Protestas en el marco de la cumbre de Madrid sobre cambio climático COP25. Foto: Víctor Barros.
La cumbre sobre el cambio climático de Madrid apenas se ocupó de la economía capitalista que va en detrimento del bien público y del cuidado del medio ambiente.

Por: Juan Diego García – enero 22 de 2020

La cumbre sobre el cambio climático realizada recientemente en Madrid (España) apenas se ocupó de la esfera productiva y de su naturaleza capitalista neoliberal, predominante hoy en todo el mundo, una orientación económica que se fundamenta en la libertad de acción plena para el capital en detrimento del bien público y del cuidado del medio ambiente.

Y no podía ser de otra manera, a juzgar por quienes en este evento han tomado las decisiones: gobiernos neoliberales e instituciones internacionales como la ONU, ellas mismas sometidas a las decisiones de quienes ostentan el poder efectivo en el planeta. No por azar en Madrid los costes de la realización del evento han estado a cargo de tres o cuatro grandes empresas con estrechos y decisivos vínculos con ese orden económico, social y político, responsable del impacto negativo y hasta suicida con el medio ambiente.

La declaración final apenas se diferencia de otras que en el pasado han tenido los mismos propósitos y han producido iguales resultados: promesas vagas que no han impedido que el cambio climático deje de ser una amenaza y sea ya una realidad tal como lo atestigua la ciencia, con pronósticos alarmantes que ponen en tela de juicio la misma sobrevivencia de la actual civilización. Solo afectando radicalmente el proceso productivo tanto en los países altamente desarrollados como en la periferia del sistema y sometiendo al capital a una racionalización, que vaya en contravía de su principio fundamental de asegurar la ganancia a toda costa, sería posible someter la producción a dimensiones que empiecen moderando el impacto sobre sociedad y naturaleza, y que, en un plazo razonable, la hagan posible sin el caos generado por la libre empresa, colocando el interés general por encima del interés del empresario.

Se trataría de armonizar la producción y el consumo para reemplazar el caos actual inherente al sistema capitalista, aunque eso signifique someter el interés de la empresa al bien común. Ni siquiera medidas modestas de un control tal, posibles dentro del capitalismo, han sido propuestas en la cumbre de Madrid. Lo más sensible –el mercado de emisiones, por ejemplo– no se ha tocado o, como en tantas ocasiones anteriores, se ha dejado para el futuro en espera de un consenso imposible.

No es la primera vez que la cuestión del impacto climático es sometida a debate ni tampoco la primera en que no se decide nada esencial o, si se menciona, no se convierte en medidas concretas. Se incumple todo y no sucede nada, puesto que los poderes reales –potencias económicas mundiales, multinacionales y gobiernos– no están dispuestos a ello, dado que entienden que asumir las recomendaciones afecta de lleno no solo a sus intereses sino al sistema mismo. No importa que su comportamiento signifique una catástrofe para la humanidad.

A nadie sorprende, entonces, que el evento de Madrid haya estado financiado por grandes empresas, algunas de ellas conocidas multinacionales de la energía o la banca, seguramente muy solícitas presionando con éxito para que las decisiones finales no afectaran sus intereses y se quedaran en papel mojado, como ha ocurrido. Tampoco sorprende que en los debates suscitados sobre el cambio climático apenas se mencione la esfera productiva y se ponga todo el acento en el consumo, de tal suerte que, según los grandes medios de comunicación –esas grandes multinacionales de la manipulación–, la mayor o casi única responsabilidad del cambio climático recae sobre el consumidor, sobre una ciudadanía supuestamente irresponsable, y solo en forma menor en las autoridades que regulan el orden social –los políticos–.

Más allá de eventos como el de Madrid, las políticas reales mantienen la lógica del sistema y destinan los recursos públicos a favorecer a los mismos que están provocando la crisis climática. Así sucede, por ejemplo, con la industria del automotor que, ante el agotamiento del petróleo –¿en menos de 15 años?– apuestan ahora por el coche eléctrico, una tecnología que ya existe desde hace décadas pero cuya aplicación para ellos no era entonces rentable. Esto, seguramente acaparando los recursos públicos disponibles para tal propósito. Igual sucede con las grandes empresas de la energía eléctrica que ahora apuestan por las energías renovables y por el mantenimiento de su monopolio cuando sería una ocasión magnífica para que lo público recuperara su control.

Se crea, entonces, la imagen según la cual el consumidor es el culpable principal del cambio climático y se oculta deliberadamente que la cuestión tiene sus orígenes en la esfera productiva, es decir, en las decisiones empresariales, en la lógica misma del sistema. Y, lo que resulta más importante, se elude sistemáticamente el problema de fondo: aunque el capitalismo admite ciertas reformas –que impactarían positivamente en la relación entre economía y medio ambiente– se oculta o se reduce a nada una solución estructural a la actual crisis climática que resultaría de una planificación muy estricta de la producción y del consumo a nivel mundial.

¿Un verdadero cambio de civilización es realista dentro del capitalismo? Ese es el reto de quienes aún confían en éste como el único y posible sistema económico y social. Por el contrario, una planificación que armonice producción y consumo, que priorice el bien común por encima de la utilidad empresarial solo es factible sin capitalismo. Este es el reto teórico y práctico si se considera que el sistema capitalista ya dio de sí todo lo que podía, que su crisis es terminal y que, en consecuencia, se deben buscar alternativas esencialmente distintas que supondrían una verdadera revolución en el sentido estricto del término, es decir, nuevas relaciones de propiedad y de poder, y una cultura distinta y respetuosa con el medio y con el ser humano.

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