Por: Juan Diego García – julio 24 de 2017
Como una peste, la corrupción permea todo el orden social en el mundo y son excepcionales los países que pueden ufanarse de no padecer este mal que amenaza con derruir todo el sistema, con independencia de los esfuerzos de la clase dominante por adecuar el funcionamiento de las leyes vigentes a sus propósitos, es decir, asegurarse la impunidad total o al menos alguna de sus formas: penas de prisión puramente nominales, casa por cárcel, oportuna huida a algún paraíso penal -Estados Unidos, por ejemplo-, ninguna obligación de devolver lo robado y, lo que es más común, cortas penas de prisión tras las cuales el culpable tiene asegurado un retiro lleno de comodidades en algún lugar del Caribe.
La corrupción es probablemente la explicación más llamativa para la enorme pérdida de legitimidad de las llamadas democracias del capitalismo tardío, igualmente debilitadas en extremo por la disminución paulatina de las diversas formas de Estado del bienestar que tanta estabilidad le han permitido al capitalismo en el último medio siglo. Por supuesto que la corrupción no es el único de esos factores que afectan la legitimidad del sistema pero si es uno de los más destacados.
Que en estas sociedades de democracia avanzada un político destaque su honradez como virtud excepcional dice mucho al respecto, pues se supone que quienes administran la cosa pública -para empezar, los impuestos de la ciudadanía- deben ser ellos mismos personas honradas y que esta condición se alegue como si fuese una condición excepcional no hace más que confirmar que la podredumbre es generalizada en la llamada ‘clase política’, en la cual y de manera creciente la ciudadanía ya confía poco por no decir que no confía en absoluto. Si un político alega en su favor que es honrado, algo muy grave está aconteciendo en ese gremio.
Mientras tanto, en la periferia pobre del sistema mundial la corrupción siempre ha estado presente, aunque en las décadas recientes el fenómeno se ha generalizado y profundizado, y escándalos mayúsculos afectan a casi todos los países.
Hasta los procesos democráticos y progresistas se ven afectados por este mal, en parte por la propia negligencia de sus gobiernos en combatirlo, pero sobre todo por recibir este lastre como herencia nefasta de un pasado tan difícil de superar. A la corrupción institucional la acompaña, por supuesto, otra de igual o, si se quiere, de mayores dimensiones: las prácticas corruptas de los capitalistas, grandes y pequeños, que timan evadiendo impuestos, violando las leyes laborales para aumentar ilegalmente sus beneficios -horas trabajadas y no pagadas, etc.-, deteriorando la calidad y disminuyendo la cantidad de los productos pero manteniendo los precios y un sinfín de prácticas similares que son, de hecho, un timo evidente al consumidor, como la llamada obsolescencia programada. Todo esto va más allá de las mismas leyes burguesas y tiene como finalidad principal ampliar sus beneficios. Además de la expropiación legal que el capital hace del trabajo -la plusvalía- se generalizan formas de apropiación que violan las mismas leyes del orden burgués.
Uno de los factores que más influyen en la generalización de las diversas formas de corrupción es, sin duda, el ideario neoliberal vigente en todo el planeta. La nueva ética que subraya las ventajas de la libertad del mercado sobre los controles públicos como fuente supuesta de la felicidad general se trasmite a todos los niveles: en el sistema educativo, a través de los medios de comunicación y en todas las formas que asume la acción colectiva en iglesias, clubes, asociaciones y demás formas de actividad ciudadana. Se promueve sin pudor alguno el individualismo más feroz e insolidario, se justifica la ley de la selva, el ‘todo vale’ y el valor del más listo, del más hábil, convirtiendo la convivencia una especie de lucha descarnada por asegurar el triunfo, la victoria del más fuerte y el sometimiento y humillación del más débil.
La ética clásica de una vida sencilla de trabajo duro y ahorro, del cultivo de la responsabilidad social y comunitaria se ve desplazada por el hedonismo más agudo y la indiferencia frente a las obligaciones colectivas. Ya no se trata de formar ciudadanos y basta con formar consumidores, que es precisamente lo más adecuado para el funcionamiento pleno de las leyes del mercado, uno de los objetivos centrales de la ética neoliberal.
No sorprende, entonces, que en este contexto de lucha de todos contra todos, en ese llamado ‘darwinismo social’, para asegurar la sobrevivencia del más fuerte, del más hábil, gane relevancia aquel refrán popular que tan bien lo expresa: ‘consigue el dinero hijo mío; consíguelo honradamente. Y si así no se puede… consíguelo’.
Si los valores de la honradez del político, del funcionario, del capitalista y hasta del ciudadano de a pie se subvaloran y, por el contrario, todo el discurso se centra en ponderar la habilidad por triunfar a toda costa, no debe sorprende, entonces, que la tentación de sobrepasar los límites de la Ley sea juzgada de manera creciente como muestra de inteligencia práctica, como prueba de superioridad para sobrevivir en un mundo tan convulso y de horizontes tan poco claros.
En este contexto, no faltan motivos a quienes sugieren que, al menos por lo que respecta a la generalizada corrupción de gobiernos, parlamentos y demás entes del poder del Estado, la corrupción es una especie de pago que el gran capital nacional e internacional hace a los políticos y altos funcionarios por haberse convertido en simples ejecutores y administradores de los intereses de quienes toman realmente las decisiones importantes: el capital financiero, las grandes corporaciones, las llamadas ‘entidades financieras internacionales’ -FMI, BM, OCDE, OMC, etc.- y otras semejantes que precisan de esta atmósfera sin controles en la cual prospera la corrupción en todas sus formas.
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