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Manifestaciones de solidaridad con presos mapuches - Foto: Eduardo Chamorro Ramírez

Por: Juan Diego García – 22 de septiembre de 2010

Desde la prisión y tras 60 días, 35 dirigentes mapuches están en huelga de hambre para protestar porque a sus reivindicaciones se ha respondido con una brutal represión, incluyendo la aplicación de la Ley Antiterrorista que somete civiles a la justicia militar, anula garantías procesales y triplica las condenas.

Ante la dificultad para definir el terrorismo, todo queda a la arbitrariedad de un juez que bien puede conceptuar que se trata de un simple problema de orden público o aplicar esta normativa de la dictadura militar chilena, que sigue sin ser tocada por los gobiernos de la democracia.

Los indígenas están presos por incidentes ocurridos en la defensa de su Nación Mapuche, el último reducto que la ‘civilización’ les ha dejado en el profundo sur de Chile, pero hasta allá llegan los tentáculos del ‘progreso’ en forma de centrales hidroeléctricas y explotaciones mineras, forestales y similares que envenenan ríos, talan bosques milenarios, polucionan la atmósfera, ahuyentan la caza y la pesca, esterilizan suelos y desplazan a la población, convertida así en paria en su propia tierra, asalariados de miseria de multinacionales y finqueros o residentes incógnitos en los cinturones de marginación de las grandes urbes.

Ante la negligencia y la complicidad de las autoridades frente a la voracidad de las empresas, los mapuches se han lanzado a la lucha con bloqueos, manifestaciones y otras formas de protesta que, como siempre, terminan en duros enfrentamientos con la policía, encarcelamientos, muertes y persecución. A sus reivindicaciones tradicionales por la tierra los huelguistas agregan ahora la exigencia de un juicio civil para sus líderes y la derogación de la Ley Antiterrorista.

Ignorados por los monopolios mediáticos, intentan romper el cerco de silencio y conseguir la simpatía de la población para torcer la mano poderosa del Estado. De momento, han conseguido movilizar importantes sectores de la sociedad chilena y comienza a generarse un movimiento internacional de solidaridad.

La movilización social ha conseguido, por ahora, que hasta las autoridades y los parlamentarios reconozcan la necesidad imperiosa de eliminar la Ley Antiterrorista heredada de la dictadura, pero el proceso jurídico marcha con una lentitud incompatible con la urgencia de 34 personas cuya vida corre peligro –incluyendo a niños indígenas, igualmente acusados de terrorismo–.

En un ejercicio de cinismo sin límites, desde algunos sectores se propone que se amnistíe a los mapuches al tiempo que se haga lo mismo con los torturadores de la dictadura que están condenados o en proceso de serlo. Por supuesto, los indígenas rechazan una propuesta de tales características, que los igualaría a quienes sí son efectivamente peligrosos terroristas. Sólo exigen un juicio civil, justo y público, de tal manera que se conozcan las razones que les han llevado a oponerse a proyectos que las autoridades presentan como indispensables para el progreso, mientras descalifican a quien se oponen, tildándolos de obstáculos al bienestar y enemigos de la civilización.

Aunque el objetivo de eliminar la Ley Antiterrorista ya es de por sí loable, lo es mucho más poner de manifiesto las limitaciones del modelo económico vigente y la forma como se entiende el progreso y el desarrollo. Oponiéndose a la destrucción de su comunidad tradicional –en todos los sentidos–, los indígenas chilenos están poniendo en tela de juicio el proyecto de sociedad que se ofrece como fórmula para alcanzar la democracia política, el bienestar material, la cohesión social y el acceso a la cultura de la modernidad. Aunque no resulte explícito en la reivindicación, aunque no sea la intención consciente de los afectados, el conflicto obliga a considerar factores globales y de largo plazo que superan con creces el estrecho marco de los cálculos empresariales y de la miopía e irresponsabilidad –cuando no de la corrupción– de las autoridades que permiten estos proyectos.

Más allá del cálculo de beneficios inmediatos resulta pertinente preguntarse: ¿cuáles son los costes reales de esos proyectos? Una central hidroeléctrica inundando grandes territorios, la extracción de petróleo y de gas, y, en general, de recursos minerales, así como la tala masiva de bosques, la construcción de grandes obras de infraestructura o la explotación comercial de la biodiversidad se justifican ante la ciudadanía como empresas indispensables para el progreso, como iniciativas de alta racionalidad económica que armonizan las ganancias de la empresa con los intereses del país. Pero las cuentas reales no respaldan tan optimistas aseveraciones, pues si es cierto que las empresas obtienen ganancias considerables no se puede afirmar la mismo para el conjunto del país: sobre las comunidades se descargan costos que la empresa no asume y se afectan recursos para ésta y futuras generaciones.

Con independencia, entonces, de las formas folclóricas que acompañan muchas veces tales movilizaciones populares contra una represa, una explotación minera o los permisos de saqueo que se otorgan generosamente a las multinacionales, resulta esencial considerar los beneficios reales que se derivan de tales proyectos, en unos casos porque son dañinos en alto grado, en otros, por la manera en la que se realizan. La minería del oro, por ejemplo, cuando es realizada de manera artesanal perjudica ríos y suelos en una medida que se potencia enormemente cuando la explotación es industrial. La extracción de petróleo, por su parte, encierra peligros semejantes, aunque es posible limitar estos efectos si se obliga a las empresas a extremar las medidas de seguridad. Las grandes represas hidroeléctricas, símbolo del desarrollo económico en otras épocas, son hoy objeto de una consideración más cuidadosa, habida cuenta de los daños que provocan en el medio ambiente, la destrucción de otros recursos y lo limitado de su vida útil. La gran explotación agrícola, otro de los símbolos del modelo económico actual, recibe objeciones no menos graves y por razones similares: aquello que es ganancia neta para las empresas supone pérdidas, muchas veces irreparables, de recursos –agua, suelo, biodiversidad, bosques, dependencia de los grandes monopolios de la energía, la industria química y los productores de semillas, etc.– y algo no menos importante: la salud de la población.

¿Quién asume el coste efectivo de agotar un recurso? ¿Quién responde por los efectos perniciosos sobre la salud de ésta y las futuras generaciones? ¿A quién se piden responsabilidades por los daños medioambientales? ¿En qué quedaría el balance optimista entre inversión y beneficios si se amplía el horizonte del cálculo y se toman en consideración todos los costes, en particular esos que se ocultan en la contabilidad de las empresas? Si resulta poco práctico un debate sobre propuestas de muy escasa realidad –un regreso a la vida rural y el abandono del industrialismo, por ejemplo– y se asume que el consumismo actual resulta inconveniente e insostenible –además de inalcanzable para la inmensa mayoría de la población mundial– se impone, entonces, la búsqueda de un modelo diferente de sociedad y de economía, resolviendo la disyuntiva que ofrece, de una parte, la estrategia que se fundamenta en el “desarrollo de las fuerzas productivas” como condición indispensable para progresar sobre bases ciertas y, por otra, el camino que proponen el “buen vivir” de los indígenas como única manera de alcanzar la armonía social y el equilibrio con el medio ambiente.

Y algo central para estos países, abocados a una desenfrenada exportación de materias primas y alimentos a las economías centrales del capitalismo: agotar recursos claves que comprometen el futuro desarrollo constituye un suicidio como colectividad nacional. Al final, como en los peores tiempos del colonialismo, aquí quedarán los socavones vacíos, los mineros con silicosis y un panorama de desolación y tristeza. Los escasos beneficios para el país estarán generando intereses en bancos extranjeros, en las cuentas numeradas de los funcionarios corruptos, tan solícitos cuando se trata de vender el país.

Los actuales mapuches son dignos sucesores de Lautaro, Colocolo,Tucapel, Rengo y, en particular, del gran Caupolicán, que para ganar la jefatura militar contra los españoles soportó sin desfallecer por dos días con sus noches un pesado tronco sobre sus hombros. Tal como lo canta Alonso de Ercilla en La Araucaria:

Con un desdén y muestra confiada,
asiendo el tronco duro y nudoso,
como si fuera vara delicada,
se lo pone en el hombro poderoso:
la gente enmudecía maravillada
de ver el cuerpo fuerte tan nudoso.

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