Estudio del cerebro. Foto: Marco Antonio Gutiérrez Hurtado.
Estudio del cerebro. Foto: Marco Antonio Gutiérrez Hurtado.
Estudio del cerebro. Foto: Marco Antonio Gutiérrez Hurtado.

Por: Ana Cristina Bracho – marzo 5 de 2018

Se llama José, tiene sesenta años. Un día cualquiera, hace par de ellos, le vino un accidente cerebro vascular. Un ictus, dirían ahora los médicos. La noche antes se acostó como cualquier día y a la mañana siguiente su cerebro había sido tomado por una hemorragia. Era quirúrgica, urgente, enorme. Los médicos, al ver la imagen, se asustaban. No la observaron el día que pasó porque no había maquinas disponibles: todas estaban apagadas, puestas, acumulando polvo en los hospitales, mientras José era solo uno más en la lista de los que la necesitaban.

Para llegar a esa escena, la médica sentada con su bata blanca en una computadora y su cara de susto, habían ocurrido varias cosas antes. La familia había rogado ayuda, el seguro había rebotado y todos habían intervenido. En ese trance, incluso, algunos querían creer que el drama sería la imagen.

Pero no, ese era tan solo el comienzo. La tragedia vendría después y, en vez de presentarse como un paquete para llevar, sabiéndolo todo y decidiendo rápido, aparecía como un goteo en la medida que las cosas se conseguían.

José estaba consciente y adivinaba bien lo que ocurría. Se había convertido en un número en una lista y necesitaba cosas que no había. La familia corrió a abrir los clósets, las cajitas de cosas importantes, la sección de lo que nunca nadie usó. Todo, absolutamente todo, se puso en venta, pero en esos días todos ponían todo a la venta y las compras estaban escasas. Para vender, ponían todo a grandes precios, o al menos así sonaba, pero no había manera que eso aguantara una vuelta a la farmacia: una casa valía menos que un par de metros de gasa.

Iban visitando hospitales. En un momento decidieron que eso era muy peligroso para José y evitaban llevarlo. Con las hojas en la mano, le iban contando el caso a médicos que, urgidos y compungidos, habían cambiado de trabajo.

Como si el último bombillo del pasillo se hubiese apagado tras languidecer, el hospital había cambiado de naturaleza. Había gente, mucha gente. No había mucho más que gente. Médicos de todas las ramas habían cambiado su trabajo y se convirtieron de a poco en alquimistas. Otros redescubrieron que en curar había tanto, o más, de comprensión y cariño que de cortadas y químicos.

Ellos estaban allí, en medio de mafias increíbles. Hasta la muerte ahora parecía dominada por un personaje que encarnaba lo peor de lo raza humana. El dolor era su negocio y a veces era un simple empleado, otras un médico, otras un camillero. Era un personaje omnipresente que sacaba lo poco que quedaba en los estantes y convertía lo gratuito en impagable. Era hombre o mujer, jugaba a ser Dios o el Demonio.

La esperanza comenzaba a sonar como el teléfono. La hija de José sabía que no estaba sola: había sistemas, trabajadores sociales, instituciones de beneficencia, centros de llamadas de hospitales y farmacias. Pero José era uno más en una lista para esos números, no para ella. Todos bajaban la cara cuando escuchaban la historia, cuando sentían la agonía. El gotero se desparramaba en el piso cuando pasaban las horas y la salida era cada día menos esperanzadora.

Un par de señoras, entre la lástima y el gozo, querían transformar la ocasión en una epifanía. Un deber de aceptar la más rotunda derrota: el dolor de los enfermos era culpa del gobierno. Sentenciaban, ejemplificaban, insistían.

Venía el cuento macabro y repetido de la crisis humanitaria, pero a punta de ‘postverdades’ y de escándalos a esas señoras se le habían olvidado muchas cosas, como que las medicinas prometidas por Madrid eran pocas y estaban vencidas; que Colombia había avanzado en su doble juego, haciéndole la vista gorda al contrabando que salía de Venezuela y bloqueando las compras de medicinas que hacía Caracas; que las farmacéuticas en su mayoría eran trasnacionales norteamericanas y Europeas; y que muchos de los planes de salud se hicieron con antiguos aliados, como Brasil, que hoy nos apuntan.

José, entonces, a mi me resultaba como un herido de guerra en aquella camilla, víctima de todos estos bloqueos que nos vienen aplicando, que causan que las máquinas no tengan repuestos, que exacerban esa necesidad reptil de aprovechar la herida de otros para hacer, así sea falsa, alguna riqueza.

Era también un herido de la información mal comunicada, de los miedos de admitir que hace mucho tiempo, aún si nos envían embajadores o encargados de negocios, hay países que nos han declarado la guerra.

Cerraba esta nota, dolorosa, con la prensa imprimiendo las noticias. Ya Estados Unidos se olvidó de su promesa inicial de castigar personeros. Junto con Argentina, vienen con todo contra PDVSA, a alguno se le olvidará también explicarnos qué significará esto para las emergencias.

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* Publicado originalmente en el blog de la autora.

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