Iván Duque y Donald Trump durante una reunión paralela a la asamblea general de las Naciones Unidas. Foto: Shealah Craighead, Casa Blanca.
No cumplir el acuerdo de paz es una alternativa ventajosa para la clase dominante en su conjunto y para sus aliados extranjeros.
Iván Duque y Donald Trump durante una reunión paralela a la asamblea general de las Naciones Unidas. Foto: Shealah Craighead, Casa Blanca.

Por: Juan Diego García – octubre 26 de 2018

Quienes creen en las posibilidades de la paz en Colombia –centro e izquierda moderada– no ofrecen aún en sus análisis elementos de juicio suficientes que satisfagan un realismo razonable. Otros aventuran, sin más, un apocalíptico escenario de guerra y el inevitable regreso a la opción armada como única respuesta efectiva ante la arremetida de la derecha. Ésta, en su conjunto, o pregona abiertamente la violencia o asume solapadamente una actitud de tolerancia apenas disimulada con los promotores de la misma.

Sin duda, hay muchos motivos para dudar sobre las posibilidades de hacer reales los acuerdos de paz, pues el Estado carece de voluntad o, cuando la hay, resulta impotente ante la escasez de los recursos materiales y humanos necesarios para reformar el campo –incluidas las políticas referidas a los cultivos ilegales–, modernizar y democratizar el sistema político, desmantelar el entramado paramilitar y cumplir con las muchas promesas hechas a los guerrilleros. Por su parte, la clase dirigente tampoco muestra mayor interés en cumplir con lo acordado: su ala más extremista, que tiene a Uribe Vélez como vocero, persiste en su estrategia tradicional de guerra por todos los medios contra los aún alzados en armas e incumplimiento sistemático de todo lo pactado en La Habana. El resto, aunque no apoya abiertamente la salida violenta, tampoco parece muy preocupado por el estancamiento de los acuerdos de paz. A fin de cuentas, le afecta poco que la guerra continúe y tampoco ve con buenos ojos que su ‘democracia’ se abra demasiado, dando no solo a la guerrilla sino sobre todo a los sectores populares mayores espacios de participación.

En efecto, para el sistema no es menor el riesgo de que alguien consiga movilizar a ese 50% de votantes que siempre se abstiene y pueda aumentar los más de ocho millones de votos obtenidos por el centro y la izquierda en las recientes elecciones presidenciales –contra diez de Iván Duque–. Se podría producir aquí un resultado similar al de México. Ese es un riesgo nada desdeñable que la clase dominante, sus clases asociadas y la embajada de marras no ven con buenos ojos.

La reforma política y el desmantelamiento del paramilitarismo podrían tener como consecuencia una movilización popular sin precedentes que termine el monopolio político de la derecha y abra caminos nuevos para cambiar radicalmente el orden actual –el modelo económico neoliberal, para comenzar–. Las elecciones municipales del año venidero pueden ser una prueba de gran relevancia para la izquierda si consigue formular un programa realista, superar su actual fraccionamiento, dar formas más eficaces y unitarias a las organizaciones populares y destacar un grupo de líderes que consigan atraer apoyos suficientes –sobre todo de sectores del centro–.

Conseguir la paz sería posible si se aprovechan adecuadamente el conjunto de factores que debilitan a una derecha afectada de escasa o nula legitimidad, y que resulta incapaz para resolver los problemas de las mayorías y superar el deterioro inmenso de las instituciones. Se trata de una derecha que tiene en la fuerza bruta el principal recurso de su poder. El país se ahoga en la corrupción, la impunidad alarmante de la justicia y el reino de la inseguridad que en tantos aspectos convierte la vida en un padecimiento cotidiano y condena a sus gentes a un futuro incierto.
No cumplir el acuerdo de paz y restringir aún más los espacios a la oposición legal –incluyendo el asesinato diario de exguerrilleros y activistas sociales que suman ya varios cientos desde que se firmó el acuerdo de paz– es, entonces, una alternativa ventajosa para la clase dominante en su conjunto y para sus aliados extranjeros.

A todo ello habría que agregar que Colombia aparece como país candidato para adelantar una acción bélica contra Venezuela de consecuencias impredecibles. Para nadie es un secreto que tras los discursos que anuncian esa intervención para ‘restablecer la democracia’ en la patria de Bolívar aparecen los intereses estratégicos de Estados Unidos y sus aliados europeos por el control de los ingentes recursos naturales de Venezuela y, en una perspectiva más amplia, para dar una batalla contra China que ya despunta como el primer competidor de las potencias capitalistas tradicionales en la región. Pero, nada garantiza un desenlace positivo para Washington y sus aliados –la burguesía criolla y la Unión Europea–. ¿Estarán ellos dispuestos a propiciar una guerra devastadora que deje a Venezuela en condiciones similares a las que hoy posee Siria sin que se asegure necesariamente sacar a Maduro del poder? Parece que, por fortuna, hay voces suficientemente sensatas que, aún dentro de las clases dominantes, consideran este tipo de compromisos como una apuestas muy arriesgadas, entre otros motivos porque al gobierno de Venezuela tal agresión le dejaría solo dos caminos: o rendirse –cosa poco probable– o declarar el socialismo, o sea, otro Bahía Cochinos.

Los sectores que apuestan no solo por incumplir el acuerdo de paz sino por restringir aún más los espacios a la oposición social y política, es decir, el grueso de la clase dominante, parecen tener la iniciativa cuando el nuevo gobierno de Duque apenas empieza. Quienes, por el contrario, abogan por un orden democrático restringido pero asumible y, sobre todo en condiciones de ser ampliado –cumplir el acuerdo de paz sería un gran avance en esa dirección– confían por el momento en el juego parlamentario y en la posible sensatez de algunos sectores de la misma burguesía. Asimismo, se fían de los apoyos decisivos de los sectores populares más conscientes y dinámicos, y esperan el respaldo de los sectores del centro social y político, de forma que en el debate electoral del año venidero se pueda consolidar una fuerza social de suficiente entidad como para detener el deterioro de la vida del país y abrir nuevos horizontes.

Esta misma semana cientos de miles de estudiantes de las universidades públicas, con el apoyo evidente de la ciudadanía, incluidos sus colegas de las universidades privadas, han exigido en calles y plazas una financiación suficiente de la educación, la investigación y la ciencia como requisito indispensable para la construcción del país que el pueblo de Colombia necesita, a juzgar por todos los diagnósticos sobre las profundas debilidades de su modelo económico, la naturaleza primitiva y antidemocrática de su sistema político, las profundas inequidades de su orden social y la pérdida de identidad de su mismo sentimiento nacional. Esto, por cuanto la identidad colombiana está invadida por los peores valores de la cultura occidental, por la basura y los desechos culturales que a diario irrumpen en los medios de comunicación y asaltan las mismas aulas en donde se forman la futuras generaciones.

Movilizaciones como esta de los estudiantes son, sin duda, factores decisivos a considerar para que las fuerzas que apuestan por rumbos diferentes en Colombia detengan los avances de la derecha. Lo es, tanto si Duque decide emprender iniciativas que lo alejen de su mentor Uribe Vélez –cosa que, hasta el momento y por lo que se registra, resulta altamente improbable– como si el nuevo presidente profundiza los caminos ya recorridos por su antecesor y habla de paz y democracia, pero mantiene la guerra y las desigualdades, las mismas que tanto tienen que ver, precisamente, con la violencia.

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