Por: Jorge Majfud – septiembre 21 de 2017
A finales de 2015, cuando el precandidato republicano Donald Trump dominaba las encuestas dentro de su partido, un amigo que vive en Buenos Aires me escribió entusiasmado con el posible triunfo del millonario. “Muchas cosas van a cambiar -dijo-, entre ellas las tonterías de lo políticamente correcto”.
El desafío a lo políticamente correcto ha sido un ejercicio permanente en la academia -aunque no en la mayoría de los académicos- por décadas, sino por siglos. Eso no lo inventó Trump. Pero, a veces, lo políticamente correcto -como el respeto de los derechos y libertades de todos por igual, sean negros, mujeres u homosexuales- es, simplemente, lo correcto.
Mi amigo es judío y, a mi forma de ver, es uno de los que confunde el judaísmo y a los judíos con el gobierno de Israel. Aunque es una persona culta, su visión a corto plazo solo le permitió ver que Trump tiene un yerno judío y una hija convertida al judaísmo y que su retórica pro Israel y antiislámica no era menor que la del resto de los candidatos. Sin embargo, observé, no es casualidad que la gran mayoría de los judíos en Estados Unidos que no pertenecen a la minúscula clase de los millonarios han votado tradicionalmente por la izquierda, como no es casualidad que los mexicanos sean culturalmente conservadores y políticamente liberales, mientras los cubanos de Miami son culturalmente liberales y políticamente conservadores. Eso no es difícil explicar, pero ahora es harina de otro costal.
“Tal vez cambies de opinión -le escribí- cuando Trump llegue a la presidencia y comencemos a ver banderas nazis desfilando por las calles”.
No sé si mi amigo habrá cambiado de opinión. Según las estadísticas, quienes apoyan a Trump están convencidos de que jamás dejarán de hacerlo, más allá de las circunstancias. Lo cual revela un componente irracional y religioso. Como hemos insistido antes, solo la economía podrá poner los valores morales del presidente en cuestión. En otros casos, ni eso.
Hay un detalle aún más significativo: quienes ondean banderas nazis y confederadas, quienes revindican al Ku Klux Klan, ya no lo hacen cubriéndose los rostros. Este es un sutil signo de que las cosas se pondrán aún peores, no porque no se les reconozca derecho a la libertad de expresión sino por todo lo demás.
En el país existen cientos de grupos racistas y violentos. La Ley no los puede tipificar como terroristas -la expresión ‘terrorismo doméstico’ es solo una expresión sin categoría legal- porque no existen los terroristas estadounidenses si masacran a mil personas en nombre de alguna organización doméstica. Para ser considerado terrorista se debe ser ciudadano de otro país o trabajar para algún grupo extranjero. Esos ‘consorcios domésticos’ todavía no se han sincronizado en una red mayor, pero ya han cruzado la línea que separa el odio íntimo de la ideología articulada del odio. En consecuencia, ya no usan mascaras.
Veamos un hecho puntual y reciente. En una conferencia de prensa, el presidente Donald Trump ha defendido la permanencia de los monumentos que celebran los ideales de la Confederación, argumentando que también George Washington y Thomas Jefferson tuvieron esclavos. Exactamente las mismas palabras que un manifestante pronazi dijo en un video que circuló en las redes sociales dos días antes, otra muestra de que el presidente representa a la nueva generación: no lee ni se contiene para insultar en los foros a pie de página.
Durante años, tanto en los periódicos como en mis propias clases, he insistido sobre la doble moral de los Padres Fundadores de EE.UU. con respecto a los esclavos, cuando la declaratoria de la independencia reconocía “como evidentes estas verdades: que los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. O cuando, una década después, en la constitución se hacía célebre la primera frase “nosotros, el pueblo” y en realidad se excluía a la mayoría de los habitantes de las trece colonias, primero, y, más tarde, de los territorios centrales usurpados a los indios y, finalmente, del resto ‘donado’ por los mexicanos.
Sin embargo, comparar a Jefferson con el general Robert Lee es una manipulación histórica en base a los intereses racistas y clasistas del momento. Lo que celebramos de Jefferson no es que tuviera esclavos y una amante mulata a la que nunca liberó, como sí lo hizo el gran José Artigas con su muy íntimo amigo Ansina, cuya relación nunca ha sido estudiada en serio. Lo que reconocemos de Jefferson es haber impulsado la historia hacia la dirección correcta en base a ciertos valores de la Ilustración.
El general Lee y todos los líderes y símbolos de la Guerra Civil no representan ninguno de esos valores que hoy consideramos cruciales para la justicia y la sobrevivencia de la especie humana sino todo lo contrario: representan las fuerzas reaccionarias, arrogantes, criminales que, por alguna razón de nacimiento, se consideran superiores al resto y con derechos especiales.
Un análisis cuidadoso de la historia de Estados Unidos desde la rebelión de Nathaniel Bacon en 1676, exactamente cien años antes de la fundación de este país, muestra claramente que el racismo no era, ni de lejos, lo que comenzó a ser desde finales del siglo XVII. Si bien el miedo o la desconfianza a los rostros ajenos es ancestral, la cultura y los intereses económicos juegan roles decisivos en el odio hacia los otros. Las políticas deliberadas de los gobernadores y esclavistas de la época fue inocular ese odio entre las ‘razas’ -indios, blancos y negros- para evitar uniones y futuros levantamientos de la mayoría pobre.
El racismo, una vez inoculado en una cultura y en un individuo, es uno de los sentimientos más poderosos y más ciegos. En tiempos de prosperidad económica, los blancos de clase media para arriba culpan a los pobres, sobre todo a los pobres negros, por su propia pobreza. La ética calvinista asume que uno recibe lo que merece, primero por voluntad divina, segundo por mérito propio. Pero, cuando la economía no va del todo bien y esos mismos blancos razonables se descubren sin trabajo y sin la prosperidad de sus padres, inmediatamente se convierten en blancos supremacistas o, como mínimo, en blancos xenófobos bajo una amplia variedad de excusas. Entonces, ser pobres ya no es culpa ni de Dios ni de ellos mismos sino de los negros y de los extranjeros que vienen a quitarles sus trabajos.
Para el presidente Trump, en Charlottesville -ciudad fundada por indios y residencia de Jefferson y Madison– hubo dos grupos que chocaron y la responsabilidad es de ambos por igual, unos de izquierda y otros de derecha. Poner las cosas dentro de esta antigua clasificación, izquierda y derecha, hace lucir el problema como algo horizontal, como una cuestión de meras opiniones políticas, ambos igualmente responsables de todo el mal. Como en la teoría de los dos demonios en el Cono Sur, aquí se mide igual la violencia racista que la reacción antirracista, como durante siglos se trató de justificar la violencia de los amos por la violencia de los esclavos.
Solo cabe esperar algo peor. Nuestro tiempo presenciará la lucha entre la Ilustración y la Edad Media. A largo plazo, no sabemos cuál de las dos fuerzas vencerá.
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* Escritor uruguayo estadounidense, autor de “Crisis” y otras novelas. Publicado originalmente por ALAI.
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