Por: Nicolás Camargo – 4 de octubre de 2010
Durante los últimos quince años de sus setenta y dos de vida, don Ignacio ha vivido de los acordes de su vieja y astillada guitarra color marrón. También de la caridad de quienes transitan por la carrera tercera de la ciudad de Ibagué, entre el edificio de la Gobernación del Tolima y la Catedral. Desde que fue desplazado por paramilitares, don Ignacio no encontró otra forma de sobrevivir y su historia se ha marcado por la indiferencia.
Don Ignacio permanece todos los días sentado por cerca de doce horas sobre una maleta de estilo militar, en la que carga sólo algunas cosas para pasar la noche: una cobija de lana, una sábana, una pequeña almohada y una totuma para recolectar las monedas que los transeúntes le dan.
Este hombre de la tercera edad pasa las horas recostado sobre una pared de la Catedral, esperando que alguien caritativo le arroje en la totuma alguna moneda para poder completar para su comida diaria. Cada que se le acerca un contingente de personas, toca en las desafinadas cuerdas de su guitarra algunas de las canciones que recuerda, de cuando podía escuchar la radio en la comodidad de su hogar.
Otra víctima del desplazamiento forzado
Hace quince años, recuerda don Ignacio, le tocó salir de su finca en La Mesa (Cundinamarca), donde vivía con su esposa y sus tres hijos. Los paramilitares, luego de masacrar a su familia, le advirtieron que se fuera de su tierra, pues según “los ‘paras’, mi familia y yo éramos guerrilleros”, relata. Sin más que hacer y ningún familiar vivo, ya que los paramilitares los desaparecieron y asesinaron sistemáticamente a todos, tuvo que salir rumbo a una ciudad que no podía ofrecerle algo mejor.
Cuando llegó a Ibagué se encontró con una Ciudad que tenía los mayores índices de desempleo y con “gente poco solidaria: nadie me quiso ayudar, el Estado me negó la ayuda porque para ellos sólo era un desempleado más”, agrega con cierto tono de rabia. Pasaron los años y no tuvo más opción que ponerse a tocar guitarra por la carrera tercera, ya que él solo sabía labrar la tierra y la ciudad requería otro tipo de habilidades con las que no contaba. Desde ese entonces, sin esperanzas, familia ni dinero, don Ignacio se dedica a vivir de la caridad de quienes valoran los sonidos que hace con su vieja guitarra.
Aunque, paradójicamente, su lugar de trabajo es el espacio público, ubicado entre dos edificios que representan dos poderes que podrían y deberían ayudarlo, nunca un funcionario, dirigente o sacerdote se ha acercado para, si quiera, arrojarle una moneda en su totuma y escuchar alguna de sus canciones.
Irónicamente, a la Catedral llegan a diario cientos de habitantes de la calle, que como Ignacio, buscan ayuda, ya sea por parte de los feligreses, como es costumbre o, como raramente pasa, por parte de la curia. Hace menos de un año terminaron las remodelaciones del templo que pudieron haber bordeado los 500 millones de pesos. En medio de tanto lujo y belleza, realidades como la de don Ignacio y otros habitantes de la calle desentonan con la módica suma invertida, la elegancia de las paredes y las bellas estatuas que adornan el lugar sagrado.
Al igual que don Ignacio, muchos se preguntan: “¿por qué si tienen tanto dinero para invertir en paredes, no tienen dinero para ayudarnos?”. La respuesta la tiene Dios. Por ahora, don Ignacio seguirá viendo pasar la vida, al ritmo de acordes y sonidos de una vieja guitarra que deja ver, entre sus astillas y cuerdas oxidadas, el paso del tiempo.
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