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Por: Juan Diego García – agosto 26 de 2007

No transcurre un día sin que nuevos acontecimientos vengan a dar la razón a quienes han criticado la manera como el gobierno colombiano trata la cuestión del paramilitarismo. Desde los que señalan las debilidades jurídicas y políticas de la Ley de justicia y paz, con sus limitaciones clamorosas de medios y personal para someter a juicio a varios miles de supuestos desmovilizados, hasta quienes abiertamente le niegan a dicha política el propósito efectivo de acabar con la extrema derecha y acusan a Uribe Vélez de haberse aprovechado de quienes ahora le cobran sus servicios y le someten a un chantaje permanente y público.

Ahora, el presidente colombiano pretende convertir a los ‘paras’ en delincuentes políticos, mediante la figura jurídica de la sedición, pasando entonces de ser simples bandidos a convertirse en opositores ilegales del Estado. La reacción nacional ha sido inmediata: tras un agrio enfrentamiento con el Poder Judicial y el rechazo generalizado de la opinión pública, a Uribe no le queda sino el respaldo irrestricto de su bancada mayoritaria en un Parlamento desprestigiado y profundamente afectado por el escándalo de la ‘parapolítica’. Si una nueva ley convierte a los paramilitares en sediciosos, éstos devienen automáticamente en actores políticos y sus actos adquieren la naturaleza de la conducta desinteresada, altruista y sin ánimo de lucro personal que se asocia comúnmente con el delito de sedición. El sedicioso es ilegal, sin duda, pero puede alegar una cierta legitimidad.

Pero todo se opone al deseo presidencial. Nada respalda la idea de un paramilitarismo políticamente opuesto al Estado e inspirado por motivaciones ajenas al beneficio personal o de grupo, que son, precisamente, las características del delito político de la sedición.

Para comenzar, los ‘paras’ justifican su existencia, precisamente, como auxiliares del Estado en su lucha contra la guerrilla y no como una fuerza opuesta al sistema: mal se puede aducir ahora que son luchadores políticos levantados en insurgencia contra el Estado. Más aún, la extrema derecha armada ha sido promovida, principalmente, desde el gobierno y la clase dominante y, aun en los casos de surgimiento espontáneo, siempre ha habido connivencia con el poder político y económico y entusiasmado apoyo de determinados sectores de la población. El Estado es responsable en unos casos por acción y en otros por omisión, y sólo una idea retorcida e interesada permitiría afirmar que los paramilitares nacen como una fuerza contra el Estado y el sistema. Las huestes armadas de la extrema derecha han sido un complemento -incómodo para los más puritanos- o un mal necesario -para los más cínicos-, pero en ningún caso enemigos del Estado.

Tampoco concurre la condición del desprendimiento personal y la inspiración altruista que va asociada a la figura de la sedición. Equivocados o no, los sediciosos no buscan el beneficio individual, no devengan un salario por su participación en la revuelta, alegan buscar el bien común y estar inspirados en una determinada ideología. Los ‘paras’ confiesan un anticomunismo feroz y se declaran abiertos defensores de la civilización occidental, cristiana y capitalista pero no actúan de manera desinteresada. Sus combatientes rasos ganan una mensualidad muy superior al salario mínimo y tienen derecho de saqueo -que practican con enorme entusiasmo, incluyendo las violaciones y otros delitos contra las personas-, todo lo cual anula la supuesta inspiración altruista de su compromiso. Ni hablar de los jefes medios y altos del paramilitarismo, que han amasado fortunas enormes al calor de la guerra, apropiándose de tierras, ganados y otros bienes, extorsionando sin medida y practicando a gran escala el tráfico de sustancias psicotrópicas ilegales. Además, su presencia en las instituciones públicas les ha permitido -mediante el terror- hacerse con buena parte del presupuesto de municipios y regiones enteras. Nada de esto se armoniza con la figura del sedicioso. En realidad, coincide plenamente con la conducta del mercenario o ‘soldado de fortuna’, quien también alega ‘ideales’ semejantes para lucrarse de la guerra.

La ayuda de los ‘paras’ a las autoridades –desbordadas, dicen, por la acción guerrillera- se hace mediante prácticas que violan gravemente las mismas leyes colombianas y resultan incompatibles con cualquier norma del Derecho Internacional Humanitario: secuestro y desaparición de civiles, robo y extorsión, masacres, ejecuciones extrajudiciales, etnocidio -contra minorías negras e indígenas-, terrorismo contra poblaciones enteras y contra dirigentes y activistas sociales, desplazamiento forzado de millones de campesinos -entre tres y seis millones, según la fuente-, torturas, vejaciones de todo tipo -incluido el descuartizamiento de sus víctimas-, allanamientos, intimidación y un largo etcétera del que son responsables directos y autores materiales. Unas prácticas, entonces, difícilmente asociables con los delitos conexos o asociados a la sedición y carentes por completo de carácter político.

Los paramilitares colombianos ni siquiera pueden alegar en su favor haber tenido que soportar la dura prueba de la lucha irregular y los rigores de la clandestinidad, que tanto afectan a revolucionarios y sediciosos. La insurgencia guerrillera no ha sido su objetivo directo y apenas han penetrado en las tupidas selvas del país en busca de sus odiados enemigos de la guerrilla. En realidad, se limitan a operar en los poblados y caseríos de las zonas guerrilleras y en las áreas urbanas, haciendo víctimas entre civiles desarmados que, en su opinión, eran simpatizantes de la guerrilla o directos aliados de la subversión. Los narcoparamilitares han vivido sin sobresaltos destacables, contando con la protección de las autoridades y, en caso de detención, tratados a cuerpo de rey, como bien mostraba un reciente documental del canal oficial de la televisión española (RTVE).

Cuando resultan demasiado incómodos, sencillamente ‘fallecen’ para ir a descansar discretamente en los Estados Unidos, Israel, Canadá o Europa. Así lo denuncian algunas organizaciones humanitarias y lo confirman las propias confesiones ante la justicia de algunos ‘paras’ destacados. Si se convierten en un riesgo grave para el proyecto paramilitar, una mano oportuna pone fin a sus vidas y anula el peligro de que hablen los que tanto saben.

Ahora, en un patético llamamiento, Uribe Vélez solicita a su mayoría parlamentaria que retuerzan una vez más la legislación vigente y conviertan a los paramilitares en delincuentes políticos, dando así un marco legal presentable al perdón y olvido. Una ley nueva que dificulte la oposición de los juristas -los de Colombia son especialmente rigurosos, tradicionalistas y formales- y pase el tamiz de los más exigentes. Todo con tal de poder cumplir con aquellos a quienes tanto debe.

Para compensar el estropicio, el presidente colombiano sorprende con nuevas propuesta a la guerrilla para que se avenga a un proceso de negociación, pero en términos mucho más restrictivos que los anteriores, que ya han sido rechazados por los insurgentes. Presa del nerviosismo que se ha generalizado en éste, su quinto año de gobierno, Álvaro Uribe parece dar palos de ciego. El estilo pendenciero del Primer Mandatario tampoco contribuye a mejorar la atmósfera propiciando algún acercamiento. Sus salidas inesperadas cambian de un día para otro la dirección de su política, desorientando a propios y ajenos: hoy promete sangre y fuego, y la liquidación final de la guerrilla, y mañana dice tender la mano a los insurgentes con propuestas que a éstos más les parecen provocaciones que sinceros deseos de dialogar.

Uribe no escucha ya ni a los suyos y se empeña en desconocer la realidad del conflicto: en arranques de dudosa lírica, en sus discursos exaltados se refiere a los guerrilleros con los peores epítetos posibles, mientras califica a los paramilitares de ‘muchachos’ equivocados a los cuales, por arte de sus deseos y compromisos, quiere ahora convertir en delincuentes políticos, cuando todas las evidencias indican lo contrario.

Para cualquiera que no comparta la teoría de la generación espontánea este acontecimiento suscita interrogantes de todo tipo. ¿Cómo explicar que una democracia como la colombiana, supuestamente modelo para el continente, genere en su seno un fenómeno tan monstruoso como el paramilitarismo? ¿Qué clase dirigente tiene Colombia que crea y tolera un fenómeno social tan perverso? ¿A qué intereses nacionales y extranjeros responde la ultraderecha colombiana? Por estos interrogantes habría que comenzar para el necesario establecimiento de unas responsabilidades que, sin ninguna duda, van mucho más allá de los personajes siniestros que constituyen las mal llamadas ‘autodefensas’ y a quienes Uribe Vélez desea convertir ahora en delincuentes políticos.

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