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Foto: Eduardo Martín Blasco

Por: Juan Diego García – enero 5 de 2011

El balance del año que termina bien podría describirse con un verso del gran poeta chino Mao Tse-Tung, que en un momento de enorme incertidumbre en la Larga Marcha escribió: “Reina un gran desorden bajo los cielos. La situación es excelente”. En efecto, el desorden universal no podría ser de mayores dimensiones. La necesidad del cambio, tampoco.

La economía mundial sigue sometida a los caprichos del gran capital financiero, que luego de jugar con el dinero de los ahorradores y terminar saqueando las arcas públicas –o sea, el dinero de todos los contribuyentes– concluye que ninguna otra estrategia económica le reporta tantos beneficios como la actual: en vista de su inmenso poder no se siente en la necesidad de hacer concesión alguna. Poco importa que los hechos indiquen las peligrosas dinámicas que se producen y nada le inquieta mientras no vea ante sí una fuerza social que le ponga en peligro. Ni siquiera el reformismo burgués tiene hoy acogida en los selectos clubes que determinan la suerte del planeta, así que los especuladores y las multinacionales no esperan otra cosa que un año nuevo aún más favorable a sus intereses. No falta quien sugiera que hoy estamos al final de otro período como aquel de los ‘alegres años veinte’ que precedió a la Gran Depresión, al fascismo y a la guerra.

Las decisiones políticas importantes se toman en los círculos selectos del gran capital y los partidos tradicionales se diluyen en un solo gran partido huérfano de funciones y con apoyos sociales cada vez menores y más faltos de entusiasmo. Ni falta que hacen. La corrupción, que siempre fue un mal más o menos controlado, se extiende como un cáncer cuya metástasis afecta ya a todas las instituciones. El cuadro dramático de países claves para los intereses estratégicos de Occidente, como México, Colombia o Afganistán, tiene su réplica en la misma descomposición de las democracias consolidadas en las cuales la delincuencia de cuello blanco señorea por doquier –para no hablar de las democracias de opereta que rigen en el mundo pobre–.

El panorama medioambiental constituye un capítulo de especial relevancia porque acometer de verdad las reformas que impidan, al menos, que se agrave la situación actual supone para los países ricos renunciar al consumo patológico que depreda los recursos propios y ajenos, mientras para la periferia pobre del sistema el sueño de salir de la pobreza y el atraso, alcanzando los estándares del mundo desarrollado –aunque sea en medida modesta–, se torna en pesadilla. Los expertos señalan que para un país como China alcanzar el promedio del nivel de vida de los españoles o italianos supondría los recursos de varios planetas como la tierra. La esperanza de encontrar soluciones mediante el uso de la ciencia es algo que terminó con el fin de las versiones alegres del progreso sin límites. Por el contrario, son los propios científicos quienes refuerzan la idea de sustituir el actual orden industrial, considerado como causante directo del deterioro medioambiental. No sólo se están destruyendo recursos vitales para el presente –el agua, sin ir más lejos– sino que se compromete seriamente la suerte de las futuras generaciones.

Y, como en los peores tiempos de la Guerra Fría, las grandes potencias desplazan las guerras a las regiones periféricas, convertidas entonces en escenarios bélicos, en guerras interminables en las cuales Occidente pugna con las potencias del antiguo Campo Socialista –especialmente con China– y con otros países emergentes –como Brasil, en el continente americano– por el control de recursos materiales, zonas de influencia, bases estratégicas y todo elemento que contribuya a la defensa de sus intereses. El fin de la confrontación Este-Oeste no ha dado paso a un mundo en paz, libre de la amenaza nuclear, el chantaje y la agresión. Los conflictos viejos –casi todos– permanecen y otros nuevos vienen a agravar la carga que soportan las poblaciones, pues, desde la Segunda Guerra Mundial, la proporción de civiles muertos en la confrontación supera ampliamente al número de militares caídos en la misma. Hasta la práctica medieval del cerco, asedio y aniquilamiento de ciudades y regiones enteras resucita con todo la fuerza criminal que ofrecen las nuevas tecnologías. La aviación y las armas modernas minimizan en extremo las pérdidas de los ejércitos agresores y multiplican por millones los muertos entre la población civil. La guerra de Vietnam, por ejemplo, costó 58.000 vidas estadounidenses mientras los vietnamitas tuvieron dos millones y medio de bajas, abrumadoramente, entre la población civil. Así es hoy en Afganistán, así ocurre en Irak y Palestina. Los enormes campos de exterminio de Gaza, Cisjordania y el Sahara Occidental están allí para demostrar hasta dónde llega la descomposición moral de los agresores y la complicidad criminal de quienes les apoyan –los gobiernos de los Estados Unidos y Europa–, pero también muestran la resistencia como arma decisiva de los pueblos.

Se incuban nuevas crisis económicas, se preparan nuevos saqueos del tesoro público y nuevas incursiones al bolsillo de las clases laboriosas. Y los perpetradores son los mismos de siempre, encabezados –¡cómo no!– por el sistema bancario. Reaparece el fantasma del fascismo, bajo nuevas formas y con nuevos discursos, pero con las banderas tradicionales del racismo, la xenofobia y el nacionalismo excluyente e imperialista; de nuevo se escuchan las prédicas sobre razas superiores, pueblos y civilizaciones predestinadas a decidir la suerte de la humanidad; otra vez resurgen las camisas pardas con toda su parafernalia de muerte y destrucción, y se estrechan con sorprendente rapidez los derechos ciudadanos. Se debilita a pasos agigantados la forma democrática de la dictadura del capital. El nuevo fascismo primero vocifera y golpea con sus porras por las calles, casi siempre bajo la mirada cómplice de policías y jueces, y la condena tibia cuando no compresiva de los medios de comunicación, pero con gran rapidez llega al gobierno en Italia, Austria, Holanda, Suecia y varios países del este del Viejo Continente o desfila desafiante por las plazas de Norteamérica, bajo las banderas aparentemente inocentes del Tea Party.

Pero, como suele ocurrir, allí donde hay opresión hay lucha y el descontento social se amplía y profundiza. En Europa, de nuevo aparecen las banderas rojas de una izquierda que se daba por desaparecida, otra vez se paralizan las fábricas y millones de trabajadores y jóvenes expresan en plazas y calles su descontento. El Viejo Continente es un hervidero de movilizaciones mientras Latinoamérica y el Caribe experimentan un resurgir vigoroso de las fuerzas populares, luego de la larga noche de las dictaduras y el predominio grosero de las políticas neoliberales. El sentimiento de rechazo a la guerra y al imperio de la banca y las multinacionales se amplía cada vez más, siendo mayor el apoyo ciudadano a los programas de defensa del medio ambiente.

Pero este resurgir de las fuerzas de la izquierda no se traduce por ahora en un programa común ni en una organización más sólida: mil ideas se debaten, pero tal parece que falta un consenso básico para echar las bases de una acción más efectiva. Se tiene muy claro qué no de desea pero tiene menos forma el perfil de un nuevo ordenamiento social, tampoco se produce aún la forma orgánica que encauce estas dinámicas sociales en las que conviven formas tradicionales, como los partidos o los sindicatos, con manifestaciones nuevas, con iniciativas ciudadanas de muy diversa naturaleza. Predomina, entonces, la espontaneidad, con todo el colorido y belleza que tienen estos movimientos cuando la creatividad e imaginación de las gentes predomina sobre las directrices centralizadas –pero indispensables– de la organización. La armonía entre espontaneidad y organización es aún un objetivo.

Los pueblos del Islam también despiertan, sometidos a la acción del nuevo colonialismo y víctimas principales de las prácticas genocidas de la guerra total, de la intención de destruirlo todo, quemarlo todo, arrasarlo todo. Desde el occidente de África hasta Filipinas se registran movimientos sociales de descontento y lucha, destacándose la resistencia heroica de los pueblos palestino y saharaui.

Las fuerzas socialistas y del nacionalismo antiimperialista presentan ciertamente un cuadro desigual en sus avances, mientras la derecha mundial parece concluir el año pasado anotándose de nuevo una gran victoria. Pero, la crisis de la izquierda y de los nacionalismos antiimperialistas es una crisis de crecimiento; no así la que afecta al capitalismo y la derecha que acusan una evidente decadencia, al punto que cada vez con mayor claridad sustentan su dominación en la violencia, la fuerza de las armas, la manipulación y el terror. En su dialéctica particular no falta, entonces, razón al poeta oriental al concluir que aunque reine un gran desorden bajo los cielos las perspectivas no pueden ser más que esperanzadoras. Los filósofos alemanes clásicos sostenían que un correcto planteamiento del problema constituía el principio de su solución y el caracter chino que significa ‘crisis’ –la tormenta bajo los cielos– supone al mismo tiempo el principio de solución.

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