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Por: Carlos Medina Gallego – 7 de febrero de 2011

El gobierno del presidente Santos impulsa su programa de Prosperidad Democrática con la figura de las locomotoras y, no sé por qué razón perversa, esa máquina del progreso del desarrollo capitalista me hace recordar la imagen del tren bananero, cargado de los muertos de la masacre de la plaza de Ciénaga (Magdalena), con destino a las aguas del mar Caribe. Debe ser porque al menos dos de esas locomotoras, el agro y la minería, vienen atestadas de muertos, desposeídos, desplazados y anuncian un nuevo ciclo de violencia y pobreza en zonas del país que no han logrado encontrar el camino de la tranquilidad y el bienestar.

La locomotora agraria

Desde comienzos de los ochenta se inició un ciclo de violencia que ha impactado profundamente las relaciones de tenencia, propiedad y uso de la tierra en Colombia. Se calcula que, a lo largo de tres décadas de guerra, narcotraficantes, paramilitares, Fuerza Pública, delincuentes, guerrillas y oportunistas de todo tipo propiciaron el despojo y desplazamiento de la población campesina. A punta de crímenes, desapariciones forzadas y masacres, los violentos se quedaron con un botín de guerra estimado en 5,5 millones de hectáreas, aunque algunos consideran que el despojo alcanzó los 10 millones de hectáreas de las tierras más productivas del país.

Esas tierras pasan ahora, lentamente y a través de testaferros, a manos de narcotraficantes y paramilitares principalmente. La nueva cartografía de tierras y territorios rurales sobre la cual el presidente Santos va echar a andar su locomotora del desarrollo agrario para generar empleo está colmada de sangre y de la mirada vigilante de los nuevos agentes del ‘posconflicto’ del proceso paramilitar, del narcoparamilitarismo que opera sobre el territorio despojado con los nombres de Águilas Negras, Rastrojos, Urabeños, Los Paisas, Nueva Generación, Erpac, Los Machos, etc. Las Bacrim, como las denomina la Policía luego del fracasado proceso paramilitar del gobierno Uribe.

El programa de restitución de tierras busca legalizar por vía comercial y catastral el nuevo mapa de tierras a los campesinos expropiados, pero el horizonte que tienen los campesinos de retornar para retomar sus proyectos de vida está cubierto de incertidumbre y temores. Un mal augurio resulta del robo de la memoria USB con la lista de beneficiados con el programa de restitución de tierras, la muerte de campesinos que lideraban el proceso y las reiteradas amenazas y atentados de los que han sido objeto las organizaciones de víctimas y sus líderes, que reclaman la restitución de tierras y la garantía de sus derechos fundamentales.

Sin embargo, resulta más peligrosa la situación para los campesinos cuando las tierras vienen de bienes incautados al narcoparamilitarismo. Luego de una década de trabajo por parte de la justicia, se ha logrado la extinción de dominio de cerca de un millón de hectáreas de tierras productivas, pero el gobierno sólo ha dispuesto parcialmente de ellas para solucionar el problema de los campesinos despojados y desplazados, y ha empezado a vender en remate público las que tienen sentencia definitiva de extinción, que seguramente volverán ‘saneadas’ a manos de los expropiadores. Esa locomotora del desarrollo agrario ya empieza a andar sobre territorios abonados por la violencia.

La locomotora minera

Esta ‘máquina del progreso’ de Santos sufre de la misma enfermedad de muerte que la anterior. Nada distinto a pobreza y violencia se puede observar en las zonas mineras, en donde esta actividad se hace para garantizar la sobrevivencia de cientos de miles de familias campesinas, negras e indígenas.

En particular, la minería de oro tiene altísimos costos ambientales por los procesos y sustancias que se usan para la obtención de algunos gramos del metal precioso. La contaminación con mercurio y cianuro de las aguas solamente es una de las múltiples formas de impacto sobre la fauna, flora y suelos. Pero la pequeña minería artesanal, con o sin químicos, tiene igualmente un impacto social de grandes proporciones, pues es de ella que miles de familias de campesinos mineros extraen recursos para satisfacer sus necesidades básicas frente a la ausencia general de oportunidades de otro tipo.

Hoy, esa pequeña minería artesanal se ve amenazada por tres grandes enemigos: la política de estigmatización y criminalización de la actividad, a través de la figura de minería ilegal con que la tilda el gobierno; la presencia creciente de grupos ilegales; y, sobre todo, el interés de las grandes empresas transnacionales que están detrás de concesiones para la explotación a cielo abierto, lo que sí constituye un crimen ambiental de mayores proporciones, pues se realiza sobre nacimientos de agua y áreas de reserva forestal y páramos.

Zonas como Ayapel, Montelíbano, Planeta Rica y Puerto Libertador, en el sur de Córdoba; así como Caucasia, Nechí y El Bagre, en el Bajo Cauca Antioqueño se ven afectadas no sólo por la explotación de oro sino por la violencia de los actores armados ilegales, como lo son a este tenor las regiones mineras del Sur de Bolívar, Chocó, Cauca y Tolima. Es absolutamente claro que esta locomotora arrastra una historia de hambre, pobreza y muerte y que no puede sólo representar ‘El Dorado’ de la administración Santos. Miles de familias que viven de esta actividad esperan que el gobierno, lejos de perseguirlos, estigmatizarlos y desplazarlos, defina una política que les permita a los pequeños y medianos mineros desarrollar la actividad, evitando al máximo el impacto ambiental y protegiéndolos de la voracidad de los empresarios nacionales y extranjeros.

Pero, sin ningún escrúpulo, se anuncia el potencial aurífero del país, señalando que “Colombia es un país por explorar y ya ha sido catalogado por los expertos mundiales como el territorio en donde se vivirá la última fiebre minera de todo el globo”, como declaró Gerardo Cañas, director ejecutivo de la Cámara de Mineros de Colombia, a El Espectador. Por esta razón, los empresarios del sector y el gobierno establecen los criterios y lineamientos de las políticas públicas mineras que definirán las reglas de juego para explotación de yacimientos en el país, iniciando con una ofensiva contra la minería ilegal y artesanal.

El potencial aurífero indicado va desde las estribaciones de la Serranía de San Lucas, en el Sur de Bolívar, hasta la parte baja de Taraira, en plena selva amazónica, atravesando más de diez importantes zonas que, según Ingeominas, ya aparecen en el mapa de exploración.

Pero no son los pequeños y medianos mineros los que van a explotar ese recurso, ni tampoco la minería artesanal, que le ha dado de comer a tantas familias. Son empresas como Bullet, Greystar Resources, CVS Exploration, Anglo Gold Ashanti, Barrick Gold Corp., Río Tinto Limited, Cambridge Mineral Resources, De Beira Goldfields, Colombia Goldfields y Antofagasta. Algunas de las más reconocidas del mundo ya tienen bases en el país y otras tienen “Títulos Mineros de Metales Preciosos en Colombia”, como Greystar Resources Ltda., Portland Mining Ltda., Cía. Minera De Caldas, Cerro Matoso, Anglo Gold Ashanti, Muriel Mining Corporation, Dimaco Resources CI, Avasca Ventures Ltda., Corona Goldfields SA, Sector Resorces Ltda., TVX Minería, Gold Plata y Corona Platinium Ltda. Varias de éstas se encuentra señaladas por los graves daños ambientales causados en otras latitudes.

Estas dos locomotoras del gobierno Santos tienen una larga historia de violencia, pobreza, hambre, despojo y desplazamiento. Su pasado es oscuro, pero su futuro no es prometedor.

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