Por: Juan Diego García – octubre 2 de 2012
El acuerdo de paz entre el gobierno y las FARC tiene en esta oportunidad mayor realismo que en procesos anteriores, aunque persisten los obstáculos de siempre y siguen activas las fuerzas que se oponen a cualquier arreglo con el movimiento guerrillero.
Las posibles medidas para mejorar la calidad de vida de la población de determinadas zonas rurales en las cuales las FARC tienen una presencia significativa no solamente serían un alivio inmediato para los beneficiados sino que sentaría un precedente positivo para su aplicación a otras zonas semejantes. Es posible, si es que existe voluntad política, que el gobierno mejore sustancialmente el alcance y la aplicación de la llamada Ley de Tierras para la devolución de predios arrebatados a los campesinos: aproximadamente seis millones de hectáreas. No hay impedimentos mayores para que, de una vez por todas, se entreguen títulos de propiedad a los miles de familias campesinas que carecen de ellos, sobre todo los colonos. Es, igualmente, cuestión de voluntad política, ya que el fin del conflicto libera ingentes recursos, adelantar programas de lucha contra la aguda pobreza de las zonas rurales del país –salud, educación, vivienda, crédito, infraestructuras, etc.–.
Indispensable es que el gobierno otorgue una función diferente a las Fuerzas Armadas, de suerte que se elimine la actual confrontación entre éstas y la población rural, tan a menudo asumida como el ‘enemigo’ a batir, y se deje de convertir a soldados y policías casi en una fuerza ocupante de territorio ajeno. Los incidentes en el Cauca con los indígenas tienen sin duda sus peculiaridades, pero, manteniendo las diferencias, este cuadro se repite en muchas zonas rurales. Naturalmente, el fin de los enfrentamientos bélicos en sí mismo es ya una ganancia neta para quienes soportan lo más duro del conflicto: soldados y campesinos.
Las FARC y el ELN, que seguramente se unirá al proceso, tienen de esta forma ganancias netas y no es por azar que aparece la cuestión agraria como el primer punto de la agenda. Sin embargo, el gobierno de Santos también las tiene: además de los réditos políticos que trae consigo alcanzar la paz para su reelección presidencial en 2014, el Estado haría presencia efectiva, y por vez primera, en tantas zonas rurales en las cuales la población tan sólo conoce de la autoridad su cara represiva. El gobierno tiene la gran oportunidad de emprender medidas claves para modernizar la actividad agropecuaria del país, siempre tan lastrada por el latifundio y la ilegalidad.
La segunda cuestión que otorga beneficios a las FARC tiene que ver con la reforma del sistema político electoral del país. Los guerrilleros renuncian a la vía armada a cambio de la posibilidad cierta de participar plenamente en la vida política. En el fondo, se trata de una versión nueva del experimento de la Unión Patriótica, el partido mediante el cual esta guerrilla acudía a las vías legales para defender sus postulados políticos. El exterminio de casi 5.000 de sus miembros por parte de militares y paramilitares constituye un desafío para ambas partes. Para la insurgencia, porque de la seguridad efectiva de quienes dejen las armas depende todo: si las autoridades no están en condiciones de garantizar la vida de quien actúa pacíficamente, los insurgentes están en todo su derecho –reconocido inclusive por la legislación internacional– de alzarse en armas.
Para Santos, que esta experiencia no se repita es un desafío enorme para el cual tiene que contar con el apoyo cierto de las Fuerzas Militares. Sin un compromiso firme de los cuarteles, la palabra del presidente tiene poco valor. Pero, si lo consigue, Santos habría dado un paso decisivo en el el proceso de hacer del aparato armado del Estado un órgano de verdad sometido al poder civil y respetuoso de la legalidad vigente, tal como sucede en cualquier sociedad democrática, en la cual los cuerpos armados son entes que acatan y no tienen otra función que ser garantes de la seguridad ciudadana y de la integridad territorial del país.
No es pequeño el mérito de pasar a la historia nacional como el presidente que inició el proceso de la modernización real de Colombia. Santos y la clase dominante saben que el sistema político bipartidista ya no se sostiene y que es indispensable abrir espacios a la participación. Una país en el cual, de forma sistemática, no vota ni el 40% del electorado reclama, sin duda, reformas políticas de gran calado.
Ambas partes ganan, entonces, con este proceso de paz. Las FARC, a despecho de todo lo que se ha dicho de ellas –se les ha tachado de terroristas, narcotraficantes, violadores de derechos humanos, etc.–, se sientan en la mesa de conversaciones de igual a igual con el Estado, algo que de hecho significa su reconocimiento como fuerza política. En efecto, no vienen a la negociación a someterse sumisamente al gobierno y, en todo caso, sólo se someterían al Estado cuando éste asuma la reforma de aspectos nada desdeñables, como los ya señalados de la cuestión agraria y el régimen político, creando la oportunidad efectiva de participación como es usual en cualquier democracia moderna.
Las FARC no renunciarían a su ideario, sencillamente aceptan someterlo a la consideración de la ciudadanía para que sea ésta la que decida hasta dónde y cómo ha de transformarse el país. Tampoco Santos renuncia a sus proyectos, los mismos de la clase dominante que constituye su respaldo natural. El presidente colombiano es un genuino representante de esa clase y de sus intereses y nada le obliga a renunciar a ellos. Lo acordado sencillamente significa alcanzar unas reglas de juego político y social nuevas, en las cuales se respete la decisión mayoritaria de la población.
Por supuesto, no sólo ganarían Santos y las FARC. Fundamentalmente se beneficiaría el pueblo colombiano, sometido durante sus 200 años de vida republicana a la guerra permanente, a la pérdida de generaciones enteras y a la de recursos ingentes, incinerados en la hoguera de la confrontación. Para nadie es un secreto que utilizar formas de ‘acumulación primitiva’ de capital de forma permanente, que no otra cosa se esconde tras estas guerras, pone en riesgo al sistema, elevando las tensiones a niveles insoportables y acrecentando los peligros de la revolución social. Ésta es, sin duda, una consideración clave en la decisión del gobierno y de la clase dominante de intentar poner fin a la confrontación con el movimiento guerrillero, aún a sabiendas de la necesidad de hacer ciertas concesiones.
Naturalmente, el gobierno intentará que tales concesiones sean las menos posibles y que su alcance sea limitado. Desde ya se moviliza para hacer que sus planteamientos reciban el mayor apoyo posible por parte de la ciudadanía y, de paso, aislar a la extrema derecha que se opone al proceso de paz. Por su parte, las FARC intentarán llegar lo más lejos posible en sus exigencias para satisfacer no sólo a sus propias filas sino al mayor número de colectivos sociales. Ambas partes van a buscar la movilización popular e intentar llenar las plazas públicas en apoyo de sus propuestas. El gobierno tiene ingentes recursos materiales y cuenta además con el manifiesto deseo de la inmensa mayoría de poner fin al conflicto. Las FARC tienen a su favor la innegable coincidencia general de sus propuestas con las reivindicaciones de amplios colectivos que exigen tierra, vivienda, empleo, salarios dignos y la solución pacífica de los conflictos sociales.
Cada una de las partes buscará, entonces, por todos los medios ganar el apoyo de la opinión ciudadana. Sin ese apoyo, sin la participación más amplia posible de la sociedad, sin hacer desde ya real una nueva manera de hacer política en el país, es casi seguro que los avances serán nimios y las posibilidades de un nuevo fracaso estarán garantizadas. Dentro de la indispensable discreción que exige este tipo de procesos cabe perfectamente el más amplio debate de las exigencias populares, muchas de las cuales están estrechamente vinculadas con las causas históricas del alzamiento armado. La cuestión agraria y la naturaleza del sistema político son, seguramente, las más importantes para empezar y, por eso, parece muy sensato comenzar por ellas. En particular, la reforma del sistema político, pues de esta manera se crean las condiciones básicas para asegurar el funcionamiento normal de un orden civilizado y moderno.
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