Por: Jesús González Pazos – febrero 6 de 2018
Reflexionamos hoy sobre algunas de las ideas fundamentales que el neoliberalismo nos ha imbuido en estas últimas décadas, hasta casi hacernos creer que no hay alternativa posible al mismo.
Una de estas es aquella que establece la existencia de una línea recta, sin desvíos posibles, desde la privatización de los sectores económicos estratégicos de un país hasta los avances consiguientes, y sin límite, del modelo de desarrollo. Se nos repite machaconamente ese axioma hasta considerarlo casi como ley natural e inmutable. Y, en medio de esos dos extremos de la recta de evolución social y económica que supone este camino, hay, por supuesto, algunas otras estaciones que nos llevan obligadamente de una a la siguiente.
Así, el principio neoliberal completo podríamos resumirlo en una secuencia parecida a la siguiente, con pocos matices ya hablemos de Europa, de África, Asia o de América: la privatización de los sectores económicos estratégicos y de la vida de un país provocará automáticamente la atracción de la inversión extranjera, con la consiguiente generación de puestos de trabajo, creando todo ello un aumento de la riqueza que se traduce en una mejora de las condiciones de vida y de la lucha contra la pobreza y la disminución paulatina de esta, provocando así un desarrollo ilimitado del país en cuestión.
El problema de este principio es que por mucho que se nos repita, este no es más que eso: un postulado ideológico que la realidad se encarga permanentemente de desmentir con claridad absoluta, si miramos a los países del llamado Sur; con claridad difusa, pero cada vez más nítida, si miramos a la mayoría de los países del llamado Norte.
Así, el complementario principio del neoliberalismo, según el cual mediante esa regla la generación de riqueza en la cúspide de la pirámide social debe de alcanzar, digamos que por desborde -imaginemos una pirámide de copas de champán-, a los niveles más bajos es una mentira absoluta y hoy evidente. La riqueza no fluye hacia la totalidad de la sociedad sino que se acumula más y más en sus estratos ya enriquecidos, a costa de los demás, traduciéndose en un ensanchamiento de la brecha de la desigualdad que hoy ya ni las propias escuelas del neoliberalismo se atreven a negar.
Por lo tanto, de la negación que pretendemos establecer del primer axioma neoliberal habría que reconocer que el mismo sí tiene una estación de ese camino como verdadera: la privatización de los sectores estratégicos y de la vida generan un aumento de la riqueza, pero esta se queda en manos de la minoría, sin redistribución posible hacia las grandes mayorías y sin producir, por lo tanto, una disminución de la pobreza generada por ese mismo sistema ni el pretendido desarrollo ilimitado.
Pasemos ahora a un segundo principio fundamental de este sistema dominante, que se ubicaría en el ámbito político. Así, aunque la proclama neoliberal sigue diciéndonos que la democracia es el sistema político ideal para la vida en sociedad, al igual que con los derechos humanos, comprobamos día a día que esta es cada vez más discurso y cada vez menos ejercicio verdadero. De esta forma, y a pesar de ser negado en todos los ámbitos, podemos afirmar como una realidad que va imponiéndose que el neoliberalismo, como modelo de ordenamiento y relacionamiento político y de la vida, hoy se asienta claramente en una deriva autoritaria.
Un rápido recorrido por algunos territorios del planeta nos permite ver que los golpes de Estado llamados ‘blandos’ han proliferado en los últimos tiempos, por ejemplo, en América Latina, todo ello para reencauzar y asentar firmemente las políticas neoliberales. Brasil, Honduras y Paraguay son evidencias de cómo el golpe de Estado vuelve a ser el modelo para retomar el poder los sectores más extremos de la derecha neoliberal y, acto seguido, volver a la aplicación de este tipo de medidas que se traducen en reprivatizaciones de sectores estratégicos, recortes de derechos de todo tipo y empobrecimiento de las grandes mayorías. Pero esa deriva autoritaria se percibe claramente también en gobiernos aparentemente democráticos como los de Argentina, Chile o Colombia, donde las medidas de mayor control social o de recortes en derechos políticos y laborales son una constante para, por ejemplo, facilitar la entrada y explotación de recursos naturales -bienes comunes- por parte de las transnacionales y precarizar la vida de la población -despidos masivos, desaparición de subsidios, recortes de pensiones-.
Pero no nos equivoquemos. Esta situación no es una constante solo en América Latina y, por el contrario, de una u otra forma y con matices acordes a realidades diferenciadas, la deriva autoritaria se repite en muchos otros puntos del planeta. Estados Unidos abandera este proceso desde la aprobación de la conocida como Acta Patriótica, a raíz de los atentados en 2001, que, entre otras, aumenta la discrecionalidad y poder de los cuerpos policiales y militares. Esto se agrava hoy con las medidas que va implantando Donald Trump contra la población emigrante de forma especial pero contra prácticamente la totalidad de sectores sociales. Así, cada día más y más sectores poblacionales en EE.UU. pierden su condición de titulares de derechos -población negra, latinoamericana, nativa, musulmana-, eliminando obstáculos posibles al dominio absoluto de las élites económicas y políticas.
Y si atravesamos el océano hacia la otra orilla, los recortes civiles y políticos impuestos con la excusa de la crisis económica o de la seguridad antiterrorista en Europa hace que queden cada día más lejos los tiempos del Estado del bienestar y, sobre todo, aquellos en los que este continente se presentaba como el campeón en la defensa de los derechos humanos. Evidentemente, muchas se nos presentan -se nos venden- como medidas contra el terrorismo, pero poco tienen que ver con eso y mucho más con esa deriva autoritaria que señalamos. Ejemplos de esta tendencia serían la conocida como Ley Mordaza en España o todo lo que hoy propicia el aumento de los postulados de la ultraderecha -Polonia, Hungría, Austria-. Así, a pesar de esa presentación de medidas para la protección de la población, los recortes en libertades suelen tener su verdadera, aunque oculta, razón de ser en evitar la respuesta social y política al libertinaje de las empresas y gobiernos ante todo el proceso de disminución de derechos que el sistema neoliberal va imponiendo.
Así las cosas, hoy son las élites económicas quienes realmente dictan la vida de nuestras sociedades, con el consentimiento subordinado de las élites políticas tradicionales en los distintos gobiernos, ya hablemos de Gasteiz, Madrid, París, Berlín o Bruselas.
Otro caso paradigmático de la deriva autoritaria, y posiblemente el más evidente, fue el sojuzgamiento hasta el ahogo del gobierno y pueblo griego, no respetando de ninguna forma aquello que éste último decidía en las urnas ante las medidas de ajustes y recortes de todo tipo que imponía la troika comunitaria de Europa.
Pero, más incomprensible es la imposición que se hace desde determinadas esferas europeas de las políticas de ajuste estructural que hoy construyen una salida de esa crisis antes aludida en precario y con recortes brutales en derechos civiles, laborales y políticos. Esto, por no hablar de lo poco democráticos que para este sistema dominante, neoliberal y machista resultan los índices de mujeres asesinadas o agredidas diariamente. Tampoco parecieran importar los datos de población emigrante ahogada en el mediterráneo o al otro lado de las vallas en las fronteras de esa Europa que un día se consideró la cuna de los derechos humanos y que hoy se encierra en una pretendida fortaleza inexpugnable.
En fin, como señalábamos al principio, algunos principios neoliberales -desarrollo y democracia- son realmente difíciles de sustentar a poco que decidamos mirar a nuestro alrededor.
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* Miembro de Mugarik Gabe. Publicado originalmente por ALAI.
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