Por: Juan Diego García – septiembre 25 de 2016
Aunque la caída drástica de los precios de las materias primas en el mercado mundial ayuda mucho a las estrategias desestabilizadoras de Washington contra los gobiernos progresistas de la región, similares problemas afectan a los aliados de Estados Unidos y no desaparecen allí donde esa estrategia ha dado resultados, Brasil y Argentina en particular.
La crisis, que es recurrente, la afronta la derecha dejando caer sus efectos sobre las mayorías sociales con los resultados que ya se registran. Brasil y Argentina son ahora mismo dos polvorines de descontento social que tienen visos de ir en aumento con un riesgo nada desdeñable para la derecha local e internacional: que esas mayorías que antes han confiado en los reformistas del peronismo y el PT busquen ahora caminos más radicales, es decir, que vayan a la raíz de los problemas, empezando por la naturaleza misma del orden social vigente.
El primer problema es, sin duda, esa condición periférica de países de peso menor, de enorme deformación de sus estructuras económicas y sociales, de un deterioro cultural que supone la pérdida de sus señas de identidad como colectividades nacionales, de un capitalismo raquítico y de una clase dominante carente de todo proyecto de país y satisfecha en su condición de ente parasitario y colonizado. La desilusión del reformismo podría llevar al impulso de fuerzas revolucionarias de quienes en su día han confiado en las reglas de juego del sistema para descubrir que la clase dominante tiene una idea puramente instrumental de la democracia: se acepta tan solo cuando está garantizado su dominio pero se violenta -la forma del golpe de Estado es lo de menos- cuando se cree conveniente.
Y lo que parece válido para Argentina y Brasil, con sus calles ocupadas diariamente por la protesta social, lo es para los otros países con gobiernos reformistas, con especial urgencia en Venezuela en donde la guerra económica, el sabotaje y el terrorismo de la derecha dan tan buenos dividendos a su estrategia. Pero, frente a un par de miles que salen a exigir la renuncia de Maduro los sectores populares responden movilizando a millones y exigiendo al gobierno mano dura con los saboteadores y decisión y radicalidad en el proceso. Si la idea es construir el socialismo no solo habría que responder a la derecha local e internacional medida por medida sino empezar a echar las bases efectivas de un nuevo modelo económico cuyos avances son por ahora pequeños e insuficientes. Y, en buena medida, lo mismo podría afirmarse de Ecuador y Bolivia, los otros objetivos de la estrategia desestabilizadora de la derecha continental.
Si esta apreciación de las perspectivas regionales es correcta, ¿estaría la derecha jugando con fuego? Tampoco resulta muy tranquilizante el panorama en Honduras, escenario del golpe de Estado orquestado por la oligarquía local y el Pentágono. La violencia cotidiana no ha conseguido doblegar la protesta social y lo mismo vale para el caso de México, el mayor aliado de Washington en el área, un país en franco proceso de descomposición en todos los órdenes que muestra todas las desventajas que trae consigo la integración económica con Estados Unidos. ¿Qué se está gestando en el país azteca? Desilusionada la ciudadanía con los partidos del sistema y sumida en una clima de violencia cotidiana insoportable tampoco debería descartarse que esas mayorías busquen en salidas más allá del reformismo una alternativa a la desintegración material y moral del país.
El próximo 2 de octubre los colombianos acudirán a las urnas para aceptar o rechazar el acuerdo alcanzado entre el gobierno y la insurgencia de las FARC-EP. Todo indica que triunfará el ‘sí’, aunque los partidarios del rechazo a los acuerdos de La Habana no son pocos ni carecen de poder, y ya están muy activos tratando de sabotear la paz mediante el asesinato sistemático de activistas sociales -¿se repetirá el genocidio de la UP y otros movimientos?- y seguramente van a incrementar sus acciones violentas si los acuerdos reciben el apoyo popular.
El desafío para Santos y su gobierno, y en particular para las Fuerzas Armadas, no es pequeño. Tienen que garantizar que la dejación de las armas por parte de los guerrilleros no supondrá, como en tantas ocasiones del pasado, el asesinato de los excombatientes y tienen que garantizar que los acuerdos se cumplan, que se devuelva la tierra a los campesinos desplazados y que se desmonte el paramilitarismo y los sistemas de control social primitivos y violentos mediante los cuales ha funcionado hasta hoy su sistema político. Pero, sobre todo, el gobierno y la clase dominante han de aceptar que el fin del conflicto armado no supone en manera alguna el fin del conflicto social sino, por el contrario, su tratamiento civilizado, como se supone usual en cualquier democracia moderna. El rechazo de los acuerdos en las urnas el 2 de octubre significaría la prolongación de una guerra en la que nadie puede garantizar un triunfo de las fuerzas oficiales. Por eso Santos se sentó a negociar con los insurgentes.
Por supuesto que más allá de las limitaciones que imponen las estructuras del orden social, esas que determinan la condición periférica de estas naciones, está la capacidad de la ciudadanía, de sus organizaciones sociales y de sus líderes de afrontar con perspectivas de éxito el reto del desarrollo. Esas condiciones de atraso son obstáculos a remover, no impedimentos absolutos; son retos apasionantes que permiten que los pueblos y sus líderes pongan a prueba toda su inteligencia, toda su habilidad y toda su entrega. Ni la estrategia más refinada en su contra puede impedir ese avance si las gentes están bien organizadas y mejor dirigidas en el duro camino de la superación del atraso, la pobreza y la dependencia. Las derrotas del coronel Aureliano Buendía no son en manera alguna el destino inevitable para estos pueblos. Para los colombianos el próximo 2 de octubre será seguramente una batalla a ganar, el desquite de tantas batallas perdidas y el comienzo de una nueva historia.
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