Por: Martín Pastor – febrero 6 de 2019
Nueve meses le tomó a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), liderada por Estados Unidos, para destruir la sociedad libia. En tan poco tiempo, el país más rico del continente africano pasó a ser un Estado fallido, sumido en una guerra civil que continúa desde 2011. Ante la nueva ofensiva imperial contra Venezuela, este caso debe ser visto como una advertencia para el futuro de la región.
Si bien el petróleo parece ser el casual de la intervención, y no las justificaciones ‘humanitarias’ que caracterizan al gobierno estadounidense, esta lectura de la situación sigue siendo superficial. En ambos casos el motivo de intervenir implica más que simplemente adueñarse de recursos, modus operandi del imperialismo tradicional estadounidense.
Este modelo se basaba en el concepto de nation building (construcción de nación), a través del cual los Estados Unidos se adueñaban de recursos y, con una institucionalización ‘guiada’, satisfacían sus intereses privados y políticos. Un ejemplo es Chile en la década de los 70.
En 1973, Estados Unidos financió y dirigió el golpe de Estado contra Salvador Allende para luego tutelar a la nación hacia el neoliberalismo, en base de los intereses de empresas privadas y estrategias geopolíticas para la región. Este modelo, y muchos otros en la región y el mundo, estaban amparado en falsos valores como el orden, la justicia, el progreso y el desarrollo.
Sin embargo, todo cambió luego de los ataques del 11 de septiembre del 2001 en Nueva York. Bajo la administración de George W. Bush, los neoconservadores, una facción poco conocida de la derecha de Estados Unidos, tomaron control de la política exterior y defensa de ese país, dando paso a una nueva fase de dominio imperial.
Luego de gestar su estrategia global durante décadas, con la invasión a Iraq en 2003 marcaron el final del modelo tradicional y el inicio del neoimperialismo. El orden, el progreso y el desarrollo son reemplazados por la seguridad y militarización; la división interna basada en diferenciadores étnicos, religiosos o históricos; y, especialmente, el caos.
Se trata de una estrategia que no nació en el Pentágono sino en las aulas de la Universidad de Chicago con los escritos de Leo Strauss. Como lo explica la profesora Shadia Drury, el filósofo judío (1899-1973) reintrodujo la noción del caos como herramienta de dominación de una ‘elite escogida’ para someter a las masas incultas sobre la base de la jerarquía ‘natural’, ergo su obsesión por los clásicos, como Platón y Aristóteles, y los contemporáneos Nietzsche y Heidegger.
¿Pero qué tiene que ver un filósofo político del siglo XX con el imperialismo del siglo XXI?
Primeramente, el straussianismo es la influencia principal de los neoconservadores, que entre sus filas cuentan con figuras como Dick Cheney, Paul Wolfowitz, Donald Rumsfeld, Francis Fukuyama, Samuel Huntington, Arthur Cebrowksi y John Bolton, actual consejero de Seguridad Nacional de Trump, entre otros.
Fue Rumsfeld, exsecretario de Defensa (2001-2006), quien incorporó la doctrina de Cebrowksi […] sobre una guerra centrada en redes, la cual restructura la estrategia de dominio total (full spectrum dominance) con la era de la información, para así lograr una hegemonía en el campo social, lingüístico, cognitivo, informativo y físico.
Para lograr este cometido, una de las herramientas más utilizadas es el uso de la mentira (actualmente fake news o verdades alternativas), a través de los medios y redes de comunicación, con el objetivo de manipular el sentir colectivo. Este instrumento de ingeniería social era algo que Strauss consideraba necesario para proteger a la elite superior de la persecución de las ‘masas vulgares’.
El uso del lenguaje y las mentiras se ha visto con las supuestas armas de destrucción masiva para justificar la invasión a Iraq, la supuesta conexión terrorista en Afganistán, la construcción discursiva de Muamar el Gadafi como un dictador sanguinario, el mediático ‘Eje del Mal’ y, ahora, una réplica para presentar a Venezuela como un Estado fallido, incluyéndolo en la ‘Troika de la Tiranía’, con Nicaragua y Cuba.
Otro de los elementos claves de la teoría de Strauss aplicada en la estrategia militar estadounidense es el mencionado caos. En el nuevo modelo imperialista, el objetivo no es ‘construir naciones’, ni siquiera bajo el neoliberalismo, sino hundir a las sociedades dominadas.
El estratega geopolítico del Departamento de Defensa y asistente de Cebrowski, Thomas P. M. Barnet, impartió el modelo al alto mando militar en el Pentágono en 2003, resumiéndolo en un nuevo mapamundi que divide al globo entre países los que denomina “núcleo funcional” y la “brecha de no integrados”.
Las naciones en este segundo grupo ya no son vistas como independientes y soberanas, sino como un bloque homogéneo sin posibilidad de integración. Así, Bush denominó como del Gran Medio Oriente a naciones árabes del norte de África y la Península Arábica, así como a países persas, subsaharianos y del Cáucaso con el objetivo de justificar guerras sistemáticas y paralelas.
En estos bloques territoriales las guerras se vuelven interminables y recurrentes. Ya no es necesario una transición controlada, con un dictador amigo o un gobierno sumiso. El desorden y el desgobierno son el objetivo.
Como explica el analista Thierry Meyssan, esta idea no considera que el acceso a los recursos es crucial para Washington sino que los Estados del “núcleo funcional” sólo tendrían acceso a esos recursos recurriendo a los estadounidenses. Para ello, es necesario destruir la estructura estatal e institucionalidad de los países invadidos, de forma que, cuando los necesiten, estos recursos sean de fácil acceso.
En este sentido, el hecho de que en la actualidad Libia e Iraq produzcan menos barriles de petróleo de lo que hacían con los gobiernos depuestos y de que muchos pozos pasaran a manos de organizaciones ajenas a los intereses estadounidenses no es un efecto imprevisto. Tampoco lo es que las condiciones de la población estén muy por debajo de estándares internacionales de bienestar y seguridad, con cifras de muertes de civiles sobre los cientos de miles.
Es así que, ante la autoproclamación de Juan Guaidó como presidente interino de Venezuela el pasado 23 de enero […] parece haber llegado el momento para una intervención similar en América Latina.
El guion lo reveló la periodista argentina Stella Calloni, con un documento del Comando del Sur (SouthCom) firmado por Kurt Tidd, excomandante en jefe hasta noviembre de 2018, bajo el nombre de ‘Masterstroke’ (Golpe Maestro). En este se detallan las acciones directas e indirectas para desestabilizar al país y sumirlo en caos. Entre los planes, se sugiere “incrementar la inestabilidad interna a niveles críticos, intensificando la descapitalización del país, la fuga de capital extranjero y el deterioro de la moneda nacional, contribuir a hacer más crítica la situación de la población, causar víctimas y señalar como responsable al gobierno de Venezuela”.
Con la justificación del ‘humanitarismo’, el texto propone “establecer una operación militar bajo bandera internacional, patrocinada por la Conferencia de los Ejércitos Latinoamericanos, bajo la protección de la OEA y la supervisión, en el contexto legal y mediático, del secretario general Luis Almagro”. Todas estas, acciones idénticas a las realizadas en Libia hace ocho años con la OTAN y miembros de la Unión Europea.
Esto no es coincidencia ni tampoco actos desconectados, ya que con Bush, Obama y Trump los neoconservadores continúan ejerciendo su influencia y poder en la Casa Blanca y las esferas miliares de los Estados Unidos, algo que debe preocupar a todos los latinoamericanos.
La situación de Venezuela no debe llevar a la defensa de un régimen político sino de la soberanía, democracia y estabilidad de toda la región y su futuro. En caso contrario, seremos testigos de una Libia en América Latina y el control triunfante del neoimperialismo norteamericano.
Publicado originalmente por Tercera Información.
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