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Minga - Foto: Andrés Gómez

 

Por: Immanuel Wallerstein* – 4 de octubre de 2010

A nivel mundial, la primera década del siglo XXI ha sido para la historia de la izquierda en América Latina un tiempo de éxito. Esto es cierto en dos sentidos: el primero y más ampliamente observado, es que la izquierda o los partidos de centro e izquierda han ganado una notable serie de elecciones durante la década; y, colectivamente, los gobiernos latinoamericanos han tomado por primera vez un grado significativo de distancia frente a los Estados Unidos. América Latina se ha convertido en una fuerza geopolítica relativamente autónoma en la escena mundial.

Pero ha habido una segunda forma en que la izquierda de América Latina ha aportado al éxito de la izquierda mundial. Los movimientos indígenas de varias naciones de la región se han afirmado políticamente en casi todas partes y han exigido el derecho a organizar su vida política y social de manera autónoma. Esto se dio a conocer mundialmente con el levantamiento dramático del movimiento neozapatista en el estado mexicano de Chiapas en 1994. En otros países han aparecido movimientos similares y se ha creado una red interamericana de sus estructuras organizativas locales.

El problema ha sido que los dos tipos de izquierda –la que ha alcanzado el poder en diversos Estados y los movimientos de los pueblos indígenas en los diversos países– no tienen los mismos objetivos y tienen perspectivas ideológicas muy diferentes. Cada parte ha asumido a su manera una postura frente al desarrollo económico.

La izquierda en el poder, trata de lograr el desarrollo económico, al menos en parte, con un mayor control sobre los recursos de sus países y mejores acuerdos con las empresas extranjeras, los gobiernos internacionales y las agencias intergubernamentales. Se busca el crecimiento económico, argumentando que sólo de esta manera el nivel de vida de sus ciudadanos será mejor y se logrará una mayor igualdad en el mundo.

Los movimientos de los pueblos indígenas tratan de conseguir un mayor control sobre sus propios recursos y mejorar las relaciones no sólo con los actores no nacionales sino también con sus propios gobiernos nacionales. En general, dicen que su objetivo no es el crecimiento económico sino llegar a un acuerdo con la Pachamama o Madre Tierra; señalan que no buscan una mayor utilización de los recursos de la tierra sino una relación más sana que respete el equilibrio ecológico; insisten en que buscan el buen vivir.

No es de extrañar que los movimientos de los pueblos indígenas hayan entrado en conflicto con los gobiernos más conservadores de América Latina, como México, Colombia y Perú. Pero, cada vez más y de manera más abierta, estos movimientos también han entrado en conflicto con los gobiernos de centro izquierda, como Brasil, y de izquierda, como Venezuela, Ecuador y hasta Bolivia.

Me dicen que incluso Bolivia, que tiene como presidente a una persona proveniente de una nación indígena, con apoyo masivo de votantes indígenas, presenta fuertes conflictos con los pueblos indígenas. La cuestión, como en otras partes, es acerca de cómo manejar los recursos naturales, quién toma las decisiones y quién controla los ingresos.

Los partidos de izquierda acusan a los movimientos de los pueblos indígenas que entran en conflicto con ellos, de ser, a sabiendas o no, los peones –si no los agentes– de los partidos de derecha nacional y de fuerzas externas, en particular de los Estados Unidos. Los movimientos de los pueblos indígenas que se oponen a los partidos de izquierda insisten en que están actuando sólo en pro de sus propios intereses y por su propia iniciativa, y acusan a los gobiernos de izquierda de actuar como los gobiernos conservadores anteriores, sin tener en cuenta las reales consecuencias ecológicas de sus actividades desarrollistas.

Algo interesante ha sucedido recientemente en Ecuador. Allí, el gobierno de izquierda de Rafael Correa, que había ganado el poder inicialmente con el apoyo de los movimientos de los pueblos indígenas, posteriormente entró en agudo conflicto con ellos. La división más aguda radica en la intención del gobierno para explotar recursos de petróleo en una reserva amazónica protegida llamada Yasuní.

Inicialmente, el gobierno hizo caso omiso de las protestas de los habitantes indígenas de la región, pero, a continuación, el presidente Correa decidió cambiarla por una alternativa ingeniosa. Propuso que los gobiernos ricos del norte compensen a Ecuador, al renunciar a cualquier explotación en el Yasuní, ya que se trata de una contribución a la lucha mundial contra el cambio climático.

Cuando esto fue propuesto por primera vez en la cumbre climática de Copenhague, en 2009, se le trató como una propuesta fantasiosa, pero, después de seis largos meses de negociaciones, cinco gobiernos europeos –Alemania, España, Bélgica, Francia y Suecia– han acordado crear un fondo que será administrado por el Programa de Desarrollo de la ONU para pagar a Ecuador por la no explotación de Yasuní, con el argumento de que esto contribuye a la reducción de las emisiones de carbono. Se habla de inventar un nuevo verbo, ‘yasunizar’, para referirse a este tipo de acuerdos.

Pero, ¿cuántos acuerdos de este tipo se podrían hacer? Hay una cuestión más fundamental en juego. Es el carácter del “otro mundo es posible” –para utilizar el lema del Foro Social Mundial–. ¿Se trata de uno basado en el crecimiento económico constante, incluso si se trata de uno de tipo socialista, y la elevación del ingreso real de las personas en el Sur? ¿O es lo que algunos llaman un cambio de valores de civilización, un mundo de buen vivir?

Esto no será un debate fácil de resolver. Es actualmente un debate entre las fuerzas de la izquierda latinoamericana, pero situaciones similares subyacen en la mayor parte de las tensiones internas en Asia, África e incluso Europa. Puede llegar a ser el gran debate del siglo XXI.

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* Senior Research Scholar en la Universidad de Yale (EEUU). Traducción al español: Revista Viento del Sur (Bogotá, Colombia).

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