Por: Nils Castro – febrero 5 de 2018
La gran prensa estadounidense y hasta la Casa Blanca y el Congreso de Washington ahora admiten que en Puerto Rico hay un desastre tan grande que es difícil calificarlo. Lo aceptan después de la flagrante devastación que en septiembre de 2017 dejaron los huracanes Irma y María, mucho después de que esa tragedia empezó a incubarse. Pero, la anterior displicencia de esos medios y autoridades sobre una tragedia tan largamente incubada no fue inocente.
Se disimulan responsabilidades destacando la inusual potencia de ambos fenómenos climáticos, pero se elude mentar por qué se acumularon tantos años de deterioro de la infraestructura física y de los servicios de atención a la gente hasta que la otrora vitrina del Caribe se volvió tan vulnerable. Los ciclones son peligrosos, pero no inesperados: por allí cruzan desde tiempos inmemoriales. Si Irma y María fueron peores que otros esto no justifica la magnitud de la hecatombe ni la complicación de sus consecuencias. Hace una década, Puerto Rico resistía los grandes huracanes mejor que los demás territorios caribeños y se reponía con mayor rapidez. Ahora sucede lo contrario y la isla se ha vuelto un país discapacitado.
¿Por qué? Obviamente porque el problema no es meteorológico. Estos dos huracanes cruzaron Borinquén al cabo de diez años de una creciente crisis económica y un deterioro físico de los cuales los puertorriqueños no son responsables. Son víctimas de una bochornosa incapacidad del régimen imperante para atender el problema y concretarle soluciones. La naturaleza genera fenómenos, a veces violentos, pero estos dos meteoros no causaron esa catástrofe, antes bien la hicieron visible e ineludible. La imprevisión, la crisis fiscal, la debilidad política, la insensibilidad, la incapacidad para decidir, la soledad internacional agravan el problema y no vienen de una maldad natural sino política.
Vienen de que en Puerto Rico las decisiones importantes no se toman en esa nación sino en Washington DC. Tres huracanes mayores golpearon islas y costas del Caribe y el golfo de México en esta temporada ciclónica. Harvey, que afectó a Texas en agosto; y en septiembre Irma, que además de cruzar Puerto Rico atacó Florida, y María, que luego de arrasar Borinquén se fue al Atlántico. Texas y Florida recibieron rápido y abundante auxilio federal estadunidense, aun antes del arribo a estos de las tormentas y hasta completar la restauración. Pero, en ambos casos, Puerto Rico recibió escasa, tardía y regateada ayuda, y, cuatro meses después, aún padece daños que siguen complicándose. Nadie sabe a ciencia cierta cuántas víctimas mortales sufrió: si se pregunta a las autoridades pueden ser unas decenas, si se inquiere en las funerarias los sepelios pasan de mil.
Porque, tras tan prolongado deterioro de la economía, la infraestructura y el gobierno, lo peor no es el impacto directo de los huracanes sino las secuelas mal atendidas: la falta de agua potable y alimentos, de energía eléctrica y combustibles, de vivienda habitable, de asistencia sanitaria y medicamentos, y de seguridad ciudadana, más la quiebra de negocios y el desempleo masivo. Todo esto mata más que cualquier fenómeno natural.
Ya antes de la pasada temporada ciclónica Puerto Rico tenía una década años hundiéndose en la crisis económica y decenas de miles de boricuas han emigrado para escapar de la situación. Antaño, la isla le interesó al gobierno de Washington por la que fue su estratégica ubicación militar, ello bastó para arrebatársela a España negándole la independencia a su pueblo, al que se le impuso la ciudadanía estadounidense. Enseguida fue tomada como territorio de monocultivo para la industria azucarera norteamericana, arrasando toda la demás agricultura boricua. Y, tras devaluarse el mercado azucarero, como zona de exenciones fiscales para la industria química y electrónica, lo que desde la firma de los tratados de libre comercio con México y Centroamérica dejó de interesar, dado que en la isla los costos son mayores, porque las conexiones marítimas son exclusivas de la marina de cabotaje estadounidense.
Desde entonces, los gobiernos coloniales boricuas apelaron a endeudarse para mantener la ficción de un modo de vida de oropel. Hasta que, al cabo, la deuda se hizo astronómica e impagable y todo crédito desapareció. Wall Street sabe sobradamente que el gobierno federal norteamericano nunca se hará cargo de ese débito -sobre el cual, además, gravitan demasiadas sospechas‑, una vez que hace mucho la isla dejó de serle útil a Estados Unidos. Mucho antes de los huracanes de septiembre pasado, el único modo de cobrar es cortar todo gasto en Puerto Rico y sacarle hasta sus últimas reservas a su pueblo, esto es, agravar su situación.
La potestad colonial de emigrar a Estados Unidos siempre fue en la isla una válvula de escape,una que explica por qué diez años consecutivos de empeoramiento de las condiciones de vida no han derivado en otro gran estallido de violencia sociopolítica, como la Masacre de Ponce, en 1937, y el Grito de Jujuya, en 1950. Al extremo de que, antes de la temporada ciclónica de 2017, ya más de la mitad de los puertorriqueños residía en Estados Unidos. Tras el derrumbe con que estos huracanes remataron una infraestructura y una institucionalidad públicas ya tan carcomidas, la tasa de emigración saltó a convertirse en desastre demográfico; de enero a octubre del año pasado, 193.000 boricuas habían abandonado su patria; luego de los dos huracanes, otros 270.000; y, en octubre pasado, la masa emigrante duplicó la del año anterior con la salida de su tierra natal de 85.000 personas.
Este sacrificio genocida solo puede detenerse eliminando la raíz del mal. Puerto Rico ‑país que la ONU reconoce como una “nación latinoamericana y caribeña”‑ debe tener el mismo derecho que sus vecinos a ser miembro de la comunidad internacional, tener relaciones políticas y económicas independientes con los demás países y ser parte de los organismos internacionales y regionales, negociando y decidiendo sobre sus propios proyectos de intercambio, desarrollo y colaboración. Es haciendo uso soberano de estos mecanismos, como República Dominicana, Cuba y los países del Caricom ‑incluso las pequeñas naciones del Caribe oriental‑, pueden construir confianza en sí mismas y hacerle frente a ese género de problemas.
¿Tiene sentido ser una colonia, incluso de la metrópoli más poderosa? La experiencia puertorriqueña prueba lo contrario. Ante esta tragedia, el pueblo puertorriqueño quedó atrapado entre la falta de atribuciones ‑y la incompetencia‑ de los funcionarios locales y la indolencia de las autoridades federales de Estados Unidos. A diferencia de Cuba o República Dominicana, Puerto Rico padece más obstáculos, demoras y problemas subsiguientes para poder reponerse de cada desafío.
No tuvo sentido durante la administración Obama y menos con Trump. El primero deportó a tantos inmigrantes como pudo y el segundo enardece las barreras migratorias. Pero, mientras centenas de miles de centroamericanos y mexicanos son expulsados, un mayor número de puertorriqueños continúa ingresando. En el último período, en Washington, el Congreso ‑el órgano que ejerce los poderes soberanos sobre la isla- rechazó considerar a Puerto Rico como una jurisdicción doméstica, esto es, le reconfirmó su condición de territorio extranjero. Con ello, enterró el último sueño de los apátridas que alguna vez pretendieron hacer de Borinquén otro estado de la Unión, a contrapelo del deseo de la mayoría de los políticos estadounidenses.
Las interminables secuelas de estos huracanes imposibilitan seguir eludiendo una realidad de a puño: el actual estatus político de la isla ‑la supuesta autonomía del Estado libre asociado‑ es ineficaz e insostenible. Solo genera mayor deuda, desempleo y vulnerabilidad. Como, a su vez, la opción de integrarse a Estados Unidos, aparte de ser una indigna abjuración de la cultura propia, es inaceptable para los norteamericanos.
Las realidades cambiaron. Ningún pasado espejismo es ya sostenible, ni siquiera como ficción. Solo constituirse como república independiente puede sacar a Puerto Rico de su naufragio. Solo esto puede darle viabilidad y desarrollo sustentable a su pueblo.
Solo esto, además, le ofrece a Estados Unidos la forma de deshacerse de un problema que se vuelve cada día más enfadoso. Para esto, Washington tendrá que pagar los costos de una transición cuyos términos y plazos deberá negociar con los independentistas puertorriqueños. Nada inaudito: eso es tan factible en Puerto Rico como antes lo fue en Panamá, donde la espinosa cuestión del canal interoceánico así se resolvió. Pero, lo primero es convertir el problema en un asunto cuya trascendencia reclame solución, como hizo Torrijos. Es hora de que todos los independentistas y soberanistas, tanto en su isla como en la vida política estadounidense, presionen al Congreso para incluir esta necesidad en su agenda. Igualmente, es hora de que los demás latinoamericanos y caribeños hagamos lo que nos corresponde, porque ese también es nuestro problema.
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* Escritor y catedrático panameño. Publicado originalmente por ALAI.
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