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Lanzamiento de misiles Tomahawk de EE.UU. sobre Libia - Foto: Charles McCain

Por: Juan Linares – abril 29 de 2011

El hecho ocurrió el sábado 19 de marzo, en horas de la tarde. Abdul, que en árabe quiere decir “sirviente de Alá”, salió de su casa en Trípoli con sus dos hijos, Akil, que significa “inteligente, que usa la razón”, de nueve años y Annakiya, que en africano quiere decir “rostro dulce”, de siete.

Los tres caminaban animados rumbo a la casa de la madre de Abdul, la abuela Fátima, “esposa de Alí, el musulmán”, antes del cuarto rezo de la jornada –cada musulmán debe rezar cinco veces al día en dirección a La Meca–, cuando “rostro dulce” (Annakiya) pidió a su padre detenerse brevemente en la fuente de los tres deseos, próxima al emblemático edificio Assai Al-Hamra, o “castillo rojo”, de Libia. Un acto inocente que le agregaría un detalle a la anécdota familiar.

Nunca sabremos si alcanzaron a cumplir en vida con aquel acto, nunca sabremos si consiguieron verse reflejados en esa fuente pública o si lograron bañarse las manos y los ojos antes de ser recibidos por Alá “el grande” en el paraíso: un terrible misil Tomahawk, lanzado desde un submarino aliado instalado en las profundidades del mediterráneo, los lanzó fuera de este mundo.

El 20 de marzo de 2003, Estados Unidos y sus aliados –los mismos países que hoy atacan a Libia– bombardearon Bagdad (Irak). Las armas de destrucción masiva que el tirano Saddam Hussein, “nieto del profeta”, escondía en secretos arsenales representaban una amenaza y un ‘peligro grave y creciente’ para la humanidad. El tridente mortal, Bush, Blair y Aznar, reunido en las Azores decidió pedir para el almuerzo un menú de sangre inocente: se calcula que entre ochocientas mil y un millón de personas, entre civiles y militares, perdieron la vida en esa aventura. Nunca se encontraron las armas. Lo único masivo que Irak tenía era su inmensa pobreza. La mente humana no tiene fronteras en la barbarie.

Ahora, el enemigo público número uno del planeta tierra es el líder libio Muamar el Gadafi: un villano capaz de descuartizar a una mariposa con sólo mirarla, un perro infiel que, acompañado por un grupo de bestias uniformadas, sale por las noches a matar a su propia gente en las calles de Trípoli, todos borrachos de pura violencia, todos ebrios de impunidad. Ése es el hombre que tiene aterrorizado a todo el norte de África, ése es el perfil que los medios de comunicación que coproducen la realidad intentan vender al mundo.

Todos conocemos que el grupo empresarial de guerra está formado por los sospechosos de siempre: Estados Unidos, Francia, Inglaterra, España e Italia. Todos estos países recibieron a Gadafi con honores de jefe de Estado, todos le vendieron armas de última generación para que se proteja. Todos sabemos por experiencia de qué hablan los países centrales, los dueños del mundo, cuando claman por justicia y libertad. Pero, ¿alguien sabe quiénes son los rebeldes? ¿Alguien conoce sus proyectos de país? ¿Puede un pueblo, supuestamente sometido por un tirano, tener artillería antiaérea y cañones de largo alcance? ¿Quién es el líder de esta revuelta? ¿En nombre de qué o de quién se levanta el supuesto pueblo?

La realidad muestra que en este mundo sobreviven los países que tienen capacidad de pisotear al más débil y arrebatarle sus recursos petroleros, gente que se aprovecha de la democracia para ocupar territorio. De eso se tratan las relaciones bilaterales. Los nuevos ‘amos ausentes’ son aquellos países que pueden gobernar a otros con sólo nombrar a un perro fiel que les cuide el patio de comidas. Para los países centrales, un líder nacionalista –lo llaman populista–, que quiera beneficiar a su pueblo con las riquezas de sus propios recursos, representa una amenaza para la justicia, la libertad y la paz mundial.

Tanto Estados Unidos como Europa vienen perdiendo, a ritmo sostenido, influencia y credibilidad sobre los países emergentes, que los escuchan pero no les creen. Nadie ignora que la economía de Estados Unidos, para que sobreviva, necesita de continuas guerras: donde sea y con quien sea.

Nadie ignora que Inglaterra y Francia atraviesan dificultades económicas monumentales y se han visto en la necesidad de implementar reformas previsionales –aumentar la edad de la jubilación y reformas en el sistema educativo, entre otras– para poder enfrentar la crisis, pero el caso más patético es el de España, que le agregó al quiebre económico que enfrenta –casi el 21% de desempleo– un condimento moral.

La primera medida de gobierno del presidente español, José Luis Rodríguez Zapatero, fue retirar las tropas de Irak. Incluso encabezó una multitudinaria manifestación en contra de la guerra, de cualquier guerra. “¡No hay guerra justa!”, gritaba desaforado, como si tuviera un taco de dinamita en los zapatos. Hoy, su postura ha cambiado radicalmente, ahora obedece a Bruselas y necesita cuadrar caja: miente sabiendo que miente. Se ha unido a la coalición de París y poco le importa que las bombas caigan en el comedor o en el dormitorio de los hogares libios. ¿Cuánto tardaremos en meditar sobre el espanto?

Son los países centrales los que provocan el caos para poder hacer luego lo que se les antoja. Ellos son el problema y la solución. Fueron ellos los que crearon y alimentaron a pavorosos monstruos terrenales: Manuel Antonio Noriega, Saddam Hussein y a este impresentable coronel Muamar el Gadafi, al que ahora es preciso destruir para ‘asegurar la paz mundial’ –y su petróleo–.

Bomberos tunecinos fueron los encargados de recoger los despojos calcinados de Abdul y sus pequeños hijos. No había maneras ni formas de que Abdul, “el sirviente de Alá”, supiera o siquiera entendiera que el nuevo orden mundial exige subordinación total a la tecnología y al radicalismo de los países que la poseen. Ya pasó antes con Irak.

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