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Por: Eduardo Dimas – junio 16 de 2008

Cuando, la pasada semana, transcurría la XXXVIII Asamblea General de la Organización de Estados Americanos (OEA) pensaba que ese encuentro tenía lugar bajo la sombra de Unasur. Los temas centrales fueron los problemas de la juventud, la democracia, el cambio climático y la crisis alimentaria que afecta a varios países de la región.

Sin embargo, lo que mayor atención recibió fue, nuevamente, el conflicto entre Ecuador y Colombia, por la violación del territorio nacional del primero y la masacre de 25 personas, incluido el comandante guerrillero Raúl Reyes. Por cierto, la solución inicial no la aportó la OEA sino el Grupo de Río, en el que no participa Estados Unidos.

Fue el secretario general de la OEA, José Miguel Insulza, el que volvió a plantear el problema para decir que ya era hora de que ambos gobiernos solucionaran sus diferencias. Si no fuera por las computadoras ‘mágicas’ de Raúl Reyes y las acusaciones al presidente Rafael Correa y Hugo Chávez de tener vínculos con la guerrilla colombiana, es posible que ya se hubiera resuelto el diferendo.

Pero Insulza no habló de eso. Ni siquiera el presidente Álvaro Uribe, presente por ser su país la sede de la Asamblea, se atrevió a tocar el tema. Fue John Negroponte, el segundo hombre del Departamento de Estado, el encargado de acusar veladamente a Venezuela de promover el terrorismo.

Tal vez lo mejor de la Asamblea de la OEA fue la respuesta del canciller venezolano, Nicolás Maduro.  Dijo, entre otras cosas, que ninguno de los gobiernos presentes tenía la ética suficiente para cuestionar al gobierno democrático de Venezuela. Eso no debe haber caído muy bien entre los presentes, pero no está muy lejos de la realidad. Acto seguido, se refirió al doble rasero de la política
norteamericana contra el terrorismo y puso como ejemplo el trato dado al terrorista confeso Luis Posada Carriles. Maduro exigió que fuera extraditado a Venezuela para ser juzgado por la voladura, en pleno vuelo, de un avión de Cubana de Aviación con 73 personas civiles a bordo, el 6 de octubre de 1976.

En otra parte de su intervención, Maduro apuntó una verdad como un templo: Estados Unidos nunca ha sido emplazado en la OEA por promover el terrorismo, las dictaduras militares, ni por los crímenes que ha cometido en muchas partes del mundo. Nadie se atrevió a desmentir ese planteamiento.

Los gobiernos norteamericanos han puesto en el banquillo de los acusados a muchos latinoamericanos, pero ninguno se ha atrevido a hacer lo mismo hasta ahora, ni siquiera por reciprocidad. Es evidente que soplan nuevos vientos en la OEA que no pueden ser del agrado de Estados Unidos.

Algo que llamó la atención de muchos observadores fue la declaración del secretario general sobre la necesidad de preservar la existencia de la OEA, la participación de los 34 países miembros y hasta el reingreso de Cuba como miembro pleno, cuando las condiciones lo permitan. No especificó cuáles condiciones.

¿Por qué esa preocupación de Insulza? Sin dudas, fue la fundación, el pasado 23 de mayo, en Brasilia, de la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur), que agrupa a los 12 países de la región. Si Insulza estima que Unasur puede poner en crisis a la OEA puede que no esté muy lejos de la realidad.

Al margen de que las dos organizaciones podrían subsistir paralelamente, resulta obvio pensar que la posibilidad de una posición común de 12 gobiernos suramericanos no puede ser del agrado de Estados Unidos. Pero eso está por verse, pues no todos tienen los
mismos intereses.

Algunos prefieren seguir bajo la tutela de Estados Unidos, como es el caso de Colombia y varios más. Otros no acaban de decidirse a dar muestras de independencia del imperio. Los demás, como es el caso de Venezuela, Ecuador y Bolivia, han asumido políticas nacionalistas en defensa de sus pueblos y en contra del neoliberalismo preconizado por la Casa Blanca.

Mención aparte merece Brasil, que juega su propio juego en alianza con Argentina y, en mayor o menor medida, con la anuencia de gobiernos como los de Venezuela, Bolivia y Ecuador. En el encuentro fundacional de Unasur, el presidente anfitrión, Luiz Inácio Lula da Silva, expresó: “Suramérica unida tiene capacidad para mover el tablero político de todo el mundo, en beneficio de nuestros países”. Y, más adelante, puntualizó: “constituiremos nuestra unión en la base de los exitosos procesos de integración del Mercosur y de la Comunidad Andina de Naciones, donde más de 300 millones de personas se benefician de una base de crecimiento e inclusión social”.

En otra parte de su discurso agregó que ahora es posible crear “proyectos innovadores y de gran alcance en áreas prioritarias, como la integración financiera y energética, mejoría de infraestructura, conexiones viales y ferroviarias, cooperación en políticas sociales y educativas”. Ocurrió, dijo, “lo que parecía imposible”.

Lula también habló de la creación de un banco regional y de una moneda común para todos los países miembros. No sabemos si hablaba del Banco del Sur o de una nueva entidad. Además, invitó al resto de América Latina a incorporarse a la Unión.

Sobra decir que el principal beneficiario de cualquier proceso de unión latinoamericana será Brasil, por su desarrollo económico. Es la primera economía de toda América Latina y la novena a escala mundial. Sus grandes empresas, vinculadas al resto de las transnacionales del mundo, están en capacidad de aprovechar mejor que ninguna otra las nuevas circunstancias que se crean con Unasur.

Me parece que no es ocioso recordar que el primero en promover la idea de una América del Sur unida no es Lula, sino del presidente Hugo Chávez, que dio los pasos necesarios para lograrla. No obstante, es el gobierno de Brasil el que está en mejores condiciones de llevar a cabo esa unión.

Otro elemento significativo e importante de esa Cumbre fue el apoyo de todos los mandatarios presentes –con excepción de Colombia, desde luego– a la creación de un Consejo de Defensa regional. ¿Qué significa un Consejo de Defensa Suramericano? ¿Es acaso que once de las doce naciones se separan del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR) y de la Junta Interamericana de Defensa (JID) o pretenden convivir con esas organizaciones militares creadas por Estados Unidos? Recordemos que, cuando la Guerra de las Malvinas, el gobierno de Ronald Reagan se olvidó del TIAR y apoyó a Gran Bretaña contra Argentina.

Hace ya algún tiempo, los ejércitos de Brasil y Argentina estudiaron planes comunes para enfrentar la invasión de “fuerzas extraterritoriales” interesadas en adueñarse de los recursos naturales de los dos países. Destacados militares brasileños han estado promoviendo la creación de un ejército regional, que ahora podría hacerse realidad. Creo que no es necesario decir cuál sería esa “fuerza extraterritorial”.

Acontecimientos como estos no hubieran sido posibles –ni siquiera soñarlos– hace pocos años. Pero ocurren ahora por dos razones: el surgimiento de gobiernos revolucionarios y nacionalistas en América Latina y el debilitamiento de Estados Unidos como imperio. Pero también, por el interés de Brasil de convertirse en la potencia hegemónica regional.

¿Pasará América Latina de un control hegemónico a otro? ¿Está Estados Unidos en condiciones de revertir los cambios que tienen lugar? ¿Hasta dónde están dispuestos a llegar los gobiernos de América del Sur y los que sustituyan a los actuales?

Cabría hacer otras muchas preguntas, como: ¿son estos los estremecimientos de un cambio de época en la región o sólo de una época de cambios? ¿Tienen ustedes respuesta? No. Yo tampoco.

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