales, como la entrega de viviendas, y no se abordaban los problemas estructurales que impiden el desarrollo de las comunidades emberá.
Un retorno sostenible, decía Tobón, requiere inversión en infraestructura, el fortalecimiento de capacidades locales y, sobre todo, garantías de seguridad en los territorios ¿Cómo se puede hablar de un retorno digno cuando todo parece diseñado para fallar?
Dos años después, Favio Arias, retornado y líder emberá envía un mensaje al presidente Gustavo Petro desde de parte de la gente emberá retornada al Andágueda y demanda condiciones para sostenerse:
(…) nosotros queremos usted también como gobierno nacional que se comprometan antes de dos meses, necesitamos de una vivienda, proyecto productivo, gobierno propio, educación, salud, entonces muchísimas gracias, presidente
III
Después de los “chulitos” en las listas, pocas cosas quedaban por entregar y aún menos familias seguían su camino. Pueblo Rico se convirtió en un simple punto de distribución, donde los emberá se preparaban para dirigirse a más de quince puntos en el Alto Andágueda: Alto Torque, Arenales, Bajo Gito, Chifa, Dokabú, Guayabal, Kemberdé, La Palma, Las Torres, Ocordó, Paparidó, Santa Marta, Aguasal, Alto Muindó, Cascajero, Irakal, Paságueda y Río Colorado.
Se esperaba que la siguiente estación fuera “Agüita”, donde una ambulancia y un pequeño equipo médico recibirían a las personas. Sin embargo, la descoordinación logística de la Unidad para las Víctimas cambió el punto de encuentro a Conondo, un lugar a 500 metros más allá de la enigmática Aguasal, “la capital del Andágueda”.
Este caserío, visible desde la distancia como una mancha en medio de las montañas, es conocido por un gigantesco edificio verde y amarillo que, en contraste con los tambos tradicionales de los emberá, es un internado que carga con leyendas oscuras. Dicen retornados y habitantes que el Cura Betancourt raptaba a los niños emberá, escondiéndolos allí y matando a aquellos que no aceptaban el cristianismo.
Durante los días 10 y 11 de septiembre, alrededor de 160 familias continuaron su camino hacia el Alto Andágueda. Para algunos, el retorno representaba una oportunidad, al menos en términos económicos. Las empresas transportadoras privadas, los proveedores de alimentos y otros operadores de Bogotá obtuvieron beneficios. En el restaurante de Doña Ceci, almorzamos. Allí, en un ambiente que olía a hogar pero también a desigualdad, con un dueño blanco paisa y cocineras afrodescendientes, nos dimos cuenta de cómo la dinámica económica funcionaba a favor de unos pocos.
Más allá de Pueblo Rico, las tiendas y restaurantes seguían aprovechando la situación. Vimos cómo vendían enlatados, dulces, cigarros, licores e incluso plátanos a los emberá recién llegados. El dinero de ayuda humanitaria ya había sido entregado, especialmente a los hombres emberá, y algunos ya lo habían gastado en licor, pocas mujeres recibieron dinero de sus maridos para los gastos que se avecinaban, y los tenderos aprovechaban la situación para vender aguardiente y viche con un sabor más parecido a la gasolina que a otra cosa.
En medio de los festejos, la música de cantina resonaba en el aire. Los emberá no se han dejado influir por la música urbana, sin embargo, esa noche solo se escucharon tres canciones en su lengua propia, lo que demuestra la grave situación cultural y de preservación de sus usos y costumbres. En las cantinas, el desorden no lo causaban los borrachos, aunque las cicatrices en los rostros, cuellos y brazos de muchos hombres sugerían que la violencia entre ellos es común. En realidad, el “desorden” sancionable lo generaban los niños emberá, corriendo con carritos, balones y bicicletas. En un momento, uno de ellos atropelló al tendero del “barrio peligro”, donde nos alojábamos. El niño terminó castigado, azotado y encerrado en un calabozo.
Un emberá, visiblemente borracho acosó a una funcionaria de la Unidad:
—Quiero compartir amor contigo… ven, vamos —dijo él, con tono jocoso.
—Oigan al otro, váyase a dormir, a ver —respondió ella, claramente incómoda.
Y mientras observaba estas escenas, en medio de una realidad tan cruda, me pregunté:
¿Cómo se supone que este retorno sea un éxito si todo parece funcionar en beneficio de unos pocos? ¿Qué significa realmente “retornar” cuando los problemas estructurales no se solucionan?
Esta parada me permitió aprender más que solo los apellidos de algunas personas Emberá que retornaban: Bitucai, Murrí, Batesa, Cerezo, Queragama, Palacio, Arce, Cintúa, Mulato y el conocido Tequia. Al observarlos, me di cuenta de que no solo había niños; también estaba presente mucha gente joven, cargada de proyectos, ambiciones y recuerdos de la ciudad:
Abel: Toca la guitarra, lo aprendió a hacer en Bogotá, es guardia, cultiva pero dice que no es suficiente, el plátano para la comida tarda mucho, ahí es cuando se necesita ayuda del estado.
Danilo: El traductor al emberá, ojos se dice “tau”, oreja se dice “gidi”, pelo “buda”, nariz “ú”, mujer linda, “michagri”, la barba del periodista, “iracara”, su abuelo fue el que le enseñó cuando sus padres lo abandonaron. Danilo llora recordando el día que le iba a enseñar a tocar el fututu, un antiguo instrumento de viento emberá, ese día que sopló “dejó la vida y se hizo viento”
Belisario: En octubre de 2021 perdió a su padre en un accidente de tránsito en Bogotá, que involucra al transmilenio y a la policía; en el retorno se convirtió en papá tras el nacimiento de su primer niño. De camino a cascajero lo picó una serpiente X, y sin suero antiofídico Belisario se puso bastante grave quedando a merced de los emplastos y los rezos del jaibaná.
Melkin a. Reiki: le gusta la música, canta vallenato pero no sabe tocar acordeón, habla y rapea en emberá katío pero con acento emberá chamí. Llegó hasta irakal por una ex mujer, ahora está con otra [los emberá tienen varias mujeres y las mujeres también tienen varios hombres.
Bersabela campo Queragama: va retorno a cascajero, estuvo cuatro años en Bogotá viviendo en el Parque Nacional y estaba feliz porque tenía comida, la que le daba la Unidad, la Alcaldía y la bienestarina de ICBF, dice que no le gusta retornar porque allá donde vive hay mucha guerrilla y la tierra no da para sembrar… “contrario lo que muchos piensan los katío cultivan, pero la tierra está herida y ya no da fruto”.
Los hijos de Bersabela: Libardo, en el bachillerato; Juan Pablo está en la universidad estudiando enfermería; Ipolito es un trabajador informal que los mantiene. Fidelia: va para Irakal, dice que para dónde va queda muy lejos, “muy cansado queda uno después de caminar tanto”, va con 2 hijos: niño y niña de 4 y 5 años, estaba viviendo en Bogotá hace dos años, no sabe cómo se siente si bien o mal, no quiere volver a Bogotá, eso sí lo tiene seguro, en Irakal está su familia, mucha familia. Robín: Está haciendo el grado décimo, es hijo de un líder indígena en Conondo, su español es bastante claro, la palabra en español que más pronuncia es “chimba” como “bacano” o “bueno”, tiene por muletilla la frase “si me entiende?” delatando la inseguridad de su comunicación, “yo soy de esta Tierra, dice, chimba, ¿sí me entiende?”
Es muy probable que tarde o temprano, regresen a la ciudad por las razones que siempre nos atan: familiares, amores, y la esperanza de un futuro mejor. La crítica fácil sería culpar a las instituciones de su falta de compromiso. Pero la verdad es más compleja. El problema no radica solo en la falta de inversión, sino en la ausencia de un verdadero compromiso con el bienestar de estas comunidades y el racismo estructural.
IV
El Alto Andágueda no es un territorio cualquiera. Cruzar el puente sobre el río Andágueda o nadar en el río Conondo se siente como recorrer las cicatrices de generaciones marcadas por la tragedia. Lo he sentido al avanzar por estos caminos. Las montañas, al igual que su gente, parecen llorar. Sus lágrimas forman ríos de color esmeralda que arrastran el dolor de las mujeres emberá, víctimas no solo de la violencia machista en sus hogares, sino también de un estado displicente que ha ignorado sus sufrimientos por dos siglos.
El trayecto hacia Alto Muindó, Cascajero, Irakal y Río Colorado no fue fácil, ni para las familias ni para los que les acompañamos. Cada paso era una prueba de resistencia. El terreno, con piedras filosas y pantanos de colores oscuros—negro, gris, rojo, naranja y amarillo—, parecía un calvario interminable. las personas avanzaban a pie o en mulas, y con cada paso se hacía evidente la indiferencia estatal.
Los que vinieron del Chamí al Alto Andágueda lo hicieron porque vieron que aquí podrían estar fuera del alcance de los “blancos”. Demetrio, un guardia indígena, me cuenta mientras caminamos, que antes no había comunidades organizadas, que cada uno vivía con su familia en una pequeña parcela. Primero fue la guerra con los españoles, luego con los grupos armados y, finalmente, con el Estado, que los hacinó en zonas de montaña donde la tierra, herida por bombardeos y aspersiones, ya no da fruto. “Y si lo da… lo da pequeño y amargo”, añade entre resignación y dolor.
El retorno, anunciado con tanta pompa desde Bogotá, se desmoronaba con cada paso que dábamos. No solo el cansancio físico se hacía evidente, sino también la dura realidad que aguardaba a las familias. Las mulas, exhaustas, caían en el camino, y cuando finalmente logramos llegar a Cascajero, lo que temíamos se hizo realidad: no había viviendas nuevas. Las pocas que existían ya estaban ocupadas. La primera noche, las familias pudieron acomodarse con sus parientes, pero la situación se tornó más tensa al llegar el fin de semana. El viernes y el sábado, muchas se vieron obligadas a trasladarse a la escuela local, un albergue temporal sin agua potable y sin los recursos necesarios para cubrir las necesidades básicas de los niños en época escolar.
Sin embargo, lo más inquietante fue el anuncio de que sólo podrían permanecer allí durante quince días. El mensaje, que inicialmente se susurraba entre algunos líderes, pronto se extendió y creó una palpable tensión. Las familias sabían que los funcionarios del gobierno, encargados de evaluar la situación y ofrecer alguna solución, no llegarían al territorio antes de un mes.
Quince días en la escuela significaba quedarse nuevamente a la deriva antes de que llegara alguna ayuda. El tiempo apremiaba y, aunque intentaban mantener la calma, la incertidumbre crecía con cada día que pasaba. ¿Qué harían cuando los desalojaran nuevamente? ¿A dónde irían si las promesas seguían siendo solo palabras en el aire? Aquí, no era solo el pantano lo que sofocaba, sino la desesperanza que se filtraba con cada gota de sudor. Las familias que habían dejado todo atrás, creyendo en la promesa de un retorno digno, encontraban nuevamente el vacío ¿Cómo es posible seguir caminando cuando todo parece diseñado para fracasar?
V
El balance del viaje del 12 de septiembre, entre Conondo y Cascajero, que duró más de siete horas caminando sobre las montañas, fue una verdadera prueba de resistencia. Recuerdo a dos niños que llegaron con fiebre, y a un adolescente que presentó síntomas de paludismo, para quienes no había medicamentos disponibles. Doña Aurora, una mujer emberá de avanzada edad, se cayó de la mula. Mientras tanto, doña María Elena, otra de las retornadas, resbaló y se lesionó gravemente la pierna derecha. Belisario, quien se había convertido en padre durante el retorno, fue mordido por una serpiente al llegar tarde en la noche. En Cascajero, sin un centro médico disponible ni suero antiofídico, su familia y los rezos del jaibaná, junto con plantas sagradas, fueron la única esperanza para salvarlo.
El viernes 13, vi cómo las familias seguían llegando desde Pueblo Rico, muchas de ellas después de días sin recibir asistencia alimentaria. La situación, lejos de mejorar, empeoraba con cada paso.
Necesitamos que el gobierno cumpla los compromisos asumidos, si no recibimos apoyo adecuado en los próximos dos meses, podríamos tener que regresar a Bogotá.
Fabio Arias Estévez, autoridad de la Asociación de Cabildos Indígenas por Colombia.
Hablaba con una mezcla de frustración y esperanza, dejando claro que, aunque habían luchado tanto para regresar, sin proyectos productivos y medicamentos, la situación se volvería insostenible. Fabio detalló lo que necesitaban: inversión en cultivos de plátano y maíz, mejoras en la infraestructura educativa, y, sobre todo, un suministro constante de medicamentos.
El colegio, construido en 2016, seguía sin agua potable, ni instalaciones sanitarias adecuadas, y carecía de los recursos educativos mínimos, como computadoras y kits escolares.
“Necesitamos que el Ministerio de Educación y el Ministerio de Cultura intervengan para completar las infraestructuras y fortalecer nuestra cultura y lengua nativa”, añadió con la voz de quien ha repetido estas demandas demasiadas veces.
El sábado 14 de septiembre, después de un largo trayecto, volví a Pueblo Rico. Una mujer emberá, de nombre Rosa —como mi abuela—, nos despidió con una plegaria, pidiendo que no olvidáramos a los indígenas. Su rostro reflejaba una mezcla de resignación y tristeza. Antes de partir, un guardia indígena me mostró un árbol. Allí, me dijo, fue donde Aminta, una mujer emberá, se había quitado la vida. Llevaba días desaparecida, y alguien la encontró colgada, cansada de la violencia que sufría a manos de su esposo.
Durante el camino de vuelta, mientras nos cruzábamos con más familias emberá que seguían su ruta hacia lo Alto del Andágueda, justo al borde del sendero, una tarántula del tamaño de mi mano se levantó ante nosotros. Negra, con destellos rosados en su abdomen, se movía con una lentitud engañosa, como si estudiara el terreno.
Los emberá, que han aprendido a reconocer espíritus malignos y animales que pueden traer mala suerte o incluso la muerte, la señalaron de inmediato. A veces, intentan apaciguar a estos espíritus, negociar con la naturaleza misma para evitar conflictos. Pero otras veces, simplemente hay que matar.
“Si esa araña pica a una mula o a una persona que ponga la mano allí para apoyarse”, advirtió alguien “podría causar un desastre”. Y en ese preciso momento, como si hubiera entendido nuestras palabras, la tarántula se tensó y se lanzó contra nosotros. Fue cuestión de segundos. Los emberá reaccionaron con una velocidad impresionante; no había tiempo para pensar en domesticar el peligro o apaciguar su presencia. Con palos y piedras, la araña fue abatida, cada golpe resonando en el aire húmedo, mientras el lodo bajo nuestros pies se mezclaba con el ruido seco de las piedras contra el suelo.
Epílogo
Esa araña me recordó al Estado que con lentitud engañosa promete y llena de veneno la esperanza de una comunidad. Los acuerdos se firman, las palabras que se pronuncian, todo parece hecho para tranquilizar, para hacer creer que el peligro está bajo control. Pero cuando menos lo esperamos, el Estado, como esa tarántula, se tensa y ataca, dejando a su paso desolación. Los emberá, al igual que con la araña, se ven obligados a reaccionar rápidamente, a defenderse con los pocos recursos que tienen, porque la ayuda que se les promete nunca llega en el momento que más la necesitan.
El retorno de los Emberá no es solo un viaje físico. Es un reflejo de un Estado que entrega kits de supervivencia pero no ofrece soluciones reales. Un Estado que, como esa tarántula, se mueve lentamente, pero cuando actúa, deja un rastro de incertidumbre y dolor. Para los emberá, la tierra que los vio nacer ya no es su hogar, sino un campo de batalla constante, donde la violencia de la naturaleza y el olvido del Estado son sus únicos compañeros. Las promesas del gobierno, hundidas en el lodo, dejan claro que este retorno no será el último. Porque las promesas vacías como las amenazas ocultas siempre terminan llevándolos al mismo lugar: al desarraigo, al hambre y a la miseria.
Adenda
Los desaciertos de la Unidad para las Víctimas parecen no tener fin. Mientras intenta coordinar a las entidades estatales para cumplir compromisos que ya de por sí están atrapados en la burocracia, persiste una actitud institucional que, con tintes racistas, solo aumenta los daños. En Caparrapí, Cundinamarca, la comunidad y las autoridades locales bloquearon la reubicación de los emberá Dóbida, rechazando su presencia y evidenciando la profunda desconfianza y falta de inclusión que caracteriza el proceso.
El pasado 4 y 5 de octubre, más de 1.500 sujetos de reparación colectiva se reunieron en Bogotá en lo que, en teoría, sería un espacio para la escucha y el reconocimiento. Sin embargo, el evento pronto se convirtió en un foro de denuncias sobre las malas condiciones de hospedaje, la escasez de alimentos y los numerosos problemas logísticos. Los representantes viajaron sin el apoyo emocional o psicosocial necesario, lo que una vez más puso en evidencia la revictimización a la que se enfrentan constantemente, ONU Derecho humanos se pronunció al respecto
Entre los asistentes, el pueblo emberá compartió su dolor, haciendo mención del asesinato de su líder Kimi Pernía, mientras que el exparamilitar Salvatore Mancuso, presente en el evento, pidió nuevamente perdón por el crimen. Algunos representantes emberá expresan sentirse instrumentalizados, recordando la lucha de Pernía contra la represa de Urrá y su impacto devastador en la vida y soberanía alimentaria de su comunidad, que aún resiente las consecuencias de esa intervención.
Lo que debería ser un verdadero compromiso con la reparación y la dignidad de estas comunidades se ha convertido en una serie de anuncios pomposos y promesas vacías. Los procesos, cada vez más engorrosos, no hacen más que confirmar su lucha interminable y el olvido que, generación tras generación, los ha condenado a la incertidumbre. ¿Hasta cuándo seguirán las comunidades víctimas de la violencia, especialmente las comunidades étnicas, pagando el precio de una reparación que, en la práctica, parece imposible?
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