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La celebración de día de muertos data de épocas prehispánicas y sus preparativos inician con varios meses de anticipación - Foto: Omar Vera

Por: Malely Linares – 29 de enero de 2011

Durante los días dos y tres de noviembre, gran parte de los mexicanos recuerdan a sus muertos a través de las ofrendas: ellas les permiten volver a sus seres queridos, iluminando el camino desde el inframundo hasta la tierra por hileras de velas que les indican la ruta a seguir. El humo del incienso escapa por las rendijas de las puertas y ventanas, el aroma de las flores de cempoalxóchitl rodea las calles del Distrito Federal mexicano. “Huele a muertito”, dicen algunos transeúntes cuando pasan cerca de las panaderías.

El metro es el escenario de vendedores informales, quienes ofrecen incienso, papel picado, calaveras de dulce o calaveras literarias que se burlan de la muerte con frases como: “la muerte le dijo: si al sótano bajas, en vez de mortaja, te pondré una faja… Pa’ que quepas en la caja…”.

Las familias se unen para hacer los altares, las flores se ponen desde las entradas de la casa, al igual que los inciensos, para que los difuntos se guíen y las fotografías rememoran a los que ya no están, pero que por unas cuantas horas acompañarán a los seres que amaron en vida.

Los difuntos infantes llegan el primer día. A ellos se les dejan dulces y juguetes, para que se diviertan en su estancia. En 2010, un grupo convocado a través de la red social Twitter hizo una ofrenda en el zócalo de la capital mexicana para conmemorar el deceso de cuarenta y nueve niños, por causa de un incendio en la Guardería ABC de Hermosillo. Además, los niños salen a pedir ‘calaveritas’ que, por lo general, consisten en dinero para comprar dulces y chocolates.

A las ocho de la noche del segundo día llegan los ‘finados’ adultos, que vienen a gozar de esos placeres que tuvieron en vida. “A mi abuelita le dejamos chocolate, café, chicles y buñuelos, le gustaban mucho, y también le servimos agua; sabemos que vino porque al otro día el vaso está casi vacío”, afirma Jesica Beatriz Ceciliano.

La tradición data de la época prehispánica y año tras año se realizan actos culturales que invitan al festejo de la muerte. Algunos de los lugares que conservan con mayor fervor la tradición en la capital mexicana son Xochimilco y Mixquic. Las comunidades realizan los preparativos con meses de anticipación, siembran las flores, los hornos de las casas se preparan para el pan de muerto, que representa el esqueleto de los fallecidos, y las frutas y los licores son un factor común en las ofrendas.

Durante los primeros días grises de noviembre, los panteones se llenan de color, niños disfrazados corren por entre las tumbas y La Catrina, nombrada así por Diego Rivera y conocida como ‘Calavera Garbansera’, se pasea con un gran sombrero y trajes europeos, queriendo negar su raza indígena, mientras cientos de personas desean tomarse una foto junto a ella.

La cera de las velas se derrite con el paso del día, mientras las llamas se hacen más radiantes. Los cementerios brillan en una tenue luz amarilla que titila al ritmo de las palabras de los acompañantes, quienes hablan con sus muertos y saben que a la media noche partirán y que un año pasará hasta su próximo encuentro.

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