Por: Rosaluza* 8 de septiembre de 2010
Cierto día, en mi recorrido habitual, realicé una parada para abastecerme de libros y de historias no tan ficticias. Por la Avenida Jiménez, me dispuse a parar en un café, donde oficinistas, estudiantes, intelectuales y extranjeros también hacen parte de la rutina diaria. Al salir del local, una muchacha de unos 16 años, vendedora ambulante de buzos y sacos de colores, salió corriendo con su mercadería cuando, junto a la estación de Transmilenio del Museo del Oro, se estacionó la patrulla de policía, también conocida por acá como ‘nevera’, de placa OBE- 661 y de allí se bajaban unos agentes que iban hacia su puesto, a buscarla.
Al parecer los policías ya la tenía ‘fichada’ y siempre venían a molestarla porque se había ubicado en ese lugar para vender. Lo cierto es que ella no estaba sola: el negocio lo comparten con otra joven y con un muchacho, quienes salieron corriendo pero, al ver que a ella la habían atrapado, dieron marcha atrás para protestar por la detención.
Dos policías, uno de ellos identificado en su uniforme como ESCAR-4009, la agarraron, la empujaron y la forcejearon con ella para forzarla a subir a la ‘nevera’. La joven trabajadora del comercio informal resistía sin violencia, simplemente no subía.
La gente se aglomeraba, le gritaba a los policías: “no estaba robando, estaba trabajando”, e insistían en que “no la tienen que tratar mal”. Si bien esto sucede seguido en las calles bogotanas, ésta vez los agentes fueron abucheados y enjuiciados por la masa que salía de trabajar, de estudiar, de su día a día.
Por un momento, dejaron la rutina de lado, el automatismo psíquico de la caminata diaria hacia la estación de Transmilenio, y se detuvieron a protestar por un hecho injusto. Una menor de edad, trabajadora informal, dueña de las calles tanto como los otros habitantes, fue pisoteada en sus derechos como mujer, como trabajadora, como joven.
Uno de los policías, el más alto y robusto, decía con cara de serio que aunque él no podía hacer lo que estaba haciendo –es decir, llevársela a la fuerza de la vía pública, maltratarla y subirla a la ‘nevera’– ya le había avisado mil veces que no podía seguir vendiendo allí y que ya no le advertía más.
Las caras de los policías eran odiosas: se advertía su regocijo al demostrar que se la iban a llevar. La gente cada vez les gritaba más y entre el público un hombre filmaba todo con un celular. Al ver tanta injusticia me puse a gritar que era ilegal, que la dejaran ir, que era un abuso: la figura de la brutalidad policíaca se hizo presente como herramienta de un Estado patriarcal y autoritario que intenta reordenar, limpiar, reorganizar ese espacio, esa urbanidad apropiada por los trabajadores en el día a día.
En el tumulto un señor decía, sin elevar mucho la voz: “¡se va a subir a la ‘nevera’ para que la violen!”. ¿Cómo hacer respetar los derechos de los trabajadores informales? ¿Por qué la ‘autoridad’ debe aplicar esa brutalidad hacia los civiles? Lo cierto es que lo hicieron así porque su víctima, la única trabajadora informal que se querían llevar –porque la ‘nevera’ estaba vacía–, era una mujer joven.
Al final, los policías llamaron a una camioneta con placa 17-0546 donde había dos agentes más y finalmente se la llevaron. En medio del lío, varias personas gritaron: “saquen una foto, para la prensa”, “llamen a la prensa”. No pude sacar una foto, pero escribí unas líneas para no callar frente al exceso de autoridad, frente a la represión, al autoritarismo, a la presencia exacerbada del control social, y a la doctrina de la ‘seguridad democrática’.
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