Por: @milaencanada
Tras varios episodios de violencia ocurridos en el mes de octubre en distintos centros penitenciarios del país, que dejaron a varios funcionarios fallecidos y otros gravemente heridos en ciudades como Armenia, Bello, Bogotá y Palmira. Las autoridades han implementado una serie de medidas en respuesta a estos hechos de violencia.
Mediante los boletines informativos 092, 093, 094 y 095 de octubre de 2025, el Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario Colombiano (Inpec), informó de las medidas extraordinarias de seguridad. Según los boletines oficiales, las disposiciones incluyen la suspensión de visitas, la prohibición de las labores comunitarias realizadas por personas privadas de la libertad y la interrupción provisional de traslados y remisiones. Estas acciones regirán para los centros penitenciarios de Bogotá y el departamento del Valle del Cauca, no obstante, pueden ser extensivas a todo el territorio nacional.
A estas disposiciones se sumó la implementación de operativos simultáneos en 123 cárceles del país, según boletín 094 del Inpec: “interviniendo 134 pabellones en los que fueron requisadas 21.000 personas privadas de la libertad”. Sin embargo, la medida que más preocupa y genera incertidumbre entre las personas privadas de la libertad, es la estrategia de fortalecer la seguridad de miembros del Inpec con adquisición de armas de uso personal, está táctica se realiza en articulación con el Instituto Nacional de Industria Militar (Indumil), empresa del Estado colombiano.
Para las personas privadas de la libertad resulta cuestionable una estrategia que promueve: ferias de adquisición de armas, benéficos y descuentos en la compra de armamento, permisos otorgados a los funcionarios con una excepción especial, capacitaciones sobre porte responsable, y manejo seguro de armas. Esta iniciativa provoca dos preguntas: ¿armar los funcionarios soluciona los ataques contra ellos provenientes de mafias instaladas con participación del Inpec? ¿castigar a todos y todas las reclusas soluciona un problema estructural?
Para la población privada de la libertad resulta incongruente dotar de armas a un cuerpo de servidores civiles dedicado a la custodia y administración penitenciaria, considerando los altos riesgos que esto conlleva y la experiencia previa que demuestra los peligros de armar a civiles para que se defiendan así mismos.
Pensar en personas del Inpec armadas custodiando las filas de visita, en la mayoría de casos compuestas por mujeres, niños y niñas, y que se presente algún inconveniente genera ansiedad. Y preocupa que grupos al interior del Inpec que participan de la corrupción, el tráfico de sustancias, objetos, y artefactos prohibidos dentro de las prisiones, ahora tenga acceso a armamento en descuento.
¿Violar derechos fundamentales para proteger al Inpec?
Estas medidas son un castigo colectivo para las personas privadas de la libertad y sus familias, y no nos llamemos a engaño, cancelar de forma arbitraria las visitas de más de 10.000 personas constituye una clara violación de sus derechos fundamentales y los de sus seres queridos.
No es nada más que una demostración de poder, de dominio y de la capacidad para someter y ejercer sufrimiento. Es castigar a personas que ya habitan en el castigo, que son profundamente vulnerables y que se encuentran en una situación de total indefensión. En concreto, las medidas militaristas y autoritarias del Inpec se traducen en la cotidianidad de las personas privadas de libertad de la siguiente manera:
Al impedir el ingreso de entidades de control como la Defensoría del Pueblo y la Procuraduría, se elimina por completo cualquier veeduría sobre aspectos cruciales como la alimentación, el servicio de salud, el trato por parte de la guardia y, en general, las violaciones a los derechos humanos de las personas privadas de libertad. Este vacío de verificación permite que las empresas contratadas a través de la tercerización para prestar estos servicios se aprovechen, entregando comida en mal estado, mal preparada o a deshoras.
Si en condiciones normales el proceso para que las organizaciones de la sociedad civil y los defensores de derechos humanos ingresen a los establecimientos penitenciarios ya es largo y burocrático, con estas medidas se vuelve imposible. Esto no solo frena la supervisión externa, sino que también interrumpe los procesos organizativos; como las organizaciones defensoras de derechos humanos, las que acompañan prisioneros y prisioneras políticas, las organizaciones de la sociedad civil que trabajan el tema del Estado de cosas inconstitucional dentro de las prisiones, o las organizaciones que trabajan temas de género y violencia; que se gestan al interior de las cárceles y que vienen trabajando desde hace años con las personas privadas de la libertad por la defensa de su dignidad.
La suspensión de traslados y remisiones vulnera derechos fundamentales. Con esta medida, se les niega a las personas privadas de la libertad tanto el derecho a la visita íntima como a la salud, especialmente en los casos donde su integridad física depende de asistir a citas médicas, exámenes o intervenciones especializadas al centro médico extra mural.
El aumento de operativos en las cárceles incrementa drásticamente el riesgo de que se cometan actos de tortura y malos tratos durante estas intervenciones. La evidencia demuestra que el Inpec dista mucho de ser la institución respetuosa de los derechos humanos que dice ser.
Por último, sus políticas no oficiales, pero legítimas, son las del miedo y el dolor. Suspender las visitas familiares implica mucho sufrimiento para las personas privadas de su libertad y sus seres amados. En muchas ocasiones, y en especial en los establecimientos penitenciarios ubicados en Bogotá, se alberga a personas de todo el país. Las familias hacen grandes esfuerzos económicos y logísticos para visitar a sus mamás, papás, hermanas o hijas; hacer este esfuerzo para no poder verles es un acto de infamia.
Un ejemplo concreto ocurrió el martes 14 de octubre en la cárcel de Mujeres El Buen Pastor. Allí, 50 mujeres privadas de la libertad, que llevaban años sin ver a sus hijos e hijas, tenían programado un encuentro para poder abrazarles. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), junto con otras mujeres privadas de la libertad solidarias, habían gestionado todos los permisos, había ilusionado a los niños con la idea de ver a sus madres, e incluso había organizado la comida y el entretenimiento para ese día. Sin embargo, todo fue cancelado de forma abrupta.
Lo más grave es que ya había familias viajando desde departamentos lejanos como Casanare y Bolívar hacia Bogotá. La incidencia de las familias y de la CIDH no se hizo esperar pero tomó dos semanas para que finalmente se realizara el 28 de octubre.
Además de todo lo que ya está ocurriendo, existe el riesgo de que, una vez superada la emergencia, algunas de estas medidas funestas se mantengan de manera indefinida. Esto ya sucedió en 2022 tras la pandemia de COVID-19, cuando se implementaron varias restricciones que permanecen actualmente. Por ejemplo, se prohibió la entrada de comida casera una vez por semana en el día de visitas. Asimismo, en la cárcel de Mujeres El Buen Pastor, se espaciaron las visitas a solo una vez cada 20 días y con una duración máxima de 3 horas, cuando antes se permitían cada 8 días por hasta 7 horas.
La sujeción total a las instituciones que nos vigilan y controlan hace que organizarnos, denunciar o exigir nuestros derechos conlleve el riesgo de sufrir más castigos y malos tratos. Que el sentido común dictamine que quienes habitamos las cárceles somos monstruos y malas personas, no hace que esto sea cierto. Las personas privadas de la libertad somos, ante todo, una población vulnerable.
Toda esta situación, más que respuestas, nos genera muchas preguntas: ¿Son estos lugares instrumentos de guerra contra las personas empobrecidas y marginalizadas? o ¿Por qué será que el rico nunca entra en la cárcel, y el pobre nunca sale?
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